El
poeta Rafael
Juárez, que
había nacido en Estepa en agosto de 1956, murió en Madrid en septiembre
de 2019. Sus datos biográficos son escuetos: estudió Filología
Hispánica en Granada, fue librero (su librería se
llamaba Al-Andalus) y editor (responsable del Servicio de Publicaciones de la Diputación de
Granada). Más tarde, secretario del Patronato de la Fundación Francisco Ayala. Estuvo
casado con la escritora Pilar Mañas, con la que tuvo un hijo. Le gustaba recordar
que empezó a escribir poesía en Sevilla, durante la adolescencia, tras leer a
Antonio Machado. Es autor de los libros: Otra casa, Las cosas
naturales, Aulaga, La herida, Lo que vale
una vida y Medio siglo (2011). También de las
antologías Para siempre y Una conversación en la penumbra. A esta
lista hay que añadir este libro póstumo, Todas las despedidas, que, según la nota editorial, escribió y ordenó en
los últimos años de su vida y “se publica tal como su autor lo dejó preparado”.
En una breve poética, Juárez afirmó: “Mi poesía ha
evolucionado desde la oscuridad expresiva y la imprecisión sentimental hacia la
claridad y la búsqueda de lo universal como materia del poema. Quiero escribir
poesía directa, destinada a formar y mantener una emoción que pueda ser
revivida por cada lector”. Y: “los poemas no son textos efímeros, sino que
aspiran a perdurar en su literalidad, a alcanzar la comprensión del lector y a
ser parte de su memoria”. Luego matizó en otra parte: “Los poemas se hacen, o
se deberían hacer, para la perennidad, para la memoria. (…) En efecto, el poema
no es sólo el texto bello que produce deleite, sino un instrumento de entender
la vida y situarse frente al mundo”. Y citaba a Elena Martín Vivaldi (cuyos
poemas antologó): “caminando por el desfiladero de un río de piedra, fui
consciente de la eficaz manera que tiene la poesía de cambiar el mundo:
alojados en nuestra memoria, los versos cambian nuestra percepción de la
realidad”.
Son palabras que cobran un valor especial cuando se leen
ante la definitiva ausencia de su autor. Tan emocionante resulta reseñar un
primer libro como hacerlo de uno póstumo. Más si quien lo concibió era consciente
de ello. Sí, la suya era una muerte anunciada. Basta con leer.
Desde el primer poema (“Todas las despedidas / debieran
ser así”), se impone un aire clásico. Y no sólo por el uso de la métrica y la
rima, casi siempre asonante. Consonante en los sonetos, que ocupan una parte
del libro. Los maestros de Juárez son patrios sobre todo, y muy siglodeoro. Sus afinidades con Antonio
Carvajal, nuestro miglior fabbro, no
da lugar a equívocos, y menos en Granada, la tierra de Soto de Rojas.
Desde el principio también (la primera parte se titula
elocuentemente “Paraíso de paso”), su puntito de ironía y un sutil sentido del
humor, lo que facilita al lector la digestión de asuntos tan graves como la
enfermedad y la muerte. Estamos lejos del patetismo o la conmiseración. “Como
si nunca fueras a volver”, escribe. Y luego: “porque sabes que cuando termine /
se apagarán las luces del teatro”. Las de esa suerte de representación que es
la vida, por seguir con nuestros clásicos.
“Volver” es un poema memorable: “Volver a vivir mi vida /
para vivirla mejor”.
En “El nudo” (el que a uno se le pone en la garganta al
leerlo) dice: “Ya has vivido este instante, / ya has cruzado este puente. /
Pero sólo ahora sabes / que el nudo es para siempre”.
El poeta se recrea en los pequeños placeres. En “Francisco Alegre” escribe: “el tiempo
que te quede / y el tiempo que has pasado / en nada se parecen”.
“En no decirlo” se confiesa: “Piensas que antes que se
pierda / lo salvarás en un libro”. “Ya no escribirás más libros / –o eso
piensas– y en estilo / que pueda entender cualquiera / –comenzando por ti
mismo– / aquel mundo como fue / revivirás siendo niño”.
En “El patio”, tan andaluz (marca indeleble de esta
poesía), la memoria, los recuerdos. “En el hondón del tiempo / qué son sesenta
años”. Y es verdad, se dice el lector que ya los ha cumplido.
“Autorretratos” se titula la segunda parte. Siete poemas
con la misma estructura: dos estrofas de cuatro versos cada una. Anoto algunos
versos: “Merece el mundo ser vivido, / aunque sea en sombras, aunque sea /
sobreviviéndote a ti mismo”. “Cada uno se muere por su lado”. “¿Todo está bien?
Todo está bien / y a veces lloro, sin embargo”. “Pasa la vida como un bólido”.
