Aunque Carmen
Hernández Zurbano nació en Salamanca (1976), su infancia fue extremeña. Verata
y placentina. En la actualidad, su casa está en Cáceres.
Es médico
pediatra, antropóloga y ha estudiado Teoría de la Literatura en Argentina,
México y Brasil. Sí, es una mujer inquieta y viajera.
Se dio
a conocer como poeta en 2011 con Géiser, un libro que publicó la
Editora Regional de Extremadura, especialista en descubrir nuevas voces. Le
siguieron La felicidad lingüística (De la Luna Libros, colección Luna de
Poniente, Mérida, 2013), ¿eres okupa? (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2013,
Premio de Poesía El Buscón) y Trucha
vagabunda (Le Tour 1987, Mérida, 2016).
La
editorial chilena Ril publica ahora Esa flor parece un pájaro. Es un libro, lo diré pronto, sorprendente.
Como todo lo de Zurbano, respira frescura y naturalidad. No hay rebuscamiento
ni falsa retórica. Da gusto leerlo.
Aludí
antes a su niñez. Nos explica que se crió en el precioso pueblo de Guijo de
Santa Bárbara, de la comarca altoextremeña de La Vera, al pie de la Sierra de
Tormantos, en las estribaciones de Gredos, de donde baja la Garganta Jaranda.
Ese lugar está muy presente en el libro. Puede que conocer esos paisajes ayude
al lector a sacarle aún más partido a los poemas sin título que lo componen,
aunque no sea imprescindible. En la solapa se explica que son fruto de un
regreso temporal a ese sitio. “A multitud de memorias y sensaciones ligadas al
lugar”, precisa.
Pocas
veces ve uno tan claro que Torga tenía razón: que lo verdaderamente universal
parte de lo local. Y que una cosmopolita sin fronteras como Zurbano no le hace
ascos a sus orígenes ni a lo rural, por desprestigiado que esté para los modelnos. Y no será porque ella no lo sea. Moderna,
digo. Es ley de vida. Ni puede ni quiere evitarlo. Su modernidad no está en los
motivos, sino en el lenguaje. El de Zurbano juega con la sintaxis y la
tipografía. Siempre en pos, o eso nos parece, del ritmo, de la música
perseguida. Son poemas, sí, que se sostienen en voz alta.
Lenguaje
que juega también con las palabras. Quiero decir con términos de la flora y la
fauna que no pocas veces se nombran por el gusto de ser pronunciados. Retahílas
de palabras enumeradas que, por el mero hecho de existir, evocan tiempos
pasados, miedos ancestrales, fiestas estacionales o religiosas (como el
Miércoles de Ceniza o el Día del Corpus), ritos celebratorios en el vasto templo
de la Naturaleza. Y dice: hiedra, rosa, ortiga, geranio o hierba de las
praderas. Y “manzanilla poleo menta orégano”. Y “jaras, cantuesos, madroños, /
brezos, durillos, retamas”. Se aprecia muy bien en el poema “Acebo menor
achibarba”.
Voces científicas
que convocan también el misterio, como “prodigiosina” (“pigmento / rojo en el
pan / segregado / por una bacteria”) y “fernandezias” (un tipo de orquídeas).
Y hay
moreras y hogueras, tías (las mujeres de los pueblos todas lo son –o lo eran–,
como los hombres tíos) y conjuros. Y “truchas junto a nuestras piernas”. Y
luciérnagas y periquitos (dondiegos de noche) que desprenden su perfume por aquellos valles al
caer el sol. Y ya que hablo de ello, los olores (a pino, a leña) y el vistoso
cielo nocturno (la luna, las estrellas, los eclipses…) son una constante de
esta larga evocación con tintes románticos (en su más genuino sentido).
Porque
es médica, son frecuentes las referencias a remedios naturales y caseros.
Porque es antropóloga, a costumbres (los quintos), bailes, trajes folclóricos (“los
zapatos bordados y el mandil florido”), dulces, canciones y otras lindezas del
perdido (o casi) mundo rural; más en un pueblo con firmes tradiciones. Lo
popular es aquí un tono, como “granos de graná”.
No
faltan los árboles, como el roble o el cerezo. Ni la nieve (“Salimos” es un
poema precioso). Tampoco el verano. Ni las amigas, asociadas al agua, como las
lavanderas. Ni encinas y bellotas. Ni siquiera las cabras, tan abundantes en
esas montañas donde siempre han pastoreado tratables cabreros que ignoran las ofensas
de poetas contemporáneos como Cernuda o Gil de Biedma. Y del ocurrente Umbral,
que llegó a decir que Extremadura era como la luna, pero con cabras.
Estuve
tentado de titular esta nota “Sentido y sensibilidad”, por todo en general y
por casos particulares como el poema que comienza “Una chica tiene su primera
menstruación”.
Porque,
como escribe, la vida es “igual, en todos los lugares de la tierra”, de pronto Zurbano
menciona la India, China o los polos sin que nada se altere.
El
libro está dedicado a su madre (“que era todas las flores y todos los pájaros”)
y el emocionante poema “Lo llevaba”, sobre uno de sus vestidos, no puede
cantarla mejor. Allí leemos: “Lo llevaba / estando
embarazada / de mí // en la mañana helada cerca del lavadero”.
Y: “madre,
desde su pueblo, emigró a la ciudad para estudiar / padre,
desde su pueblo, emigró a la ciudad para estudiar”.
Otro poema
logrado es el final, “El huerto está lleno de pimientos”, donde la melancolía
vence definitivamente a la nostalgia y el deseo se pide en silencio.
En la
línea de poetas extremeñas como Pureza Canelo, Ada Salas o Irene Sánchez Carrón
–cada una con su poética y en su
respectiva generación de edad–, Carmen Hernández Zurbano demuestra con este
libro su capacidad para trasladar al verso una verdad que nos parece
invulnerable. Poesía que “me mira / con ojos como pozos”. Poesía en estado de
gracia.
Esa flor parece un pájaro
Carmen
Hernández Zurbano
Ril
Editores. Ærea |carménère. Barcelona, 2021. 64 páginas.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO