Francisco León (Tenerife, 1970) forma parte de cierta poesía
canaria que “se ha separado de la tradición poética mayoritaria en el ámbito
nacional y pasado a formar parte de un espacio de excepción”. Lo afirma
Alejandro Krawietz, compañero de generación de aquél y de otros poetas cuyos libros
uno ha reseñado recientemente en El
Cuaderno, como Melchor López o Isidro Hernández. Aunque antes y ahora la
poesía española es mucho más que “poesía de la experiencia”, no cabe duda de la
excepcionalidad de la obra de León en
el panorama poético nacional que, insisto, es plural sin remedio, al menos para
quienes leen sin prejuicios ni anteojeras.
En la de León priman la exigencia y el rigor. Por eso
necesita lectores valientes.
Fue fundador y codirector de la revista Paradiso, germen de un grupo del que fue mentor y maestro un poeta
fundamental a la hora de subrayar la supuesta singularidad lírica canaria:
Andrés Sánchez Robayna. Tras licenciarse en Filología en la Universidad de La
Laguna, León dirigió también las revistas Can Mayor, Vulcane
y Piedra y Cielo. Mantiene desde años un blog.
Narrador (ha publicado la novela Carta para una señorita griega, los libros de relatos Instante en Lucio Fontana y Reptil con piel de jade, así
como el diario Ábaco) y ensayista (Oculto oficio), es autor de los libros de poemas Cartografía, Tiempo entero,
Terraria, Dos mundos, Aspectos de una
revelación y Heracles loco y otros
poemas, agrupados en Tiempo entero.
Poesía reunida, 1999-2016 (2019).
A la hora de leer su poesía
conviene tener en cuenta que el poeta ha asegurado que no le gustan los
“caminos generales”. Afirma que “la potencia imaginaria de la poesía es aquello
que desplaza nuestro pensamiento (y por tanto nuestra experiencia) hacia zonas
de reflexión y conocimiento nuevos, de visión y de lenguaje e inéditos, hacia
zonas misteriosas, por decirlo así”. Se trataría de “bajar al fondo imaginario
de esas experiencias, recuerdos o ficciones y enunciarlos desde allí, desde su
metamorfosis”.
No cree en la “poesía de
evasión” y está en contra, sí, de “la impugnación española de la imaginación (y
con ella, la impugnación de la poesía como exploración metafísica)”. Y cita a
Jordi Doce (que firma uno de los textos de la contracubierta): “No basta con
vivir; hay que hacerse cargo de esta vivir nuestro con un esfuerzo
imaginativo”. No hay realidad sin imaginación. De ahí que le guste la
resistencia exigente del poema y no la tentadora facilidad. Pero esto no es
mera teoría. Quien se enfrente a La función de la magia en el mundo debe ser consciente del reto que eso
supone. Doy fe. Ayuda saber, lo confiesa en la nota final, que son poemas
“compuestos en torno a la desaparición del padre”, que “dan cuenta del reino de
la serpiente, como diría Joseph Campbell, a veces sombrío y a veces luminoso”,
y que, en fin, estos versos están impregnados “por la sombra corrosiva de la
enfermedad, luego la muerte y finalmente la ausencia”. Que son poemas-misiva.
Al padre y a algunos amigos (como el citado Doce o el también mencionado López,
firmante del otro texto de la contracubierta, dedicatario de “Carta al
nigromante”). Y a él mismo, primer lector de sus versos. En este sentido, estaríamos
ante un libro dialogado o, por decirlo de otro modo, con una marcada dimensión
dialógica.
El tono de los poemas, no hace falta decirlo, es meditativo.
A rachas filosófico y hasta metafísico. Estamos ante poemas discursivos que
exigen, para el desarrollo de un determinado pensamiento, cierta extensión. No
por ello son secos o monótonos. El ritmo está muy presente en esta escritura (léase
“A tu sombra, bebiendo café”) que usa el encabalgamiento con maestría.
El libro se abre con esta cita de Malinowski: «La función de
la magia consiste en ritualizar el optimismo del hombre, en acrecentar su fe en
la victoria de la esperanza sobre el miedo. La magia expresa el mayor valor
que, frente a la duda, confiere el hombre a la confianza, a la resolución
frente a la vacilación, al optimismo frente al pesimismo». Consta de tres
partes donde la segunda, “Judea”, está formada por un puñado de poemas en
prosa.
Empieza con “Un paseo”. Con el padre, claro.
Para resaltar el carácter meditativo, “Meditación a las tres
de la tarde”.