“Hablar de todo y nada, o sea, / hablar, hablar y hablar sin vernos”. “Oscura
voz de sus secretos” (en la muerte de Leonard Cohen). “Comienza pronto a
despedirte, / alarga el tiempo del adiós”. “Todo en el cuerpo se deforma”.
En “El lápiz verde”, la tercera parte, unas palabras
tomadas de un verso de Blas de Otero (al que homenajea en “Una fotografía de
1976”), la lluvia, las hojas, la nieve, la imprenta sevillana de San Eloy…
“Piensas en la enfermera / que antes de anestesiarte / te dio un beso en la
frente”. “Quizás no vuelvas nunca / a leer lo que marcas / (sólo tu lápiz es
verde)”. “De la vida a la muerte”, dice, que bien podría haber sido el título
de esta reseña.
“Las lecciones del río”, la cuarta parte, está compuesta
por once soleás (o así), que a uno se le antojan muy machadianas, y un poema
final, el “XII”, de cuatro versos. La primera reza: “Vuelvo del campo; /
mientras más solo, / más me acompaño”. “Tu casa es una ventana”, dice en otra.
Allí, un almendro, las macetas, el otoño y el invierno, los jazmines…
“Según se ve desde el puente / el agua pasa despacio, /
pero pasa para siempre”, que no deja de ser un precioso homenaje a Heráclito.
En un momento dado, menciona a Juan Ramón. “Ánimo antiguo
/ no me abandones”, dice como rezando.
“La espera”, quinta parte del conjunto, se abre con “Al
ordenar los libros”: “Entre imaginaciones van los días / pasando y queda en las
estanterías / la ilusión de una vida recobrada”. Termina: “Los años y los
libros que he vivido / ordeno y desordeno descreído, / cansadas ya la vista y
la mirada”. Vienen después otros once sonetos. Y más versos dignos de ser
subrayados. “Más viejos que las sombras, sin sombrero / ni estirpe, ya no
esperan de la nada / ni una mano caída de la muerte” (“1908”). “Tenía que vivir
y que dar vida / y he vivido y mi vida se ha doblado” (“Aulaga”, como se titula,
por cierto, como uno de sus libros más reconocidos). “Sólo tiene pasado lo que
tengo” y “Me sostiene la agotada / memoria y el futuro que me espera / ya está
vivido” (“La gente abandonada”). “Cada noche la muerte me amenaza” y “Sólo la
muerte es pura y verdadera” (“La casa de mi abuela”). “Ya se escora / hacia el
puerto cerrado mi memoria” (“Puerto cerrado”). Y en el mismo poema (con un
guiño quevediano): “No diré pero ni aunque, ni lamentos. / Así está bien:
vida y final van juntos. / Hasta la muerte propia todo es vida”.
Ya se ve que la emoción es un componente esencial de este
libro. Los sentimientos. Lo que no obsta para que el pensamiento, guiado por el
lenguaje, cobre su generosa porción de protagonismo. Por eso todo está dicho en
un tono menor, nada afectado, confidencial e íntimo.
Después, la mariposa (esa lamparilla que su padre
encendía cada noche), el membrillo (“¿Qué fue de tanta vida emocionada?”), la
lentitud (“Se adquiere lentamente y por sorpresa”) o un soneto “por Lorca” que
lo es del amor en claro.
La última parte, “La muerte blanca”, se abre con una cita
de Quevedo (“el blanco día”). Gira en torno a las pérdidas. La de su madre y la
de su padre, ante todo.
Encontramos en esta sección poemas fundamentales del
libro, como “El espejo de mi madre” (una voz que necesita y a la que, al tiempo, teme), “Ante la
muerte” (que dedica a Carvajal y donde leemos: “tu muerte me ha empujado ante
la muerte”), “El último patio” (con homenaje incluido a Cuba y a Eliseo Diego,
de quien tomó el título de una de sus antologías poéticas), “En la muerte de A.
V.” (un título que a uno le da cierto
repelús, pero cuya estrofa final es preciosa: “Si al lavarte las manos otras
manos / enjabonan las tuyas y las mueven /convirtiendo en espuma la memoria, / antes
de que te aclaren y te sequen, /pide en silencio un beso: / es tu madre, que
vuelve”), “La última pisada” (“Ya te vas para siempre, padre mío”), “Premonición”,
“Sábado” (un hermoso poema de amor) o “Envío”.
“Final” cierra este libro y mucho más: la escritura de
Juárez, tan discreta, en el mejor sentido, como él, un poeta digno de tal
nombre, uno de esos que acaso se diluyen por el extenso territorio de nuestra
periferia; eso suponiendo que la poesía pueda vivir en otro sitio.
Un final que en realidad no lo es. A los hechos me remito.
“No se termina el libro de la muerte”.
Todas las
despedidas
Rafael Juárez
Pre-Textos, Valencia, 2020. 96 páginas.
Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno.