26.9.24

Palabras que estremecen

No es la primera vez que da uno noticia del poeta, narrador, guionista y letrista de canciones Juan Gil Bengoa (Bilbao, 1958). De alguno de sus libros de poesía, quiero decir. El vasco ha tenido la buena idea de reunir en Postales del norte poemas éditos (de Los desiertos verdes, La noche cerca y Rwenzori) e inéditos sobre el tema del terrorismo. Del de ETA, conviene matizar, por más Bengoa haya escrito también sobre los GAL, cara y cruz de la misma moneda, y, más allá, de que el terrorismo sea un fenómeno universal, facciones y siglas al margen. Hay, sí, mucho olvidadizo.
Leído de principio a fin, adelanto que no parece una muestra sino un libro unitario, tal vez porque todos los poemas abordan un mismo asunto, poco importa que estén escritos en fechas muy distintas (algunos hace veinte años) y sólo el último sea reciente.
Lo prologa otro poeta de allí, que conoce bien la obra de Gil Bengoa y aquellos “tiempos convulsos”: Aitor Francos. Alude éste a la “muerte por decreto”, a la costosa disidencia de “cualquiera que no comulgue con una doctrina impuesta por una ideología política”, a los protagonistas de esos poemas (anónimos o no), de una escritura “descarnadamente pesimista (que no triste)”, “al dolor producido por la sinrazón de la lucha armada, a las víctimas que fueron cayendo por un camino de silencio y olvido. Y al temor”. Por eso es tan oportuna esta lectura. O relectura, siquiera y en parte para algunos.
Uno lee estos versos y se sorprende de la sorpresa que le produce revivir unos hechos que no pocos vivimos. Y sufrimos, claro. Día sí y día también, durante décadas. Dolor y miedo, recuerda Francos. El blanqueamiento de los asesinos y de sus orgullosos herederos (propiciado por quienes detentan actualmente el poder y sus socios preferentes, dos partidos nacionalistas vascos entre ellos), el ominoso silencio (ya se dijo) que ha caído sobre aquella indignidad colectiva donde escasean los inocentes (esto es, los que ni actuaron, ni consintieron ni, en fin, miraron hacia otro lado), nada que ver con la sana política (aquello fue pura barbarie), ha conseguido que, en efecto, quien lea asista perplejo al escalofriante espectáculo ocasionado por esta repentina e intempestiva recuperación de la memoria. También histórica, por cierto, que no todo va a ser la maldita Guerra Civil.
A pesar de eso, que nadie se llame a engaño: este es un libro de poesía, no un documental (aunque algo de eso tenga) ni un reportaje periodístico (que también). Un testigo da fe de lo que pasa. De lo que pasó. Habla a veces en primera persona y otras recurre al monólogo dramático para ponerse en la piel de las víctimas, y aquí la palabra “víctimas” incluye no sólo a quien fue vil, cobardemente ejecutado (civiles o de las fuerzas de seguridad del Estado, mayores o menores, mujeres y hombres), sino también a su familia, a sus amigos o, ahora sí, a sus correligionarios políticos, tanto de izquierdas como de derechas, por utilizar la vieja terminología. A estos y, por extensión, al resto de ciudadanos dignos de tal nombre que poblábamos (cuando asesinaban) y poblamos este país. 
El volumen se abre con esta suerte de aforismo: “Una patria por encima de todas: la vida”. Está todo dicho. Lo que viene después se ocupa de defender esa idea. Se repasan situaciones reales que empiezan con el poema “Notificación”. En el primer verso la palabra “temblor”; en el último, “horror”. Luego, las rutinas de quien es un amenazado, los supervivientes (qué emocionante “En la ciudad al borde del mar”), el exilio (el de verdad: “A las puertas del norte”), la fragilidad, el gesto de quien, en el malecón, respira hondo siquiera un momento, los mapas (“evocar rincones de la memoria / e imaginar los lugares (...) / que tanto anhelo”; el Midi, por ejemplo), el box del hospital donde alguien se debate entre la vida y la muerte (conviene anotar que Gil Bengoa es un profesional sanitario), los funerales y los camposantos, la melancolía (y una pregunta clave: “Si no participé en ninguna guerra, / ¿por qué fui declarado enemigo?”), los escoltas (léase “En mitad del invierno”, tipográficamente acertado), la “dulce inercia” y la autocensura, la reflexión personal sobre el asunto (“Al margen”, “Declinación”, “Patio”, “Pesadumbre”), el miedo (“Vecino”)...
Poemas tan certeros como un tiro a quemarropa, si se me permite la cruel comparación. Tal el titulado “Intramuros”: “Hay lugares / donde sien y nuca / son palabras / que estremecen // de veras”. O “La frontera”: “¿Qué es lo que hizo mi padre  / para que lo mataran como a un perro?”). Tan lúcidos como “Demolición”. 
En “Desalojos”, una afirmación inquietante: “Por fin la libertad qué libertad”. “Os envilecen las palabras patria y bandera” y “He visto hombres asentados en el odio riéndose de sus víctimas”, leemos en otro. En la misma línea, “Dialéctica”, que termina: “escuches testimonio o semblanzas // recuerda / que no hubo campos de batalla”. Ah, los relatos. Urdidos con mentiras. Y una advertencia: “si callaste entonces / cuando pudiste / hablar // no hables ahora / cuando ellos / callan”. 
En la coda final, estos últimos versos: “Ya ves / viajero/ los tiempos van cambiando / aunque el dolor (lo ignoras) persista”. Maldito olvido. El que pretende evitar este puñado de poemas que vuelven a demostrar la capital importancia de la poesía. Gil Bengoa, un valiente, ha logrado salir con buen pie de tan complicado malabarismo. Que ladren. 

