Luis Landero (Alburquerque 1948), reconocido desde su
primera, asombrosa y galardonada novela, Juegos
de la edad tardía, (1989) cuyo atractivo aumenta con los años, es hoy uno
de nuestros grandes novelistas.
No obstante, más allá de los numerosos y merecidos premios recibidos por el escritor en las tres décadas largas de carrera literaria -el último de relevancia es el Nacional de las Letras del 2022- nos importa destacar la calidad y el encanto de su prosa musical de raigambre clásica, tan culta como popular, así como la pericia narrativa, fruto en gran medida de la tradición oral con la que se deleitó y aprendió de niño: los cuentos de la abuela tantas veces rememorados con gratitud por Landero, dueño y señor de un mundo propio, imaginativo, sugerente, hondo y cercano a la vez, simbólico y muy humano, virtudes de difícil harmonización si no fuera por el humor, en especial el arte de la parodia, el ingenio y la renuencia a la solemnidad, aspectos que maneja con soltura y maestría.
Pues bien, la novela que presentamos, La última función -dividida en Primer acto y Segundo acto- sintetiza como ninguna otra de sus obras todo ese universo landeriano tan fulgurante como melancólico, habitado por caracteres desiderativos, seres de corazón y de voluntad soñadora antes que de razón y espíritu práctico, que se enardecen y consagran su ánimo entero sin miramientos en pro de una ilusión que justifique su lugar en el mundo y encauce su “afán”, aquello por lo que preguntó el niño al abuelo que tanto repetía esa palabra en Juegos de la edad tardía:
“El afán es el deseo de
ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso
produce. Eso es el afán”, (p.48, 1ªedición) -respondió el abuelo.
Estamos, sin
duda, ante una novela con los ingredientes genuinos de la obra de Luis Landero,
llevados a su fórmula más esencial: personajes -protagonistas y secundarios-
bien tallados y carismáticos a su manera, con un fondo de pureza inocente,
intuitivos, fabuladores y más dados a la fantasía que a la erudición. Así,
Tito, el protagonista masculino, o Paula, con su azacaneo desasosegante, quien
no quiere desprenderse por completo de la infancia, época en la que conoció la
felicidad, mujer llena de fragilidades e inquietudes que nos resultan muy
familiares, cuya alegría y asombro durante el amor adolescente se trocaron en
temor al llegar a la madurez.
Tampoco faltan referencias autobiográficas (emigración del campo a la ciudad a finales de los cincuenta y la nostalgia por lo que se pierde, p.157), ni la agudeza de algún personaje para detectar aspectos de gran simplicidad en los vocablos, que pasan de brillantes a cómicos, según se mire: “las dos vertientes del problema”, que comenta incisivo Tito (pp.49-50).
En cuanto al estilo, sobresale la grata fluidez de la lengua con trimembraciones rítmicas, (“insinuante, lúbrica, mimosa”, p.120),(“variopinta, devota y jovial”, p.155) y momentos en los que se adensa en “bodegones” o enumeraciones lopescas. A causa de la devoción de Tito por Lorca, dice el narrador: “Por su mente pululaban a todas horas el fragor de las fraguas, las lunas sangrientas, los tricornios, los jinetes solitarios y trágicos, el agua que corre o se estanca, la hondura siniestra de los pozos, el mortal brillo del acero”.
Infunden color y calidez a la prosa ciertas derivaciones neológicas como “hierbatos”,(p.130) o “cantiñeaba”, (p.85) o bien el portuguesismo “bicheando”, (p.96), y remansan el ritmo de la narración los símiles de gran belleza y expresividad, …”se observaron y vigilaron en silencio y en completa quietud, con una mezcla de recelo y de asombro, midiéndose con la mirada, como dos animales en el claro de un bosque”,(p.34); “Se envolvió en el abrigo, ciñéndoselo amorosamente, como si se abrazara a sí misma”, (p.183); “Torció un poco la cabeza como los perros que hacen por entender”, (p.83); “Escuchaba absorta, como un niño embelesado con un cuento”, (p.185).
Son notables, asimismo, el gusto por la hipérbole (virtudes de la voz de Tito, p.24) y el dominio de la técnica del contraste. Así, la locuacidad de Tito frente al temple taciturno y remiso de Fonseca.
Se inicia la novela con una escena que evoca la primera secuencia de un clásico del cine del Oeste: un hombre, aparentemente forastero, entra en el bar de un pueblo mortecino. Nos lo cuenta un narrador interno, testigo de los hechos, voz de voces, confidente de los personajes, a los que con frecuencia deja hablar en primera persona, y cómplice del lector.
Brevemente, tal
como hacían los contadores orales ante su público, menciona a los dos
protagonistas, Tito y Paula, -“figuras”, dice él-, acota el tiempo narrativo de
la historia y anuncia el desvanecimiento y abandono del pueblo, en suma, una
ajustada composición de lugar con el objeto de centrar la atención de quien
está a la escucha. Ahora bien, si lo de Tito es la llegada al pueblo, en el
caso de Paula, por motivos de fuste que descubrirá el lector, el narrador nos
hablará de “aparición”.
Con técnicas anticipatorias de esta guisa actuaban los viejos aedos, bardos rapsodas y demás troveros. Porque la novela, por decirlo así, transcribe un cuento contado en voz alta a un público que incluye al lector, a cada lector.
Por tal motivo, son notables los procedimientos de repetición, tan útiles para que el oyente no pierda el hilo: anáforas: “Vio.., Vio”… (con ecos del juglar de Mío Cid, p.31) o la serie de “serían”, “sería” y “sin”, donde a la anáfora doble se suma la aliteración múltiple de la silbante; paronomasias: …”perderlas ni perderlo”, (p.35); “aparador aparatoso”, (p.184) ID; anadiplosis: …”cuando conoció a Blas. Blas es el hombre más raro”…(p.76).
Sugiero, por ello, si me lo permiten, que quien se disponga a leer La última función se convierta en uno más entre la gente atenta al relato de unos narradores de turno. Porque esta historia se oye y debe escucharse atentamente primero. Después pide una lectura reposada. O quizá a la inversa, por qué no.
De igual modo, el lector ha de andar ojo avizor y no pasar por alto escenas propias del mejor cine expresionista, aquel que con un par de imágenes percutientes nos plasma una atmósfera.
Yendo Paula-Claudia en la moto con Fonseca, camino de San Albín, ve pasar por delante un animal raudo, luego un ave le roza la cabeza, y luego irrumpe un perro en desbandada. Perpleja por el entorno cimarrón en que se ve súbitamente inmersa, pregunta a Fonseca qué ha sido eso, y él responde sin inmutarse:“ Un caballo salvaje…Un búho….Algún perro sin amo” (p.39).
En Tito, Landero erige un personaje sustentador de toda la trama, fascinante, legendario y a la vez próximo, apabullado y rebelde frente a los designios paternos, de antaño y de ahora, marcado por el don de una voz excepcional, que, como la fuerza en el mito de Hércules, se aprecia desde la cuna, aunque ya por entonces alguien ducho en supersticiones vaticina cómo el prodigio comporta una cara contradictoria y maligna, una cierta “tara” o “anomalía”.
La paradoja, la contradicción y la faz en claroscuro son notas que revelan la riqueza y complejidad de los rasgos, los dones y los estados humanos en la visión del escritor extremeño, desprovista de esquemas, simplificaciones y recursos de remediavagos de cualquier índole.
Si la voz de Tito es una presea y a la vez una condena, la rutina de la vida cotidiana aporta “paz” y orden a la par que “desdicha” y a la larga “destrucción” (p.115), y, de igual modo, Paula experimenta un “impulso” ambivalente de “miedo” con “esperanza” (p.181).
Tito no sabe cantar. En ocasiones, lo desaforado de su brío vocal ahuyenta a las mujeres y le impide trabajar en doblaje al no haber personaje para tamaña voz. En la universidad se ríen de él cuando lee textos jurídicos. Aun así, merced al hechizo de su persona, su insobornable vocación de artista, poeta y recitador de gran personalidad, y su innegable magnetismo, seduce al pueblo entero, que, enfervorecido, se suma al proyecto salvador de la recuperación y representación teatral del viejo misterio de la Niña Rosalba.
