Diario del confinamiento (marzo-mayo 2020)
Jordi Doce
Escribo hacia el pasado porque olvido
Si elaborásemos una especie de biografía del diario en función
de lo que va suponiendo en cada etapa de nuestras vidas, diríamos que
comenzamos refugiándonos en él con el cosquilleo efervescente del secreto,que más
adelante se convierte en desahogo, cómplice de un intenso sentirse
incomprendido, para luego acoger nuestra mirada imponente, nuestra
personalísima y agudísima forma de contemplar el mundo e irse transformando,
sucesivamente, en instrumento para conocernos a nosotros mismos, en arma de
lucha contra el tiempo, contra el paso inclemente de las horas, en depósito de
incertidumbres, de desencanto, de esa creciente sensación de que el mundo es
otro y se nos escapa y, por último, en reflexión serena, o tal vez desesperada,
en torno a la muerte, modalidades que, bien pensado, no tienen por qué
sucederse en ese orden, que pueden barajarse a partir de un determinado
momento, dependiendo de vaivenes y sobresaltos personales, y que tampoco tienen
por qué llegar siquiera a concretarse, pues hay quien se instala para los
restos en el travieso secreteo infantil o, lo que es peor, en una soberbia
escritura adolescente que, por fortuna, en la mayor parte de los casos el
anonimato nos ahorra, pues el destinatario ese tipo de diarios personales no es
más que ese otro yo incierto que cada uno hemos de llegar a ser en el futuro o,
en todo caso, un no menos presunto descendiente que pueda descubrir algún día
esas notas con asombro.
Otra cosa es el diario literario, como este del que quiero
hablares hoy, Porque olvido, de Álvaro Valverde, publicado en la colección “Perspectivas” de la Editora
Regional de Extremadura, un tipo de diario que, aun compartiendo con el otro,
el personal y apenas transferible, temas, asuntos o preocupaciones, se sabe
desde el principio destinado a lectores menos hipotéticos, y respecto del que
el poeta, ensayista y traductor Antonio Rivero Taravillo ha afirmado no hace
mucho (la cita la rescato de otro diario estupendo del que les hablaré más
adelante) que “un diario que se publica no está hecho para mostrar la vida
privada de su autor, sino las intimidades del lector”, lo que haría de esos
lectores usuarios de los
diarios en el sentido en que Ferlosio considera a los lectores de poesía
usuarios, usufructuarios de los versos.
Para terminar, considero el título de estos diarios, rescatado
un poema de Territorio, el primer libro del autor, enormemente acertado, pues no solo
cifra, en buena medida, la razón de ser de su escritura –“escribo hacia el
pasado porque olvido”, decía aquel famoso verso–, sino de la propia escritura,
de toda escritura, la razón que la hizo necesaria, el hecho de que olvidamos,
de que las palabras, dichas, se las lleva el viento, de que solo scripta manent, y porque uno
tiene la impresión de que los libros, a pesar de tanto avance tecnológico, tan
solo impressi manent –que me
disculpen el latinajo macarrónico–, me parece que es digno de celebrar que
estas prosas, que tanto tiempo llevan dando vueltas por las redes y que
constituyen una parte no menor de un sólido y valioso edificio literario, sean
por fin llevadas, y tan bien llevadas, al papel.
Ahora solo les queda a ustedes disfrutarlas.
Publicado en PlanVE. 25 de junio de 2020.
He llegado. Me acerco
con cautela a la orilla y distingo en las aguas
una suerte de antigua y fugaz transparencia.
Queda al lado un desierto, un lugar retirado
que una puerta franquea preservando el destino
de los hombres que huyen. Una breve vereda
que coronan cipreses nos conduce a la senda
reiterada, a los pasos
que se llegan a Yuste -el otoño dorado
de la hiedra rojiza y el estanque en penumbra-,
al jardín de Abadía -ruinas, mármol, canales,
Lope, acantos y olivos-.
Es difícil saber
sobre qué edificamos
la virtud. Qué lugares
-evocados o vistos- nos contienen.
Paredes,
tapias, huertos, bancales,
muros hechos de piedras
colocadas siguiendo cumplimientos idénticos.
Minuciosos remiten
a un estado de cosas que se pierde.
Enseñanzas
de la edad sometidas
a un complejo sistema en precario equilibrio.
Su presencia anticipa la verdad de la historia.
No es extraño volver, sorprendido, la vista
y caer en la cuenta: somos agua, y aun piedra;
árbol, río, retamas. Somos tierra. Hago mías
las razones de Anteo.
Arrancada a la roca la ruindad de los huertos,
empeñados en darle a las aguas su cauce,
embalsando su fuerza en los largos estíos,
aguardando la nieve transformada en torrente,
afinando en la viga la bondad de los troncos,
observando en las nubes la promesa de lluvia,
¿no cumplirnos un ciclo necesario e idéntico?
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Un poema de Álvaro Valverde que forma parte de El reino oscuro, un libro que consiste en un extenso poema dividido en fragmentos, inspirado en la comarca de Las Hurdes; esta obra recoge la estancia y el recorrido del autor por ese lugar y por esa zona en un sentido más amplio; así, se hace referencia el desierto de Las Batuecas, a Yuste y a Abadía.
Esta composición viene a ser una topografía lírica de un lugar (tanto de elementos naturales como elementos trasformados por obra de humanos) que no deja indiferente, donde el yo poético se siente bien e identificado en su esencia (al punto de recordar a Anteo, al gigante mitológico que renacía y se vivificaba cada vez que entraba en contacto con la tierra).
Un canto a la belleza de un lugar, la poetización de un paisaje y lo que se siente cuando se está en él, una delicia de versos.
Gracias a Álvaro Valverde por su generosidad, por recitar y grabar su propia composición.
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Nota: El vídeo (perdón por mi torpeza), el poema y este texto ya forman parte de la sección "El poema de la semana", del IES "Santiago Apostol" de Almendralejo. Sin el empeño y la perseverancia del profesor Juan Manuel González Vázquez esta colaboración no hubiera sido posible. Gracias.
Carlos Alcorta nació en Torrelavega
en 1959. Es editor (director literario de Calambur), crítico y gestor cultural,
pero, ante todo, poeta. Autor de Condiciones de vida, Cuestiones personales, Trama, Corriente
subterránea, Sutura, Sol de resurrección, Ejes cardinales, Ahora es la noche o Tiempo vivo. También del ensayo literario Casa
sin puertas. Codirigió la colección de
poesía Scriptvm y la
revista Ultramar. Actualmente, coordina
las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y es
corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo. Desde
2012 edita un blog en la dirección
carlosalcorta.wordpress.com.
“El lenguaje fue siempre un fiel aliado”, reconoce. Y
vuelve a apelar a la poesía para enfrentarse a las “catástrofes cotidianas”. Y
para evitar aislarse de los otros: “La distancia es un dulce somnífero”. Nos
aleja de la “desdicha humana”. No abandona, sin embargo, la indagación
introspectiva, pues “bajo las apariencias hay otra realidad”. Ni el asunto de
la muerte: “Nunca estás preparado para recibir a la muerte”. Y añade: “He
pasado muchas noches en vela / recordando a mi padre y los terribles / últimos
días de su vida”. En otro poema leemos: “El temor a la muerte da sentido a la
vida”.
Conviene subrayar que las meditaciones se mezclan con
pasajes descriptivos, de la naturaleza mayormente. Una naturaleza doméstica,
cercana, civilizada, en suma, como la del jardín. Versos que actúan, se podría
decir, de contrapeso. Eso alivia cierta tensión metafísica y acerca al lector a
una vitalidad gratificante. También le permite al autor jugar con metáforas
iluminadoras; de aves, pongo por caso (“El olfato del buitre”). O de árboles. Y
con la presencia del mar, un elemento fundamental de esta poesía escrita por
alguien que ha vivido siempre a sus orillas.
A pesar de lo que afirmo, de esa notable carga
conceptual, si algo no falta aquí son emociones y sentimientos. En este sentido,
la poética de Alcorta se acerca a la de Unamuno, en esa fértil correspondencia
entre el sentir y el pensar.
Ya se explicó que la experiencia iba a sustentar este
andamiaje que al cabo se convierte en una casa. Porque “una cosa son las
palabras y otras los hechos”. De ahí los hospitales, los ancianos, el sillón
ergonómico, el funeral, el asma, la unidad de cuidados intensivos, y, en fin,
todo aquello que sobrepasa el mundo de las ideas para aterrizar en la dura
realidad. La nuestra de cada día. Porque “una madre no es una carmelita”.
Porque “el dolor, si adormece / a la desesperanza, te renueva, si no, te mata”.
Porque “toda muerte es terrible y arbitraria y crea un vacío”.
Evoca Alcorta al padre nadador en uno de los poemas
más logrados del libro, ese en el que leemos (vuelvo a la noción de “casa”): “Me
propuse escribir este poema / como quien construye la casa natural / de
la vida”.
A él se dirige cuando dice: “Padre, nunca seré lo que
tú hubieras / deseado que fuera”. Y: “pero puedo decirte / que desde que fui
padre comprendí / por fin lo que supone ser un buen hijo”.
Vuelve a reafirmarse en la escritura. Una y otra vez.
En un ejercicio que tiene mucho de metapoético. Gracias a ella, confiesa, “has
soportado la sordidez de una vida mediocre y rutinaria”.
En ese uso del lenguaje que oscila entre lo coloquial
y lo trascendente, resulta significativo, a título de ejemplo, la comparación
entre un mes de octubre “especialmente extraño, irrespirable e indigesto” con
un “potaje de garbanzos o una enchilada”.
La anécdota elevada a categoría queda reflejada a la
perfección en el poema “Sincronías” donde narra (hay mucho relato en estos
versos) un antiguo accidente de tráfico en el que destroza el coche de su
padre.
Hice antes alusión al poema final, que lleva el mismo
título que el libro. Cito: “Hacer vida –esa es la intención / con la que he
escrito este libro– es vivir, / no como si hubiera otra vida, sino como si todo
/ lo vivido hasta ahora fuera insuficiente, / es hacer de las lágrimas del
duelo / semillas que fecundan el futuro / porque, con el dolor como aliado, /
la alegría florece con más fuerza”. Y sigue: “Hacer vida es aprender a morir. /
Pasada la aflicción, empieza el equilibrio”. No es mala lección.
Aflicción y equilibrio
Carlos Alcorta
Calambur, Madrid, 2020. 100 páginas.
Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista El Cuaderno.