Bajo el
significativo título de Acto de presencia, Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959), gestor
cultural, crítico literario y por encima de todo poeta, reúne «en orden
cronológico, toda mi poesía publicada si exceptuamos los poemas incluidos en
libros colectivos y los poemas de circunstancias –algunos felizmente
inencontrables– escritos a lo largo de
casi cuarenta años de dedicación a la poesía». Entre ellos, Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Ahora es la noche (2015), Tiempo vivo (2019), Aflicción y equilibrio (2020)
y Fotosíntesis (2020).
Sí, deja fuera poca cosa (haikus y fragmentos de diarios) e incorpora
un libro inédito y valioso: Los demonios del mediodía, que fecha en 1997.
Reconoce que no puede leer un poema suyo «sin sentir la necesidad de corregirlo»,
por lo que el curioso podrá entretenerse comparando las variaciones entre las
versiones originales y estas, algo que al lector común no debería interesarle
demasiado. A uno, nada. Por razones de edad, somos rigurosamente coetáneos, he
venido leyendo las sucesivas entregas de Alcorta a medida que se han ido
publicando, lo que no obsta para que entienda esta compilación como un libro
nuevo y distinto, una suerte de milagro que sólo la relectura de poesía
permite. Un libro, por cierto, muy bien editado por la gijonesa Trea.
En vez de invitar a un especialista a redactar un prólogo
para la ocasión (se me ocurre mentar a Luis Alberto Salcines, que tan bien
conoce la poesía cántabra en general y la de nuestro autor en particular),
Alcorta opta por poner al frente de sus poemas una poética escrita por él mismo
que se limita a nombrar como «Nota preliminar».
Para curarse en salud, cita a Hans Magnus Enzensberger: «Un
texto poético no es más que lo que es. Por eso es inteligible por sí mismo o no
lo es. Cualquier aclaración desde fuera, aunque sea del poeta mismo, es inútil
y hasta enojosa. El poeta que comenta su obra está dándose su propio juicio,
reconvirtiendo a otro lenguaje el poema que era ya lenguaje poético». No era
necesario traer a colación al alemán. Su texto tiene la lucidez suficiente y el
lector puede confiar en que lo que allí se razona es veraz.
Resulta interesante, como indica, «establecer las conexiones
entre el poeta de ayer y el poeta de hoy». Por eso ha mantenido los primeros libros
publicados, «pese a que, como justifiqué en su momento, mantenga con ellos
serios reparos». El caso es que «sin esos poemas de aprendizaje, evidentemente
inmaduros (…) probablemente no hubiera escrito los poemas posteriores». A esta
afirmación le sigue una sugestiva argumentación en torno a la denominada
«poesía del silencio», «una retórica gastada», dice; para él, un «callejón sin
salida». «Sentía que me estaba vaciando como poeta, que no podía expresarme
plenamente», sostiene. Entonces, «se apoderó de mí la urgente necesidad de
explorar otros caminos para reflejar con mayor fidelidad mi experiencia como un
ser humano incapaz de vivir la vida con plenitud, incapaz de solventar los
problemas inherentes a toda existencia, incapaz de ponerle fin al dolor, lo que
se trasmutó poéticamente en un ininterrumpido examen de conciencia (…) más o
menos enmascarado y sujeto a las fobias y filias de la memoria». En nuestro
ámbito, adicto a las simplificaciones, la crítica diría que cambió la poesía
del silencio por la de la experiencia, corriente preponderante en la Generación
de los 80, la suya, a pesar de que nunca haya sido incluido en su nómina
canónica. Pero no, esa simplificación no basta. Su apuesta fue bastante más
seria y tuvo más importancia que ese supuesto cambio de rótulos ochenteros.
Reconoce Alcorta que «si algo no ha variado (…) ha sido mi
constante preocupación por el lenguaje». También la base autobiográfica. O su
gusto por lo metapoético. Opta, en suma, por una poesía «más descriptiva que
lírica», «de carácter confesional», apegada a la realidad, aunque esta
participe tanto de lo vivido como de lo imaginado. Porque, según él, todo «poema
es un artificio» y el personaje que lo protagoniza un ser de ficción. Son
reveladores los párrafos que dedica a interpretar lo biográfico en relación con
lo que el poeta acaba transmitiendo en el poema, que es y que no es la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad. Nunca, subraya, estamos ante un «acta
notarial». «Porque quien escribe no es otra cosa / que un tahúr, un
prestidigitador». Está bien traída la cita de Von Rezzori que abre Compás de
espera: «Siempre he sido –y sigo siendo– proclive a fingir, de cara a mí
mismo y a los demás, sentimientos que en realidad sólo experimento n grado muy
reducido».
Entre fondo y forma, «la idea debe prevalecer», puntualiza. Sin
olvidar «el dominio técnico», que diría Salinas, prefiere «transmitir la
emoción». De ahí que elija el tono conversacional, tan propio de la poesía que
más le interesa: la anglosajona. Con una debilidad por su vertiente americana: la
de Robert Lowell, pongo por caso. Los numerosos epígrafes que encabezan libros
y poemas dan buena cuenta tanto de su capacidad lectora como de sus filiaciones
poéticas. Se declara «afín a la poética realista».
«El yo del poema es un reflejo del autor, su historia
personal sustenta el armazón del poema, pero necesita para completar su
significado la complicidad del lector». Al fin y al cabo, «la intención del
poeta es convertir una experiencia personal en colectiva». Para facilitar ese
acercamiento, no duda en usar la cortesía orteguiana de la claridad, no en vano
reconoce que utiliza una «especie de equilibrio narrativo, no muy lejano a la
prosa». Puede que en detrimento del misterio. También del hermetismo gratuito, de
la «oscuridad semántica», diría Eliot. Con la firme determinación, eso sí, de
exigir al lenguaje su «máxima precisión». El poema entendido como «ejercicio de
conocimiento».
Al final de su enjundioso texto, hace suyas las palabras de
otra norteamericana, Marianne Moore: «Puesto que en todo lo que he escrito hay
versos cuyo interés principal lo he tomado prestado, y aún no he logrado pasar
de este método híbrido de composición, creo que los agradecimientos son un
gesto de honestidad».
Tras el parapeto teórico, el lector se enfrenta a los
poemas, que es lo que aquí más importa. Llega el momento de confrontar ideas y
realidades. Poética y poesía. La prueba del algodón lírico. Desde el comienzo
se aprecia que la recién mencionada «honestidad» está en el adn de Alcorta. No
ha mentido. A la sequedad y la elipsis de sus primeros libros (un par), con
influencias de «Octavio Paz, Valente o Celan» (léase «Cuerpo a cuerpo», que
evidencia la lectura del mexicano), le siguen muchos más, en torno a la decena,
donde se impone esa poética figurativa a que hemos hecho alusión a través de
sus propias palabras.
La reunión de todos ellos, salvo las excepciones
consignadas, conforman a mi parecer un libro único, siquiera dividido en
partes. No niego que, a medida que avanzaba, tenía la sensación de que la
poesía de Alcorta se fortalecía, algo que se aprecia bien en sus últimas
entregas; según creo, las más logradas.
A lo largo del tiempo (y de esas páginas), el tono
diarístico, de anotaciones a pie de día; el meritorio uso del encabalgamiento, que
tanto refuerza su personal forma de decir; la presencia de lo amoroso, eje
cardinal de esta poesía, amor y desamor mezclados, con Marta al fondo; las
metáforas marinas, naturales en alguien que siempre ha vivido en la costa; lo
meditativo y su discurso, de estirpe cernudiana; la memoria, que por eso
escribe: para que no fenezcan los recuerdos; la amistad y los amigos, evidente
a tenor de las numerosas dedicatorias, entre las que no faltan los nombres de
dos inseparables compañeros de aventuras literarias y vitales: los poetas Rafael
Fombellida y Lorenzo Oliván; el fracaso, el dolor, la culpa, el alcohol: «Mi
fuerte de problemas soy yo mismo»; la muerte, que protagoniza, por ejemplo, uno
de sus libros más genuinos: Aflicción y equilibrio (2020), escrito con
motivo del fallecimiento de su padre; la propia escritura, que «es la trampa.
Yo el señuelo»; la mirada, tan importante: «Quien aprende a mirar, aprende a
ser»; los lugares: «La Camargue», «Punta Uía», Parma, «Monte Dobra», «Burial
Hill», «Sounion», Lisboa, etc.; los aforismos que se cuelan en forma de verso:
«Escribir es solo / una forma de cobardía», «Esperar es creer en el futuro»; la
naturaleza, en especial el clima, con constantes llamadas al momento del día en
que se está o a los cambios de la luz que iluminan el mundo; la preocupación
por el paso del tiempo, ya patente en su primerizo «28 años y un día»; la
identidad, las «cuestiones personales», como el título de su poema, ese viaje
interior a sí mismo («¡Qué poco sé de mí!») del que da cuenta en «Confesión»,
«Estado de ánimo», «Examen de conciencia» o «Formas de vida»: «Ten paciencia. Resiste»,
porque, aunque «detesto las confidencias, dice con Chatwin, «creo que un hombre
es la suma de sus cosas»; la tristeza: «De mis padres heredé esta afición /
secreta a la melancolía y cierta / propensión –al parecer, injustificada– al
victimismo que tantos dolores / de cabeza me causa»; la soledad («Estoy
hablando de cómo un hombre solo / se ve a sí mismo solo como un hombre») y el
silencio («esta patria»); y, por fin, la vitalidad, a pesar de todos los
pesares, una actitud que resume bien este verso: «Vivir , no pensar, vivir
únicamente».
He hablado de la identidad y muy significativos son, en ese
sentido, los poemas que se agrupan (algunos son monólogos dramáticos), a modo
de espejo, en la sección «Conversaciones privadas» de su libro Corriente
subterránea: Paz, Machado, Steichen, Torga, Pushkin, Cernuda…
En lo relativo a la preocupación metapoética y al «arduo
ejercicio de la escritura», destaco para terminar algunos versos paradójicos:
«Escribir es solo / una forma de cobardía», y «Sí, la escritura es la mejor
defensa». En otro sitio leemos: «Hice, para engañarme, para encontrar sentido /
al desorden, de la literatura / razón de mi existencia desde la época / escolar
(…) / sin saber que se escribe / a la desesperada, Tratando de olvidar / la
vida que se vive, huyendo de una muerte…». No veo mejor manera de concluir esta
reseña que tal vez anime al lector a acercarse a la poesía de Carlos Alcorta;
un poeta, como diría Jane Hirshfield, verdadero.
Poesía reunida, 1986–2020
Carlos Alcorta
Trea, Gijón, 2023. 668 páginas. 25, 00 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 37 de la revista NAYAGUA, página 256.