Un corte de la matería narrativa al bies mostraría la combinación de varias perspectivas y modos que se imbrican y entretejen con suma finura: lirismo: Paula-Claudia, en duermevela, divisa desde el tren una cruz de piedra con una guirnalda y una mujer de luto, compungida, junto a ella (p.31); filosofía de la vida: el sueño posee un poder revelador de realidades inadvertidas en la vigilia (p.32), o bien, otro ejemplo: abrigar la esperanza siempre es preferible que recostarse en la inercia y vivir sin ilusión (p.84); relato tradicional: “el faro de la moto iluminaba a fogonazos los caminos y sus contornos, y aquí y allá aparecían de pronto unas rocas, un árbol con ceño y garras de monstruo que amenazaba con lanzarse sobre los viajeros” (p.36); lances propios del teatro del absurdo con profundas reminiscencias pirandellianas, como la conversación entre Claudia y Fonseca camino de San Albín y en el propio pueblo, con una frase memorable: “Usted es la que es”, (p.35) o “Fíjese, si estuviese soñando, usted no existiría en la realidad”, (p.169); lo grotesco de raigambre goliardesca en el episodio de la comilona libidinosa de Tito y Amalia, (pp.119-20), trasunto del comentario del Corbacho sobre lo bien que se llevan gula y lujuria; una fina y piadosa crítica al oportunismo de ciertos gestores de nuestros días que lo fían todo al turismo, Tito pensó por un momento en modernizar la representación colectiva de la leyenda medieval de la Niña Rosalba, trocando a la virgen en cooperante o en activista sindical (p.176); ágiles golpes de humor inesperado: “las psicofonías de los desagües” (p.108) o lo que le aconteció al quejumbroso por antonomasia, Andrés Cruz, cuando sus padres compraron un mueble bar con librería: “Pues bien, mi hermana salió alcohólica, y yo salí lector” (p.148).
En consonancia con el título, que evoca el final, un final, con todas las connotaciones que tal voz suscita, la novela que nos entrega Luis Landero condensa el vitalismo melancólico antinihilista, constitutivo de su fondo sentimental, la quintaesencia de su mundo literario: humor, euforia, tristeza, entusiasmo, voluntad, decepción de la que, salvo en Aurora, protagonista de la tragedia moderna Lluvia fina, no se sigue la desesperación sino el consuelo y “la gloria” de haberlo intentado. El talante de Tito, pese a todo, tiene más del ave fénix que de un sísifo.
El “afán”, antes mencionado, queda en La última función debidamente explícito y aun documentado, en especial en las trayectorias de Tito y Paula, pero también en la pragmática vida del ceñudo padre de Tito, horro de sensibilidad artística, sin que desmerezcan las semblanzas de dos personajes con nombres parlantes, el primero es Ángel Cuervo, el maestro, lector devoto de las vidas ejemplares, que anda a la procura del alumno genial y al fin tiene la fortuna de conocer a Tito, y a partir de ese momento se realiza y se centra con denuedo en descubrir y fomentar las dotes actorales y oratorias sin igual de su discípulo. Y Andrés Cruz, el personaje paródico por excelencia, el colmo de los colmos del pesimismo, hilarante a despecho de sus negrísimos augurios, o bien Blas, el triste marido de Paula, y su cuento de la lechera.
Otros dos caracteres tienen un papel secundario y solvente. El primero es el melancólico Galindo, instrumentista y director de orquesta, y el segundo el animoso Rufete, de nombre galdosiano, electricista, manitas y responsable de los efectos especiales. Ambos completan la compañía artística del poeta, escenógrafo y rapsoda Tito Gil.
Y, como tantas veces en Landero, en esta novela encontramos escritores: uno con talento, Tito, otro con vocación dubitativa, Quinito, y otro oculto, Leandro Lobato.
En el reparto hay, además, un personaje femenino discreto y por descubrir, Margarita, la secretaria de Tito, y una mujer práctica y resolutiva, doña Lourdes la mesonera, que se pone a lo que se tercie y haya que hacer en tanto que los varones brujulean y divagan a su alrededor, situación que Landero nos ha referido con un toque de ironía jocosa más de una vez tanto en la ficción como en sus libros de raigambre autobiográfica.