Juan Gil Bengoa
Vitruvio, Madrid, 2024. 75 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO


25.9.24

Krasznahorkai y Extremadura

Leo la espléndida entrevista que le hace
Nuria Azancot (en El Cultural) a László Krasznahorkai y me acuerdo de mi añorado amigo Antonio Franco, que en 2009, cuando sólo se había publicado en España un título del escritor húngaro (por Acantilado, su sello de referencia), propició la edición de El último lobo en la colección Territorios escritos de la Fundación Ortega Muñoz (cuidada y diseñada por Julián Rodríguez y en traducción de Adan Kovacsics).
El crítico Enrique García Fuentes escribió: "Desde la barra de un bar de un multiétnico barrio de Berlín, el “Sparschwein”, sito en la “Haupttstrasse, y ante una botella de “Sternburger” (una sola cada vez), un personaje, una especie de escritor acabado (claro trasunto del propio autor, aunque constantemente juegue con el equívoco) va explicando al cada vez más atento camarero húngaro que le despacha la curiosa peripecia de cómo vino a Extremadura y lo que aquí encontró. La situación es francamente tan novelesca como atrayente, ¿qué tienen que ver este casi desahuciado autor con una región donde no hay nada?, pues, como le dicen, se trata de un «territorio enorme, despiadado, desierto, llano, con algunas pequeñas regiones montañosas aquí y allá, sobre todo en las proximidades de la frontera, una aridez tremenda, montañas peladas, tierras resquebrajadas, sin apenas gente, porque la vida allí es durísima, profunda miseria y árido vacío». ¿Qué escribir sobre todo ello?". 
De eso va el libro y sí, Krasznahorkai lo escribió a partir de una invitación a visitar esta región realizada por el que fuera director del MEIAC y responsable, mientras vivió, de la citada Fundación. Ese era el espíritu de una colección que reúne sólo tres títulos; además de éste, sendas obras del filósofo alemán Peter Sloterdijk (El reino de la fortuna, seguido del ensayo de Isidoro Reguera "Extremadura, Renacimiento, Fortuna") y del polígrafo salmantino Fernando de la Flor (Las Hurdes. El texto del mundo).
Justo es recordarlo en este momento, cuando el húngaro residente en Berlín, eterno candidato al Nobel (como suele decirse), "el mayor escritor secreto para los lectores secretos", goza de un merecido prestigio y nueve de sus libros están ya traducidos al español.
La razón de su visita a nuestro país es, por cierto, la concesión (en Tánger) del Premio Formentor.