Pronto notamos la fuerza del lenguaje, su potencia, lograda
a través de un vocabulario escogido y preciso que se sostiene por su riqueza y
variedad sin llegar por ello al barroquismo. Menos es más.
Al fondo, lo anota López, “la conciencia extrema de asistir
al final de una era, o de un mundo, de toda una Cultura, de ahí el profundo melos melancólico que signa su poesía.
El mito, en sus versiones más irracionales, más enigmáticas, parece aflorar
entonces en sus palabras atravesadas por el rayo de las más poderosas visiones
como respuesta particular a ese sentimiento de inevitable raíz elegíaca”. “Hemos
llegado al fin de nuestra era”, leemos. Y: “Nuestro vergel ficticio es una
aldea / de cigarras quemadas a las tres de la tarde”.
Qué hermoso el poema amoroso “Noche en G.”
Estamos en medio del siroco, la calima y “la plenitud de un
mar de luz que te subyuga”.
“¿Hacia dónde caminas?”, se pregunta. “Sólo soñar es
salvación”, escribe. Y: “En esto pienso: / en los poemas, muertos como
cigarras, en el destino”. O: “Nos arrincona el mundo”.
“Carta a un amigo sobre el final del tiempo” es el título de
otro poema paradigmático.
Y de nuevo las preguntas: “¿Existimos para alguien en el
mundo?”. Y responde: “Semiexistimos, y eso es todo”.
En el poema que da título a la obra, leemos: “¿acaso era
otra cosa la función temible / de la magia en el mundo, soñar, frente a la
llama, / lo que es real, los rostros penosos de los muertos, / crear con un
hechizo nuestro precario mundo, / no era eso, aunque fuera con eruditas
lágrimas”.
De las prosas destacaría “Visita del abuelo”, “el padre de
mi padre, el muchacho de rizos que huelen a tabaco”.
En la última sección, “hacia la edad perpetua de un poema”,
“en el tiempo infinito y laborioso del poema”, escribe: “Recuérdate a ti mismo
/ que todavía existes”.
Muy sugerente me parece “Al pintor Stipo Pranyko”, “el
místico blanco de Lanzarote”, más si tenemos en cuenta (otro rasgo común de la
poesía canaria) la faceta artística (o plástica) de León. Allí habla de la
“desolación de la memoria”, de la vergüenza por no comprender “la belleza tan
simple / de la cuchara rota”.
La infancia está presente “En las viñas”. Y la naturaleza. Como
lo estaba, pongo por caso, “En el valle”, un poema de la primera parte.
Cabe precisar la importancia del paisaje en esta poesía
(otra característica isleña). ¡Cómo sustraerse a esa belleza! Cualquiera que
haya visitado el archipiélago lo sabe, y los que no también. Vinculado al
Romanticismo alemán, León opina que no es casual que en sus versos “asomen
ciertos elementos de interpretación del paisaje” usados por los románticos.
Ahí, “lo sublime”. Un “enfoque metafísico del paisaje”. “Una ensoñación
trascendental de la naturaleza” que va “de lo visible a lo metafísico, de lo
real a lo existencial”. La misma “predisposición paisajística” que se da en
Quesada y Padorno, en Martinón o Robayna, además de en sus coetáneos compañeros
de viaje. Algo, por cierto, que no le impide viajar hasta Roma. Por no evocar
la presencia de Grecia en su poesía.
Jordi Doce ha dicho que la poesía de Francisco León “es un
canto entusiasta de las maravillas del mundo, un himno febril que celebra la
fuerza magmática de la creación. El entusiasmo de nuestro poeta es el de los
antiguos griegos, para quienes esta palabra significaba «tener un dios dentro
de sí». Así la magia de la fuerza imaginativa. Y así esta escritura: recorrida
por la admiración, admirable ella misma, capaz de moldear el mundo a su imagen
y semejanza y celebrarlo con palabras que nos interpelan y nos iluminan. Como
el álamo de Juan Ramón Jiménez, uno de sus maestros, cada poema de Francisco
León «termina bien en sí mismo»”. Y Melchor López que “es un monstruo lleno de ojos:
mira, lo ve todo, lo imagina con los ojos encendidos en lo oscuro (una cueva
musgosa o un laberinto tallado), lo transmuta todo entonces en palabra
creadora, tiene fiebre y escribe”. ¿Qué puede uno añadir? Que para lo consabido
ya están otros.
Francisco León
Ars Poética, Oviedo, 2020. 92 páginas. 12,00 €