Luis Landero ha escrito su novela más filosófica, diáfana y minimalista, sin dejar de ser por encima de todo una obra de arte y un producto literario donde las partes y el todo brillan por igual y alcanzan la excelencia estética. Al mismo tiempo, por la gracia de la escritura y los diversos estratos formales y de sentido que amalgama, la historia deviene seguramente asequible para una mayoría de los lectores.
En La última función surge, remozada, la mejor tradición: el entusiasmo y el esfuerzo infructuoso del héroe cervantino por antonomasia; Calderón con su Gran teatro del mundo; Larra en el lamento del libro que nace en España (p.100); Schopenhauer, (“La vida es un negocio que no cubre gastos”, p.220); Ortega y Gasset en la apuesta, a pesar de los pesares, por una vida en tensión, como el arquero, (“Eso era lo peor: vivir sin ganas, sin tensión, aflojarse, acurrucarse en el tiempo y dejarse mecer por la rutina de los días”, p.56); la sensibilidad compasiva de Dostoievski para con los desvalidos (escena del joven que en el cementerio pide unas flores fiadas y promete una recompensa sin límites cuando le sea posible, p.83); Borges, (“La historia de Tito era la historia de su voz”, p.23), aunque, a diferencia de lo que le sucedía al borgiano hombre de la Esquina Rosada, Tito no se parecía a su voz, y tal desajuste movía al desconcierto; la fuerza del azar o el malentendido existencialista, si bien esta vez no acaba trágicamente sino que la confusión que sufre Paula da en solaz y liberación -por efímera que sea- del absurdo tedioso de su vida impropia.
Por un tiempo, y merced a las veleidades del destino, dejará de ser la mujer apresurada con fardos en las manos y se convertirá en otra persona, arropada por Tito y requerida por todos los habitantes de San Albín.
La última función proporcionará, en fin, el mayor alborozo a los lectores asiduos de Landero y resultará, quizá, gracias al formato abreviado y sintético del universo landeriano que ya señalamos, la obra más adecuada para quienes se acerquen a su literatura por vez primera.
Mas el libro también deja en el aire antiguas cuestiones o inquietudes filosóficas de prosapia cervantina y barroca que, aunque no formuladas de forma patente, se desprenden sin embargo palpitantes de las peripecias y vicisitudes del cuento.
Si la vida es representación en el gran teatro del mundo donde todos desempeñamos un papel, acaso el teatro sea ficción de segundo grado, vida subrogada, juego, una bufonada.
En cambio, bien mirado, resulta problemático dilucidar quién replica a quién: la vida al teatro o el teatro a la vida. No en vano hablamos del arte de la vida.
Tampoco es fácil precisar si es o puede hacerse real lo que imaginamos o lo que nos parece. Alguna que otra vez ocurre que hay sueños, ensueños, expectativas y apariencias más fuertes, eficaces y beneficiosos que la mera realidad.
No obstante, más allá de los numerosos y merecidos premios recibidos por el escritor en las tres décadas largas de carrera literaria -el último de relevancia es el Nacional de las Letras del 2022- nos importa destacar la calidad y el encanto de su prosa musical de raigambre clásica, tan culta como popular, así como la pericia narrativa, fruto en gran medida de la tradición oral con la que se deleitó y aprendió de niño: los cuentos de la abuela tantas veces rememorados con gratitud por Landero, dueño y señor de un mundo propio, imaginativo, sugerente, hondo y cercano a la vez, simbólico y muy humano, virtudes de difícil harmonización si no fuera por el humor, en especial el arte de la parodia, el ingenio y la renuencia a la solemnidad, aspectos que maneja con soltura y maestría.
Pues bien, la novela que presentamos, La última función -dividida en Primer acto y Segundo acto- sintetiza como ninguna otra de sus obras todo ese universo landeriano tan fulgurante como melancólico, habitado por caracteres desiderativos, seres de corazón y de voluntad soñadora antes que de razón y espíritu práctico, que se enardecen y consagran su ánimo entero sin miramientos en pro de una ilusión que justifique su lugar en el mundo y encauce su “afán”, aquello por lo que preguntó el niño al abuelo que tanto repetía esa palabra en Juegos de la edad tardía:
Tampoco faltan referencias autobiográficas (emigración del campo a la ciudad a finales de los cincuenta y la nostalgia por lo que se pierde, p.157), ni la agudeza de algún personaje para detectar aspectos de gran simplicidad en los vocablos, que pasan de brillantes a cómicos, según se mire: “las dos vertientes del problema”, que comenta incisivo Tito (pp.49-50).