23.9.24

Dos isleños cosmopolitas: Llop y Juncosa

Esta entrada no pretende ser una reseña. Por sistema, y salvo excepciones, sólo escribo sobre libros de poesía. Mi atrevimiento tiene un límite. Por otra parte, no tengo muy claro si estos no lo son, a pesar de que estén editados en prestigiosas colecciones de narrativa. Sí sé que sus autores son dos poetas. Y de cuerpo entero. Lo que en última instancia no me parecía de recibo era dejar de consignar aquí ―esto es, ante todo, un diario de lecturas― el placer que me han deparado esas páginas, más en medio de un verano tórrido y agobiante donde no han faltado, en lo personal, como les pasa a todos, algunos problemillas y otras tantas alegrías, suma perfecta para que uno se aleje sin querer de los libros. 
De Llop y de su obra ya ha dicho uno bastante como para que el asiduo visitante de este cuaderno desconozca el aprecio tengo por cuanto escribe. Digamos que Si una mañana de verano, un viajero (el título homenajea a Italo Calvino, a su Se una notte d'inverno un viaggiatore) es una nueva vuelta de tuerca a ese mundo que siento tan cercano, a pesar de todas las distancias (geográficas, literarias y vitales) que nos separan. Para mí, uno de sus mejores libros. En línea con otros admirables, como Solsticio (con el que tanto tiene que ver: otro verano, este de infancia) y En la ciudad sumergida (con Palma al fondo). También con su poesía, que reunió bajo el oportunísimo título de Mediterráneos. No estaría de más consultar uno de los libros de Llop que prefiero: el de sus conversaciones con Daniel Capó y Nadal Suau. 
Tengo mi ejemplar demasiado subrayado con lápiz como para destacar esto o aquello. Me ha gustado de principio a fin, un poema magnífico. Para empezar, es uno de esos libros que nadie sabe cómo clasificar. Porque, además de poesía (lo recalco), es novela (al modo de Trapiello, la que toda vida lleva aparejada), diario (el de sus rutinarios pero apasionantes días en la isla, en una casa y en otra, Sa Marina y Valldemossa, siempre con la presencia poderosa del mar, en familia, con amigos, paseando) y ensayo (metaliterario, por ponerle un apellido, poblado de las obras de sus autores dilectos, sus lecturas de cabecera). ¿Autobiografía?, sí, por supuesto, pero debidamente cocinada, como uno de esos pescados recién salidos del agua que Llop prepara al aire libre y que necesitan pocos condimentos para estar deliciosos: un poco de aceite, sal...
Sorteando esas insalvables distancias a que antes me refería, no he podido por menos que acordarme, mientras leía, del molino familiar y sus estíos gloriosos; del pasado ya, como su primera casa. Esta al borde del mar (el Mediterráneo, casi nada), el otro al lado de una modesta garganta enclavada en lo más profundo de Extremadura (la del Obispo, por más señas). Este y Oeste, levante y poniente. Con todo, ya digo, como uno se lee en lo que otros escriben, las similitudes... Y como común ruido de fondo, el soplo del siroco. El real, el imaginado. 
En uno de los capítulos más entretenidos y sorprendentes del libro, "El príncipe de Baluchistán", aparece como artista invitado su amigo Enrique Juncosa, el poeta palmesano, como Llop, autor de una decena de libros de poesía, comisario de exposiciones y experto en arte, además de ser uno de nuestros más cosmopolitas conciudadanos, habitual asimismo de este blog
En 2014 dio a la imprenta Los hedonistas (Los libros del lince), un puñado de relatos. Vuelve a ese formato en Los lagartos divinos, que me ha encantado. No uso la palabra al azar. Algo de magia tienen estos cuentos, por más que en uno de los casos: "El meridiano de la desesperanza", yo hablaría incluso de nouvelle, y no de novela por decisión de Juncosa. 
Escritos con un estilo elegante, directo y efectivo ―como en el caso de Llop, pura poesía a rachas―, nos llevan a lugares lejanos y hasta exóticos (Londres, Nueva York, Ibiza, Río Muni, Brasil, Extremo Oriente...)  y nos cuentan historias tan sorprendentes como ordinarias, siempre y cuando uno sea un músico de élite, un pintor afamado, un filósofo perdido, un arquitecto paisajista, un independentista en Fiume, una hippy sesentera, una pija catalana, etc. Por medio, numerosos personajes reales: la poeta Elisabeth Bishop, la artista Marina Abramović, el pensador Federico Nietzsche, el escritor Gabriele d'Annunzio, la pintora de flores Margaret Mee, etc. 
Como en su poesía, el culturalismo es marca de la casa. Con naturalidad: lo normal, está claro, en un hombre viajado y culto como Juncosa. Amigo, como Llop, de los bibelots, por ejemplo, rastros hermosos de un nomadismo impenitente. 
A uno estas atmósferas le recuerdan las de la alta comedia del mejor cine norteamericano. 
Sobresalen las descripciones (de telas, de casas, de paisajes, de ciudades y lugares, de personas...), la riqueza de imágenes y, cómo no, tanto o más, las propias intrigas y situaciones que cada uno de los nueve relatos plantea. Juncosa, ya se ve, es un tipo inteligente y sus pequeñas tramas nunca decepcionan. Sabe, en fin, de qué habla. Posee un mundo. 
Pues eso, que tengo la impresión de que algunos lectores coincidirán conmigo en la elección de estos dos libros que, podría decirse, me salvaron, siquiera en parte, el maldito verano. El primero de mi abuelidad. Bendito sea. 

22.9.24

En Heraldo, ayer

Fernando Sanmartín me envío a primera hora esta fotografía. José Luis Melero, unas horas después, me preguntó si estaba informado e hizo alusión a una posible errata en esta breve nota de Antón Castro sobre la aparición de Meditaciones del lugar

NOVEDAD UNA ANTOLOGÍA POÉTICA DE ÁLVARO VALVERDE

Hay poetas que parecen no llamar la atención: escriben, dibujan la luz de la razón, meditan en el centro de la naturaleza y en el bullir de las ciudades, y lo hacen con una naturalidad que parece eludir siempre la afectación [o la naturalidad]. Uno de esos poetas, que escribe a favor de una verdad íntima y sincera, es el galardonado Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959).
Habitual autor de Tusquets, y de la colección Nuevos Textos Sagrados, ahora José Muñoz Millanes ha preparado una antología poética, de 1989 a 2018, 30 años de poesía, en 'Meditaciones del lugar', en Pre-Textos. El título es tan explícito como exacto: se seleccionan poemas de todos sus libros que ahondan en primer lugar en una calma habitada, en la sensualidad y en un hechizo que es armonioso y muy sugerente, y también en algo que define a Valverde: su noble condición de cazador de instantes emotivos. AC.






