3.9.13

Los veranos de Llop

Aunque me pesaba (confieso mi admiración por el autor y compré la obra en cuanto salió, en primavera), dejé a propósito Solsticio, la nueva novela de José Carlos Llop, para leerla en Conil. Me daba la impresión que era un libro que debía disfrutar a la orilla del mar, por mucho que las bravas aguas frías del Atlántico se parezcan lo justo a las tibias y calmas del Mediterráneo natal del escritor mallorquín. 
Los veraneos de su infancia en la batería militar de Betlem, en la bahía de Alcudia, están en el origen y en el fin de esta novela corta que denominaremos así a falta de otra designación más exacta. Lo digo porque no dejan de ser una memorias y cuanto allí se relata pertenece a la biografía de Llop, algo que no se oculta. Que ni siquiera se embosca. "La memoria es también una forma de la literatura", leemos. 
Como suponía, el libro es delicioso, palabra cuyo uso me afea mi hijo, pero que uno encuentra adecuada para describir ese emocionante viaje al paraíso perdido. Porque "cuando el paraíso desaparece, siempre aparece la literatura", era preciso que Llop lo escribiera; algo de lo que nos congratulamos sus lectores, compañeros a la postre de su aventura.
Uno, por cierto, no ha tenido más remedio que leerlo en cierta clave personal. Por ser sobrino de artillero (lo que era el padre del escritor) y, sobre todo, primo y compañero de juegos veraniegos de niños criados en Melilla, un significativo enclave cuartelario. 
La felicidad y la belleza se imponen en Solsticio a cualquier otro sentimiento, por más que el miedo y la muerte acechen por las esquinas de una vida expuesta a la luz cegadora y al calor sofocante de la isla. 
Llop se propone, y lo consigue, "la transfiguración de un espacio real en espacio mítico". Tal vez por eso -y por otras razones que deberá descubrir el lector-, abundan las referencias a la literatura antigua y, más allá, a la Biblia. 
En esa Arcadia, un "paisaje de la felicidad" donde sólo había presente ("un presente solar, mediterráneo, clásico"), vivieron sus solsticios ("Todos los veranos eran el mismo verano"), además de Llop, sus padres (figuras esenciales de esta representación) y su hermano menor. También algunos amigos a los que visitaban o les visitaban.


Al fondo, una pretensión para la vida: "su perdurabilidad tranquila en el tiempo".
"El tiempo de Betlem fue el tiempo de la verdad", afirma Llop. Y añade: "este es un libro antiguo que reivindica su necesidad de ser antiguo para ser. Nació en esa paisaje, un paisaje limpio, noble y ascético que siempre acabó en el mar". 
Paseos, baños en la cala, excursiones, juegos, siestas... y, en fin, todo aquello que conformaban aquellos idílicos meses de agosto en aquel seco y remoto rincón mallorquino han permitido a Llop componer otro libro memorable (el "Epílogo", por ejemplo, es por sí solo una pieza digna de elogio), clave en su bibliografía (siquiera sea por las pistas que da, a modo de poética, para comprender mejor otros libros suyos), casi tanto, aunque la dimensión sea otra (y las comparaciones odiosas), que En la ciudad sumergida. Creo que esta obra marca, en muchos sentidos, el devenir de su particular literatura, de su voz y de su mundo. Es una veta que nos dará en el futuro satisfacciones dignas de celebrar. Al tiempo.