14.3.21

En sílabas contadas


La mala conciencia
Mario Vega
Hiperión, Madrid, 2019. 64 páginas. 

En la plaquette Dudoso silencio (Colección Heracles y Nosotros, 2019), Mario Vega (Oviedo, 1992) anunciaba este libro, premio ‘València Nova’ por decisión de un jurado compuesto, entre otros, por Marta López Vilar, Constantino Molina, Jesús Munárriz y Jenaro Talens. Antes había publicado Al umbral de las horas (Valparaíso, 2016).
Como su paisano Rodrigo Olay, otro poeta representativo del excelente momento de la poesía en Asturias, colabora en la revista Anáfora, referencia ineludible de la poesía española actual, es editor de Maremagnum y, subsiguientemente, uno de los poetas del círculo literario que José Luis García Martín mantiene en Oviedo. En el escatológico  ”Homenaje”, poema del libro que vamos a comentar, se dirige en una nota al crítico.
La poética de Vega no difiere de la de la mayor parte de ese grupo en constante renovación: realismo, línea clara, tono conversacional. Con no ser epígonos, siguen siendo “figurativos”. O, si se prefiere, mantienen modelos experienciales y maestros semejantes a los de muchos poetas de los ochenta, algunos de estos convertidos ahora en mentores. En el mencionado “Homenaje” (que empieza: “Hoy vengo a hablar de los maestros”) cita a Miguel D'Ors o a Lorca, y afirma: “somos los biznietos de Machado, / me refiero a Manuel”. Pero aquí, por encima de todos, se intuye la poderosa figura de Jaime Gil de Biedma. Diría que este libro es una suerte de diálogo, más allá de la muerte, con el poeta barcelonés que consiguió convertirse en poema. Se aprecia entre versos con la debida sutileza.
El libro consta de dos partes: “El sueño del recuerdo” y “La mala conciencia”.
El sentido de culpa –esa infeliz invención religiosa– vertebra la obra. En el primer verso leemos: “Pido perdón”. Y “pido / permiso al futuro / para no bajar nunca la mirada / y hacer de mi palabra testimonio / de aquello que es real”.
“Al fin me reconozco”, escribe, lo que le da pie a construir, desde la primera madurez, el relato en cuestión. Porque aunque “la vida no se escribe en un poema”, “la vida ocurre aquí / igual que ya ha ocurrido”. En los veranos, que tan bien se recuerdan, donde aquélla “era tan solo / el calor y una casa junto al mar”. Porque “el mundo es perfecto / en un lugar del mundo”. Y lo es gracias al amor, a los amigos (“Mis amigos poetas / tienen más versos que autoestima”, afirma irónico) y a la poesía (“un consuelo pequeño”). Porque todo es “cada vez más mentira, / cada vez más recuerdo”. Sí, Vega vive “en sílabas contadas”. “Para conocer la realidad”. 
Lo autobiográfico, esa inseparable relación de vida y obra, alienta en el poema “En un lugar del sueño”, que se abre con el famoso verso de Jorge Guillén: “El mundo está bien hecho”. “Nací con la verdad en la palabra / y el error en mis actos, reprobado / sólo por compasión”, leemos allí, y: “Porque vivir aquó o imaginarlo / se vuelven ya lo mismo”.
Como en la poesía del autor de Las personas del verbo, esa mala conciencia lo es también de clase, digamos: “Nosotros no perdimos el Edén / ni vimos el abismo”, por más que se sienta concernido por el drama, pongo por caso, de los inmigrantes (“Epitafio anónimo”, un poema seco, certero, cortante, sin sentimentalismo) y del de los “desheredados”.
Por medio, Penélope y el Jedi (que termina: “Tu único legado es el fracaso”). Y la muerte, si bien al entrar “en su austero palacio”, “Nada de esto resulta conocido”.
“Nunca aprendí a ser joven”, dice, en clara alusión al autor de Moralidades. “Callo y escribo / por mi mala conciencia”, concluye.

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 22 de la revista Anáfora.