19.9.24

A la sombra del tiempo

Carlos Permanyer nació en Barcelona y vive entre Castelldefels, donde está la casa familiar, y Andorra, donde trabaja como director creativo en el mundo de la publicidad y de la comunicación. Sus creaciones han recibido numerosos premios nacionales e internacionales (Cannes, Nueva York, Londres, Barcelona, Buenos Aires, San Sebastián…). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de su ciudad natal, confiesa que su pasión por la poesía le viene de la adolescencia, cuando leyó en clase por primera vez versos de Lope, Góngora o Quevedo; de Bécquer más adelante. A pesar de eso, su escritura ha sido casi secreta hasta ahora. Su ópera prima es tardía. En 2020 publicó Memoria de las nubes, un libro del que Eloy Sánchez Rosillo dijo: “Me parece un libro hermoso y verdadero. Los poemas son leves y delicados, sin retóricas vanas e inútiles. Tiene emoción, y todos los poemas juntos configuran tu mundo, un mundo sugestivo y habitable”. A la espera de la aparición del segundo, Fingir entonces, en manos desde hace tiempo de un editor, ve la luz Hellegado hasta aquí. En esta ocasión, el citado Sánchez Rosillo, escribe: “Me ha conmovido. Está empapado de melancolía, pero también, por debajo o por encima de ella, hay una extraña alegría por el don de haber vivido. Todos esos recuerdos de los que hablas valen su peso en oro. Los poemas están dichos con sencillez y hondura, con mucho sentimiento y amor por la vida. Nada se pierde. Todo está en tu corazón y en tu memoria, y forma parte de tu presente. No hay asomo de retórica en ningún poema. En realidad, todos son como partes de un poema único”. A este elogio se suma, también en la contracubierta, un incisivo texto, en forma de carta, de otro poeta, Basilio Sánchez, que, por su interés, copio entero a continuación: “He llegado hasta aquí es muy hermoso. De tono muy cernudiano y con un ritmo equilibrado y sereno, la tuya es una poética sobre la memoria y sobre la añoranza de una existencia anterior no disociada aún de la naturaleza y el paisaje en la que todavía nos era posible relacionarnos cordialmente con las cosas. Una poesía atenta a los sonidos ocultos de lo que nos rodea y a las sensaciones más elementales del vivir cotidiano, pero escrita, también, desde el escepticismo y el desencanto en medio de una época que ha renunciado a la lentitud y extraviado su rumbo. Una forma de escritura que es un rescoldo último y una forma de resistencia, la expresión sin alardes de una fe en lo concreto y en lo sencillo de una manera de vivir despojada y elemental. Una renuncia voluntaria y explícita a todo lo que nos conduce al abandono de una infancia humana razonablemente feliz, acompasada, en sus pequeñas cosas y en los gestos dulcificados por la costumbre, con la misma existencia. Yo creo que, si algo queda que merezca la pena en esta vida, permanece agazapado en lo discreto, en el brillo cegador —para el que vive atento, para el que aún es capaz de sostener la mirada— de los pequeños acontecimientos inesperados e imprevisibles que llenan nuestros días, y en los seres humildes. La poesía necesita, porque lo necesitamos nosotros, de esta mirada sensitiva sobre el mundo, de este lenguaje limpio que se nutre del fervor y de una honda sumersión en las complejas relaciones del individuo consigo mismo y con la realidad en la que vive”.
Lo esencial ya está dicho en las palabras de Rosillo y Sánchez. El lector colige de inmediato que la poesía de Permanyer habita en un ámbito semejante al de esos dos poetas “de la claridad”, rótulo (no exactamente el mismo de “línea clara” de Luis Alberto de Cuenca ni el de “poesía figurativa” de García Martín) que utilicé en cierta ocasión para comentar sendas obras poéticas de Antonio Moreno y Antonio Cáceres pero que podría hacerse extensivo a las de José Mateos, Antonio Cabrera, Andrés Trapiello o Juan Peña, pongo por caso.
Abre el libro ―tras la dedicatoria a su mujer y a sus dos hijos― una anotación de Ramón Gaya (un pintor claro por excelencia), “Los momentos provisionales”, que dice: “Un día nos damos cuenta de que todos esos momentos vividos de refilón, de pasada, un poco a la ligera, provisionalmente, son también ellos momentos claves, decisivos, que van a imprimir en nosotros conclusiones decisivas; nos damos cuenta de que esos momentos que nos parecieron insignificantes y que tomáramos, cuando mucho, por una especie de media vida, de fragmentos de vida, vienen a ser, en realidad, y al final, nuestra mayor y mejor experiencia de vida real, de una vida real más verdadera, como más sorprendida en su verdad...”.
