La poesía de Antonio
Colinas (La Bañeza, 1946), reconocida con premios como el Nacional, el de la
Crítica o el Reina Sofía, se reunió en Obra
poética completa. 1967-2010 (2011). Después, además de algunas antologías, publicó
Canciones para una música silente.
En Memorias del estanque (2016),
un libro que complementa a En los prados sembrados de ojos (donde ya aparecían poemas recogidos aquí), escribía
Colinas: “Es necesaria la evolución para decir cuanto debemos decir, sintiendo
y pensando a la vez. La poesía como vía
de conocimiento”. Así, aunque esta nueva entrega sigue la senda de las
anteriores (en especial de las cinco últimas), siempre fiel al humanismo y a la
búsqueda de la armonía que siempre la ha caracterizado, se aprecian cambios
en una poética asentada y personal como pocas del panorama. Por contraste
quizá: Oriente y Occidente, el origen y la universalidad, la narratividad y el
lirismo, la realidad y el ensoñamiento, la luz y la sombra, la conciencia
(consciente) y lo alucinatorio, el ascenso y el descenso, el cielo (estrellas,
firmamento) y la tierra (isla y piedras: Ibiza y el noroeste castellano y
leonés), etc.
La unidad viene dada no sólo por la voz, sino también por la “realidad
profunda” que intenta mostrarse en consonancia con los versos de Machado: “el
alma del poeta / se orienta hacia el misterio”. Una visión propia de alguien
que contempla el mundo con “ojos de piedad”. Al encuentro de la “expresión
esencial” mediante la soledad, la serenidad y el silencio. “En la oscuridad /
(en mi oscuridad), / veo sin ver / y encuentro / sin buscar”, leemos.
Seis partes (que podrían ser otros tantos libros) componen el volumen. La
primera es una vuelta a los orígenes, a sus raíces. De nuevo remito a “Un
valle, dos valles”, el epílogo de sus Memorias.
Léase “La estrella final”: “¿Por qué te fuiste tan lejos / si la meta final
estaba aquí, / en el lugar del que partiste”. Allí, la infancia: “Solo eres el
niño que fuiste”. Las “ruinas fértiles”. Sitios como el huerto frayluisiano de
La Flecha, Tábara (León Felipe y “la piedra humilde”), la sierra cordobesa de
su adolescencia (y Góngora)... Y otros símbolos: la fuente, los álamos, la
calzada, el río, la casa, el castro, las montañas, el bosque, la encina... Y
maestros: santa Teresa, Azorín y Rubén Darío.
Al Extremo Oriente (uno de sus pilares filosóficos y literarios) dedica los
poemas de la segunda parte. Se sitúan en India, Corea y China. Mezclan lo
reflexivo con anotaciones de un diario de viajes. Homenajea a Tagore, Li Bai o Wang
Mian (en forma de monólogo dramático).
En la tercera, escrita en Formentor e inspirada en los paisajes del pintor
modernista Anglada Camarasa, dialogan dos islas mediterráneas: Mallorca e Ibiza.
Como en el resto del libro, los poemas extensos, discursivos,
llenos de preguntas, meditativos o metafísicos (sin desdeñar lo ensayístico). Versos que
fluyen de una inspiración que adopta a rachas un tono surreal y en los que
afloran palabras compuestas: “luces-lágrimas”, “amor-ciervo”,
esquirlas-rubíes”, etc.
Un epistolario inacabado ocupa la cuarta parte. Pound y Eliot, la romana Villa
Torlonia, una ladera en Toscana, el último naufragio de Shelley, el Tera (su primer
río), el padre y los cuentos de Andersen, canciones para sus hijos (Clara y
Jandro) y María José, su mujer, personal capital en su vida, dedicataria del
libro: “¡Y la inefable infinitud de amar!”
Precisamente la mujer, símbolo coliniano, centra la quinta parte, acaso la
más enigmática. Donde leemos, por cierto, el poema “Un ruego para tiempos de
pandemia”.
“Tres poemas mayores” conforman la sexta. Sus temas: la música (la de su
juventud en Milán), Cervantes (en su noche final) y la “eterna dualidad”: palabra
y silencio, una meditación en Arabí.
Recuerda Colinas que la poesía es un don, pero también “un constante y
firme ejercicio de la voluntad”. De ahí su perseverante “peregrinación” hacia
el “poema sagrado”.
En los prados
sembrados de ojos
Siruela, Madrid, 2020. 162 páginas. 20 €
Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital asturiana El Cuaderno.