En cuanto al estilo, sobresale la grata fluidez de la lengua con trimembraciones rítmicas, (“insinuante, lúbrica, mimosa”, p.120),(“variopinta, devota y jovial”, p.155) y momentos en los que se adensa en “bodegones” o enumeraciones lopescas. A causa de la devoción de Tito por Lorca, dice el narrador: “Por su mente pululaban a todas horas el fragor de las fraguas, las lunas sangrientas, los tricornios, los jinetes solitarios y trágicos, el agua que corre o se estanca, la hondura siniestra de los pozos, el mortal brillo del acero”.
Infunden color y calidez a la prosa ciertas derivaciones neológicas como “hierbatos”,(p.130) o “cantiñeaba”, (p.85) o bien el portuguesismo “bicheando”, (p.96), y remansan el ritmo de la narración los símiles de gran belleza y expresividad, …”se observaron y vigilaron en silencio y en completa quietud, con una mezcla de recelo y de asombro, midiéndose con la mirada, como dos animales en el claro de un bosque”,(p.34); “Se envolvió en el abrigo, ciñéndoselo amorosamente, como si se abrazara a sí misma”, (p.183); “Torció un poco la cabeza como los perros que hacen por entender”, (p.83); “Escuchaba absorta, como un niño embelesado con un cuento”, (p.185).
Son notables, asimismo, el gusto por la hipérbole (virtudes de la voz de Tito, p.24) y el dominio de la técnica del contraste. Así, la locuacidad de Tito frente al temple taciturno y remiso de Fonseca.
Se inicia la novela con una escena que evoca la primera secuencia de un clásico del cine del Oeste: un hombre, aparentemente forastero, entra en el bar de un pueblo mortecino. Nos lo cuenta un narrador interno, testigo de los hechos, voz de voces, confidente de los personajes, a los que con frecuencia deja hablar en primera persona, y cómplice del lector.
Con técnicas anticipatorias de esta guisa actuaban los viejos aedos, bardos rapsodas y demás troveros. Porque la novela, por decirlo así, transcribe un cuento contado en voz alta a un público que incluye al lector, a cada lector.
Por tal motivo, son notables los procedimientos de repetición, tan útiles para que el oyente no pierda el hilo: anáforas: “Vio.., Vio”… (con ecos del juglar de Mío Cid, p.31) o la serie de “serían”, “sería” y “sin”, donde a la anáfora doble se suma la aliteración múltiple de la silbante; paronomasias: …”perderlas ni perderlo”, (p.35); “aparador aparatoso”, (p.184) ID; anadiplosis: …”cuando conoció a Blas. Blas es el hombre más raro”…(p.76).
Sugiero, por ello, si me lo permiten, que quien se disponga a leer La última función se convierta en uno más entre la gente atenta al relato de unos narradores de turno. Porque esta historia se oye y debe escucharse atentamente primero. Después pide una lectura reposada. O quizá a la inversa, por qué no.
De igual modo, el lector ha de andar ojo avizor y no pasar por alto escenas propias del mejor cine expresionista, aquel que con un par de imágenes percutientes nos plasma una atmósfera.
Yendo Paula-Claudia en la moto con Fonseca, camino de San Albín, ve pasar por delante un animal raudo, luego un ave le roza la cabeza, y luego irrumpe un perro en desbandada. Perpleja por el entorno cimarrón en que se ve súbitamente inmersa, pregunta a Fonseca qué ha sido eso, y él responde sin inmutarse:“ Un caballo salvaje…Un búho….Algún perro sin amo” (p.39).
En Tito, Landero erige un personaje sustentador de toda la trama, fascinante, legendario y a la vez próximo, apabullado y rebelde frente a los designios paternos, de antaño y de ahora, marcado por el don de una voz excepcional, que, como la fuerza en el mito de Hércules, se aprecia desde la cuna, aunque ya por entonces alguien ducho en supersticiones vaticina cómo el prodigio comporta una cara contradictoria y maligna, una cierta “tara” o “anomalía”.
La paradoja, la contradicción y la faz en claroscuro son notas que revelan la riqueza y complejidad de los rasgos, los dones y los estados humanos en la visión del escritor extremeño, desprovista de esquemas, simplificaciones y recursos de remediavagos de cualquier índole.
Si la voz de Tito es una presea y a la vez una condena, la rutina de la vida cotidiana aporta “paz” y orden a la par que “desdicha” y a la larga “destrucción” (p.115), y, de igual modo, Paula experimenta un “impulso” ambivalente de “miedo” con “esperanza” (p.181).
Tito no sabe cantar. En ocasiones, lo desaforado de su brío vocal ahuyenta a las mujeres y le impide trabajar en doblaje al no haber personaje para tamaña voz. En la universidad se ríen de él cuando lee textos jurídicos. Aun así, merced al hechizo de su persona, su insobornable vocación de artista, poeta y recitador de gran personalidad, y su innegable magnetismo, seduce al pueblo entero, que, enfervorecido, se suma al proyecto salvador de la recuperación y representación teatral del viejo misterio de la Niña Rosalba.
Un corte de la matería narrativa al bies mostraría la combinación de varias perspectivas y modos que se imbrican y entretejen con suma finura: lirismo: Paula-Claudia, en duermevela, divisa desde el tren una cruz de piedra con una guirnalda y una mujer de luto, compungida, junto a ella (p.31); filosofía de la vida: el sueño posee un poder revelador de realidades inadvertidas en la vigilia (p.32), o bien, otro ejemplo: abrigar la esperanza siempre es preferible que recostarse en la inercia y vivir sin ilusión (p.84); relato tradicional: “el faro de la moto iluminaba a fogonazos los caminos y sus contornos, y aquí y allá aparecían de pronto unas rocas, un árbol con ceño y garras de monstruo que amenazaba con lanzarse sobre los viajeros” (p.36); lances propios del teatro del absurdo con profundas reminiscencias pirandellianas, como la conversación entre Claudia y Fonseca camino de San Albín y en el propio pueblo, con una frase memorable: “Usted es la que es”, (p.35) o “Fíjese, si estuviese soñando, usted no existiría en la realidad”, (p.169); lo grotesco de raigambre goliardesca en el episodio de la comilona libidinosa de Tito y Amalia, (pp.119-20), trasunto del comentario del Corbacho sobre lo bien que se llevan gula y lujuria; una fina y piadosa crítica al oportunismo de ciertos gestores de nuestros días que lo fían todo al turismo, Tito pensó por un momento en modernizar la representación colectiva de la leyenda medieval de la Niña Rosalba, trocando a la virgen en cooperante o en activista sindical (p.176); ágiles golpes de humor inesperado: “las psicofonías de los desagües” (p.108) o lo que le aconteció al quejumbroso por antonomasia, Andrés Cruz, cuando sus padres compraron un mueble bar con librería: “Pues bien, mi hermana salió alcohólica, y yo salí lector” (p.148).
En consonancia con el título, que evoca el final, un final, con todas las connotaciones que tal voz suscita, la novela que nos entrega Luis Landero condensa el vitalismo melancólico antinihilista, constitutivo de su fondo sentimental, la quintaesencia de su mundo literario: humor, euforia, tristeza, entusiasmo, voluntad, decepción de la que, salvo en Aurora, protagonista de la tragedia moderna Lluvia fina, no se sigue la desesperación sino el consuelo y “la gloria” de haberlo intentado. El talante de Tito, pese a todo, tiene más del ave fénix que de un sísifo.
El “afán”, antes mencionado, queda en La última función debidamente explícito y aun documentado, en especial en las trayectorias de Tito y Paula, pero también en la pragmática vida del ceñudo padre de Tito, horro de sensibilidad artística, sin que desmerezcan las semblanzas de dos personajes con nombres parlantes, el primero es Ángel Cuervo, el maestro, lector devoto de las vidas ejemplares, que anda a la procura del alumno genial y al fin tiene la fortuna de conocer a Tito, y a partir de ese momento se realiza y se centra con denuedo en descubrir y fomentar las dotes actorales y oratorias sin igual de su discípulo. Y Andrés Cruz, el personaje paródico por excelencia, el colmo de los colmos del pesimismo, hilarante a despecho de sus negrísimos augurios, o bien Blas, el triste marido de Paula, y su cuento de la lechera.
Otros dos caracteres tienen un papel secundario y solvente. El primero es el melancólico Galindo, instrumentista y director de orquesta, y el segundo el animoso Rufete, de nombre galdosiano, electricista, manitas y responsable de los efectos especiales. Ambos completan la compañía artística del poeta, escenógrafo y rapsoda Tito Gil.
Y, como tantas veces en Landero, en esta novela encontramos escritores: uno con talento, Tito, otro con vocación dubitativa, Quinito, y otro oculto, Leandro Lobato.
En el reparto hay, además, un personaje femenino discreto y por descubrir, Margarita, la secretaria de Tito, y una mujer práctica y resolutiva, doña Lourdes la mesonera, que se pone a lo que se tercie y haya que hacer en tanto que los varones brujulean y divagan a su alrededor, situación que Landero nos ha referido con un toque de ironía jocosa más de una vez tanto en la ficción como en sus libros de raigambre autobiográfica.
Luis Landero ha escrito su novela más filosófica, diáfana y minimalista, sin dejar de ser por encima de todo una obra de arte y un producto literario donde las partes y el todo brillan por igual y alcanzan la excelencia estética. Al mismo tiempo, por la gracia de la escritura y los diversos estratos formales y de sentido que amalgama, la historia deviene seguramente asequible para una mayoría de los lectores.
En La última función surge, remozada, la mejor tradición: el entusiasmo y el esfuerzo infructuoso del héroe cervantino por antonomasia; Calderón con su Gran teatro del mundo; Larra en el lamento del libro que nace en España (p.100); Schopenhauer, (“La vida es un negocio que no cubre gastos”, p.220); Ortega y Gasset en la apuesta, a pesar de los pesares, por una vida en tensión, como el arquero, (“Eso era lo peor: vivir sin ganas, sin tensión, aflojarse, acurrucarse en el tiempo y dejarse mecer por la rutina de los días”, p.56); la sensibilidad compasiva de Dostoievski para con los desvalidos (escena del joven que en el cementerio pide unas flores fiadas y promete una recompensa sin límites cuando le sea posible, p.83); Borges, (“La historia de Tito era la historia de su voz”, p.23), aunque, a diferencia de lo que le sucedía al borgiano hombre de la Esquina Rosada, Tito no se parecía a su voz, y tal desajuste movía al desconcierto; la fuerza del azar o el malentendido existencialista, si bien esta vez no acaba trágicamente sino que la confusión que sufre Paula da en solaz y liberación -por efímera que sea- del absurdo tedioso de su vida impropia.
Por un tiempo, y merced a las veleidades del destino, dejará de ser la mujer apresurada con fardos en las manos y se convertirá en otra persona, arropada por Tito y requerida por todos los habitantes de San Albín.
La última función proporcionará, en fin, el mayor alborozo a los lectores asiduos de Landero y resultará, quizá, gracias al formato abreviado y sintético del universo landeriano que ya señalamos, la obra más adecuada para quienes se acerquen a su literatura por vez primera.
Mas el libro también deja en el aire antiguas cuestiones o inquietudes filosóficas de prosapia cervantina y barroca que, aunque no formuladas de forma patente, se desprenden sin embargo palpitantes de las peripecias y vicisitudes del cuento.
Si la vida es representación en el gran teatro del mundo donde todos desempeñamos un papel, acaso el teatro sea ficción de segundo grado, vida subrogada, juego, una bufonada.
En cambio, bien mirado, resulta problemático dilucidar quién replica a quién: la vida al teatro o el teatro a la vida. No en vano hablamos del arte de la vida.
Tampoco es fácil precisar si es o puede hacerse real lo que imaginamos o lo que nos parece. Alguna que otra vez ocurre que hay sueños, ensueños, expectativas y apariencias más fuertes, eficaces y beneficiosos que la mera realidad.
NOTA: Publicamos la reseña que una de las mejores especialistas en la obra de Luis Landero, Concha D'Olhaberriague, ha escrito sobre la última novela del de Alburquerque: La última función (Tusquets Editores). Está también en su blog Las cañas de Midas.