El título da una pista fiable de lo que viene después. De un recuento se trata. De volver la vista atrás y, con una vida vivida en abundancia, evocar esos momentos tan provisionales como decisivos que han formado parte de la verdadera existencia: la real.
La memoria aquí lo es todo: “No se vuelve al origen. / Se vuelve a la memoria”. La de un ser contemplativo que observa el paisaje mientras medita sobre esos fragmentos vitales que no ha sido capaz de engullir la rueda inexorable del tiempo. Esas imágenes, que a veces duda si fingidas o reales, dan pie a los poemas que componen He llegado hasta aquí. Siempre a lo Wordsworth: el poema como “emoción recordada en el sosiego”.
Queda todo muy bien expresado en el primer poema, “A la sombra del tiempo”: “Un secreto se esconde / entre las flores, / a la sombra del tiempo. / Como memoria indeleble / de los días que fueron. / Lo que ya hemos perdido / y guarda el vacío”. Y sigue: “Es preciso volver. / Respirar el fervor / de una vida lejana”.
El tono elegíaco se aprecia bien en poemas como “Desviaron el cauce del río” (“Derribaron las tapias. Los secretos.”) o “He llegado hasta aquí” (“Hay un paisaje oculto / al que tú perteneces. / Si te paras y observas, / lo reconoces.”).
Se repite un motivo central: el del jardín: “Por paraíso, un jardín”. Un jardín que da a una antigua casa (“donde hubo vida, / persevera el olvido”) y, ya allí, a la infancia: “Vivíamos al borde / de una antigua verdad. / Que el futuro ya había / pasado”. Casa y jardín que resucita en “Origen”, “Lo insignificante” y en “Lejos del mundo”, por ejemplo.
Dije infancia pero también añadiría juventud: “Aquí mi juventud / perdida ya, lejana”, leemos en “Tamariu”. El propio poeta ha dicho que estos poemas dan cuenta de “un tiempo donde transcurría la vida de forma más sencilla y esencial, integrada en el tiempo, participando de su transcurso y no como derrota”.
A otros lugares ―más allá del central, alrededor del cual gira el libro― se refiere Permanyer: a las islas (Canarias, donde residió durante años), al norte (Andorra, el valle), Sevilla (en un homenaje a Luis Cernuda)… Y ya que hablamos de lugares, parece pertinente hacer mención al mar y a la playa, que de nuevo le devuelven a la infancia. En “Y al final, el mar” o “La belleza del mundo”.
Porque entiende la poesía como método de conocimiento (algo que justificaba, entre otros, Carles Riba), las palabras (“un silencio espera”), la propia identidad, la soledad (“Una experiencia desoladora”) y su condición de lector (en una estancia en penumbra, que a uno le lleva a Eliseo Diego y su definición de poema como “conversación en la penumbra”) también están presentes.
Entre la realidad y el sueño (Cernuda de nuevo), la vida: “Vivir, / demasiado extraño”. “Era el mundo un sueño”.
Si tuviera que englobar todo lo leído en un solo término, diría que Permanyer defiende una poética de la humildad: “Aspiro a casi nada”.
Discreto, sin estridencias, el ritmo mesurado de sus versos se abre paso de forma natural, sin forzar nada. Se leen sin querer, podría decirse. Un poema te lleva a otro y el conjunto conforma una atmósfera armoniosa y habitable en la que es fácil permanecer. Donde la claridad, insisto, es evidente. Concluye: “Soy el resultado / de un paisaje que se extiende / dentro de mí. / Y cuyo sueño profundo / se diluye en el viento”.
“Este es un libro de poemas de tono elegíaco, de pérdidas, tanto de un territorio geográfico como vital o sentimental. Pero, al mismo tiempo, lo son de recuperación de un mundo desaparecido y, por eso mismo, de la memoria y de cierta afirmación de la vida y la identidad, así como de una íntima celebración”, escribe el autor en la “Palabras finales”. Y añade, “Poesía, pues, como salvación”. La suya, sí, pero también la de quienes se acerque a leer, con natural empatía, estos poemas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO. La fotografía es del propio autor. 


He llegado hasta aquí
Carlos Permanyer
Libros del Aire, Santander, 2024. 55 páginas. 15 €
 

17.9.24

Pero escribe

Jiménez Lozano (Langa, 1930-Alcazarén, 2020) cultivó todos los géneros, salvo el dramático, y ejerció el periodismo. Su obra fue premiada, aunque pocos lo recuerden, con el Cervantes y el Nacional de las Letras.
Como poeta, debutó muy tarde: a los 62 años. Nunca terminó de creerse merecedor de tal título, del que renegaba, aunque sus poemas ocupen un volumen que sobrepasa las mil páginas. Consideró la poesía como un don. Una forma de gratitud y un cumplimiento del deber de la alegría y la dicha de vivir.
Su intempestiva salida a escena evitó su adscripción generacional a la del 50 y en esto, como en todo, siempre vagó por libre. Más desde que se retiró al pueblo castellano donde murió, ni “aislado” ni “rendido”, sino “acantonado como un flemático y resabiado tory anarquista”, sostiene Fermín Herrero, quien califica su lírica de “por completo original”, lo que ratificaría esa irreductible condición. El poeta soriano ha puesto delante de su poesía reunida la certera introducción –un ensayo en toda regla– que necesitaba. Allí, por resumir, destaca su “poética férrea”, desprovista de “toda afectación o efusividad inspirada” y de artificio, austera y transparente en busca del desasimiento, pobre en tanto que frágil, de “honda levedad” oriental, sobria y de la naturalidad (“repudia la metáfora” y evita la métrica estricta). Inclinada al “misterio raigal del hombre”, su mirada es piadosa y compasiva, clemente y tierna (el uso de los diminutivos es sintomático). Poesía de “los adentros”. Provista de un “humus religioso”, tan místico como jansenista. Conformada a partir de la lectura de numerosos escritores de la literatura universal: Safo, Dante, Dickinson... Y filósofos, como Spinoza, Kierkegaard o Lévinas. Y artistas, ya sean pintores (como Brueghel) o directores de cine.
Cada poema, una “especie de apuntes del natural” –por eso menudean en sus diarios–. Del “relámpago”, no del “trueno”. “Un fulgor”.
Porque sólo “una lengua simple puede en realidad nombrar”, reduce el lenguaje a lo esencial: un puñado de palabras verdaderas capaces de designar lo real con verdad y belleza (para él, “una celebración de lo sagrado”), al modo clásico.
Herrero respeta, sin compartirla del todo (desde el tácito convencimiento de que JJL escribió un libro de poesía único, lo que suscribo), la división en dos etapas de su obra poética, establecida por Raúl E. Asencio. La primera agruparía sus tres primeras entregas, del siglo pasado: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve y El tiempo de Eurídice. La segunda, las que aparecieron en este: Pájaros, Elegías menores, Elogios y celebraciones, Anunciaciones, La estación que gusta al cuco, Los retales del tiempo y Esperas y esperanzas, que su autor no llegó a ver impreso. Cada uno, para él, “una antología”, pues derivaban de la selección de poemas escritos en un determinado periodo.
Con la señalada sencillez, caracterizada por la iluminación del impromptu, JJL, valiéndose de la ironía, el humor o el escepticismo, desde su posición de observador contemplativo, bajo el lema “sé modesto y realista; / eres un hombre, sólo esto”, despliega su arsenal de lector impenitente y escribe sus poemas en su “mechinal”, ante el jardín. No dice “palabras / que no sean de celebración y gloria”, ni pretende alargarse él más con ellas que con su canto el gallo y el cuco. Variaciones o series (se repiten los títulos) en torno a la Biblia y lo religioso; la mitología y los clásicos; los animales (concibe fábulas) y las plantas; el paso de los días y las estaciones como suma de instantes; los libros y sus lecciones y sus personajes; la memoria, la historia y su infancia; la muerte y el amor. Una literatura.

José Jiménez Lozano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 1.277 páginas. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.




6.9.24

El triple regreso de Hilario Barrero

ABC
Hilario Barrero, neoyorkino de Toledo, sigue al pie del cañón. Y nos felicitamos por ello. Además de dirigir Cuadernos de Humo (la revista y las plaquettes) acaba de publicar tres nuevos libros. Vayamos por partes.
El escondite inglés es la tercera antología bilingüe de poesía en inglés que nos ofrece. En 2011 llegó Lengua de madera (en el título parecía el adjetivo "breve") y en 2018 A quien pueda interesar. Ambas aparecieron en el catálogo de la sevillana La Isla de Siltolá. 
Más de trescientas páginas tiene este tercer volumen y los poetas representados forman un amplio elenco donde las voces más conocidas (por reconocidas) se unen a otras que Barrero nos descubre con sagacidad y entusiasmo. Sí, porque estos ejercicios obedecen, según creo, a un apasionado impulso que le obliga, como primer lector, a dar a conocer a otros sus hallazgos. Y cuánto, desde el vergonzoso monolingüismo, se lo agradece uno. 
Sus traducciones son, o así lo parece cuando las leemos en español, impecables. No es sólo la solvencia con la que vierte esos versos de un idioma a otro, sino también lo bien elegidos que están. Lo sugería antes. Al cabo, tanto gusto da volver sobre, pongo por caso, un conocido poema de Auden, Larkin, Glück o Merwin que sobre otros, para mí desconocidos, de Knott (sus "Veinte poemas breves" son una delicia), Stern, Seuss (qué "Soneto"), Pastan (estupendo su poema sobre Frost y Kennedy), Nemerov o Espada. No puedo dar la lista completa de poetas incluidos (algunos con un poema, otros con más; clásicos y, sobre todo, contemporáneos; treinta con el Pulitzer), pero sí copiar la que la editorial, la cántabra Libros del Aire, indica en su web. Mujeres: Amy Lowell, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Mary Oliver, Adrienne Rich, Diane Seuss, Sharon Olds, Rita Dove y Louise Glück; y hombres: Robert Frost, Wallace Stevens, Archibald Macleish, W. H. Auden, Theodore Roethke, Howard Nemerov, Richard Wilbur, Donald Justice, Galway Kinnel, W. S. Merwin, James Wright, Stephen Dunn, Henry Taylor, Frank Stanford, Stephen Dunn, Henry Taylor, James Tate, Paul Mulddon y Jericho Brown. Añadiría a WCW, Raine, Reznikoff, Carver (su naturalidad me encanta), Strand, Heaney, Simic, Gioia o Tóibín. 
Tengo la impresión, ya que hablo de sus decisiones a la hora de elegir a éste o aquélla (poetas y poemas), de que el tema de la vejez está especialmente presente, o, si se prefiere, la visión de lo vivido desde la atalaya de la avanzada edad. 
No deja uno, página a página, de encontrar sorpresas. De las buenas, matizo. De las que cualquier lector exigente de poesía aspira a encontrar en un florilegio como éste, tan apto para el picoteo lírico. 
Amor y tiempo han titulado Jesús Nariño y él una nueva edición de los sonetos completos de William Shakespeare, 154 poemas, que publica otra norteña: la asturiana Impronta. 
Sí, cuatrocientos años después estos poemas siguen vigentes, lo que se espera de un clásico. Está bien, con todo, que la traducción se vaya adaptando a los tiempos para que los lectores de cada época puedan degustarlos de la mejor manera posible sin traicionar por ello la versión original. Estos le suenan muy bien a uno, sin ese componente retórico y anacrónico que suele lastrar los que leemos en las ediciones canónicas, sin que ello quiera decir que ésta no lo sea, aunque renuncie incluso a serlo. 
En el breve prólogo, sitúan el compendio, explican que los "primeros 126 tienen como inspiración  a un anónimo joven (fair youth) y que los restantes "tienen como protagonista a la dama oscura (dark lady), anotan los temas, resumen "la trama" de esta presunta "historia novelada"(con palabras de Luciano García García, de su libro Sonetos y Querellas de una amante, que recoge su versión de estas mismas composiciones) y reflexiona, en fin, sobre la traducción ("cubrir con otra piel un cuerpo que, generosamente, alguien nos pasa, nos da, nos regala", "cambiar de envoltura, no de corazón , ni de sangre"). De "traducción libre" y de "prosa poética" hablan al referirse a su empeño. Lo que viene después, por decirlo pronto, es simple, pura poesía, que es lo que este reto demandaba. Lean, si no, el soneto 76. O cualquiera de estos
Aunque creímos que este novísimo por libre se despedía de la poesía con Tiempo y deseo (Libros del Aire), donde reunió todos sus poemas, Tarja (Renacimiento) viene a demostrar que nos equivocábamos. Como él, supongo. Estamos ante un libro breve pero intenso, con poemas de tono mayoritariamente elegiaco donde la vejez y sus no siempre cómodas circunstancias están muy presentes. Este año cumple 80 su autor. Palabras mayores. La segunda sección del libro se titula, sin ambages, "Del deterioro". 
Hay mucha memoria en estas páginas (de infancia y juventud sobre todo), sí, y como precisa su prologuista, José Luis García Martín, "al barroco desengaño de las postrimerías se suma una historia de «amor constante más allá de la muerte» y una celebración de los instantes felices que fueron y nunca dejan de ser en la memoria". "No me podrán quitar el dolorido sentir", dice Martín con Garcilaso. 
El primer poema del libro, que le da título, explica el porqué de éste: "la tarja donde el panadero «escribía» / los panes que mi madre compraba". Y es que "tarja" es,. según el DRAE y entre otras cosas, "tablita o chapa que sirve de contraseña " y "corte o hendidura que se hace como señal". 
A los temas ya señalados cabe añadir la inevitable presencia de los poetas y los libros (no se olvide su carrera profesoral en Brooklyn y sus labores de traductor) y la de familiares (en especial, su madre) y amigos. Escenas, casi siempre, de Toledo o Nueva York; también de algún viaje, como el que hacen en otoño a Nueva Inglaterra "a encontrarse con Frost" y que lleva en el título de otro poeta norteamericano: "Los turistas de Nemerov". (Ya que lo menciono, es comprensible que el inglés, su otra lengua materna, menudee entre los títulos, versos y en los epígrafes de los poemas. En este último caso, al ya mencionado lector monolingüe le hubiera gustado que el traductor hubiera intervenido para evitarle las frecuentes visitas al no tan competente de Google.)
La enfermedad, el dolor, la muerte, las pérdidas y otras recurrencias no empañan la serena visión de Barrero, que se aferra a lo mejor de la vida y a vivirla con la debida pasión hasta el último minuto. 
Hace un momento usaba el plural al aludir al poema del viaja a New Hampshire. Un "nosotros" que une a Hilario con su pareja. Más de medio siglo de amor les contempla, desde el tantas veces nombrado barcelonés "verano del 71". 
No quiero terminar esta reseña sin ponderar el ritmo, la música callada, que Barrero ha logrado trasladar a sus composiciones y que ayudan al lector a comprender mejor el alcance de esta poesía tan discreta como eficiente que es capaz de perdurar en la memoria y que, por tanto, Martín dixit, "no se acaba nunca". 

3.9.24

El rescate de la poesía de Mercedes de Prat

La fiebre literaria consistente en recuperar obras de escritoras pretéritas ninguneadas o silenciadas o perdidas es un hecho constatable. Desde hace años. No hace falta explicar que detrás de esa búsqueda hay una genuina pulsión feminista y algunas teorías en boga de las que no es preciso hablar. Un impulso respetable, sin duda, si bien, me atrevo a decir, que no es oro todo lo que reluce. En general, esa es al menos mi impresión, lo nuclear (no me remonto a siglos remotos) siempre estuvo ahí, a nuestro alcance, debidamente reconocido y valorado. Que ha habido injusticias al respecto, seguro. Y retrasos en la recepción. Pero también con obras masculinas, cabe matizar. Lo del canon siempre fue todo menos una ciencia exacta. Como la literatura misma, tan líquida. Y bien está ese ir y volver sobre lo escrito, tanto por mujeres como por hombres, en busca de la poesía perdida (y aquí “poesía” englobaría a todos los géneros). Para muestra, un botón: la reciente rehabilitación de la poesía de la granadina Mariluz Escribano. Dicho lo cual, confieso que abrí con reticencia el grueso volumen que recoge la breve obra poética de la catalana, y para mí desconocida, Mercedes de Prat (Mataró, 1925-Barcelona, 1997), aunque la garantía de su avalista, editor del conjunto, el profesor Rafael Alarcón Sierra, despejaba en lo personal muchas dudas. Empecé por los poemas, escritos en catalán, por cierto, y eso que su lengua materna y la que usó siempre en su casa con su marido y con sus hijos, fue el español o castellano. Caí en la cuenta muy pronto de que estaba ante una poeta digna de tal nombre y ante unos versos que merecían ser puestos a disposición de los lectores de poesía. Y así ha sido, para empezar, gracias al citado estudioso y a UJA, Editorial de la Universidad de Jaén, la suya.  
Poesía completa. (Seguida de estudios críticos sobre su obra) los reúne, y añade otros textos, como reza el subtítulo, que ayudan a completar el panorama. Una sucinta biografía, por ejemplo, que da a entender la personalidad abrumadora de esta mujer casada con el juez y crítico de arte Cesáreo Rodríguez-Aguilera, madre de dos hijos: Rafael (el pequeño) y Cesáreo (catedrático Emérito de Ciencias Política en la Universidad de Barcelona y especialista en Gramsci), que, junto al editor Alarcón Sierra (quien, como es lógico, lleva la voz cantante) y a José Ángel Marín, José Corredor Matheos y José María Balcells, fijan críticamente su poética, por más que prime el enfoque personal en los trabajos de su hijo y en los de Marín y Corredor (su evocación es espléndida e incluye dos poemas que le dedicó), que la trataron en vida.
A todo ellos habría que habría que añadir una amplísima, detallada bibliografía
Además de poeta, De Prat fue cantante en su primera juventud (con voz de soprano), ceramista y se diplomó en psicología clínica y social tras realizar varios cursos de postgrado en el Clínico de Barcelona. El álbum fotográfico que cierra el libro permite afirmar, como subrayan cuantos la conocieron, su belleza y, más allá, su sonrisa constante y la expresión de su rostro; su vitalidad, en suma. Eso sí, ejerciendo, si se me permite el término, como mujer desde el principio hasta el fin; consciente de su condición y en defensa de lo que, siquiera sea de forma laxa, podríamos llamar feminismo; atemperado, claro está, por las circunstancias de la época que te tocó vivir. En compañía de otros, ya fuera su marido o sus hijos, ya con sus amigos, muchos de ellos artistas y escritores: Dalí, Miró, Pla, D'Ors, Cela... De eso hablan también Maria Aurèlia Capmany (que prologó su primer libro), José Luis Giménez-Frontín (que le dedicó unas Aleluyas que aquí se reeditan) o Baltasar Porcel. 
Ahora sabe uno que Mercedes llegó a Barcelona a los dos años, que estudió en el Colegio Alemán y luego en el del Sagrado Corazón, que mantuvo una breve relación a los 18 años con el poeta Juan-Eduardo Cirlot y que vivió algunos años en Mallorca. 
¿De qué consta esta obra oculta y no “de culto”, como precisa Alarcón Sierra? De unos “poemas sueltos”, escritos en español y publicados en revistas entre 1951 y 1964; del libro Poemas. Un lloc entremig (con dibujos de Víctor Ramírez, 1982);  de Eros pelgrí i dimonis familiars, un libro inédito; y de una traducción, inédita también (datada en 1949), de El relato del amor y de la muerte del corneta Cristobal Rilke, de Rainer Maria Rilke (para algo sirvieron las clases de alemán en su colegio barcelonés). Eso es todo. Sí, cuarenta poemas, veinte por cada libro, más los sueltos, tres de los cuales, traducidos por ella al catalán, se recogieron en su ópera prima, que vio a la luz… a sus cincuenta y siete años de edad. ¿Poco? Tal vez, pero la poesía no es un juego de pesos y medidas y puede haber más en un puñado de poemas que en cientos impresos en un tocho. 
A las ediciones originales (escritas, repito, en catalán y en verso libre, sólo sujeto a veces a medida) se suman las versiones en castellano. Las del primer libro son del citado poeta Corredor Matheos, todo un lujo, y las del inédito pertenecen al marido de la autora, que no es poca cosa, pues también fue poeta
Afirmaba Capmany que “la voz de Mercè de Prat despierta”. Así es. Indiferente no le deja al lector, doy fe.
De su primer libro, Poemas. Un lugar intermedio (que dedicó, con nombres y apellidos a veintidós amigas), el único que publicó por decisión propia, destacaría “Partida de nacimiento” (vida y obra son en de Prat inseparables: “salir, por ventura, mujer”), “Verbo” (“Yo soy un verbo y me conjugo”), “Carta a Eva Reich” (la hija de Wilhelm Reich), “Volver a Bilitis”, “De Gerona a Quesada” (uno de los mejores, acerca del viaje físico y mental desde su país natal hasta la jiennense Quesada, pueblo natal de su marido), “Baleárica”, “Aniversario”, “Las hierbas”, “La mar escucha”, “Me busco a mí misma en las palabras” (una poética) o el impresionante “Incineración”. 
En el segundo, Eros peregrino, (que estuvo a punto de ser publicado con litografías de diversos artistas catalanes), el erotismo prima. Ligado a  lugares: “de América, Asia Central y Extremo Oriente, antes de acabar en Europa septentrional”, detalla Alarcón Sierra. Miconos, Rodas, Santorini, Delfos, Corinto, Iguazú y Paraná, las Antillas, Samarcanda, Ispahán, Machu Pichu, Marrakech, Kyoto, Escandinavia... 
Estos versos son los más sorprendentes de su obra, según creo. Que estuvieran inéditos hasta ahora, da que pensar. 
En el tercero y último, Demonios familiares, brillan poemas como “A Maria Girona” (la mujer de Albert Ràfols-Casamada, pintor como ella), “Mi casa” (imprescindible, bellísimo), “¿Sigue siendo de Vermeer mi cocina?”, “La ruta de la cerámica” (gran pasión), “El juguete preferido” (con la infancia al fondo), “Réquiem por Toni Turull” y de nuevo versiones de “Verbo”, “La hija” o “Incineración”. 
Los estudios de Alarcón Sierra (que comenta pormenorizadamente su obra poema a poema) y Balcells son ejemplares y, en fin, la idea de dar a conocer la poesía de Mercedes de Prat un acierto que este lector (imagino que cualquiera) agradece. 
El poema “Meditación” comienza: “¿Quieres decirme si la poesía es comunicación? / Yo creo que, fatalmente, se acaban diciendo palabras / de la misma manera que aúlla el viento, / o cantan los pájaros / cuando cae la noche y tienen miedo..., / pero cantan porque han de cantar”. Más claro, imposible. 

Poesía completa. (Seguida de estudios críticos sobre su obra) 
Mercedes de Prat
Edición de Rafael Alarcón Sierra
UJA Editorial, Jaén, 2024. 408 páginas. 30,00 €