Foto Thomas Andenmatten |
«Debo confesar que entiendo muy bien algunos de los argumentos que exhiben los defensores de la vieja Europa. Aunque no todos, desde luego. Es una batalla de las ideas muy compleja, que no puede reducirse a una mera fórmula del tipo “progreso contra reacción” o “Ilustración contra Edad Media”. Es un enfrentamiento que no se puede ignorar, ni siquiera ahora, aunque solo sea porque ha inspirado a varias generaciones de escritores y artistas y ha dado forma a nuestras sensibilidades. Puedo comprender las razones de quienes lamentan la desaparición del impulso religioso, la pérdida de la imaginación, la tendencia a considerar a los seres humanos como entidades puramente biológicas (¡un cuerpo, un cuerpo! ¡El alma es una ficción!) Pero no puedo aprobar el rechazo total del legado de la Ilustración. Es como si los europeos fuéramos siempre incapaces de encontrar la armonía entre los dos grandes componentes de nuestra experiencia, la del día y la de la noche, la del sentido común y la de la poesía exultante.
Estos debates son antiguos y a veces tendemos a considerar que pertenecen al pasado. Pero un atento aficionado al arte sabe que existe todavía una tensión peculiar entre los aspectos nuevos de nuestra civilización, que refuerzan la dimensión “racional” de la vida —y pueden tener la influencia más beneficiosa en nuestra situación, desde un punto de vista pragmático—, y la “vieja belleza”, el pesar de Delacroix, la añoranza de lo arcaico de Rilke, el apego de Valéry a ciertos elementos de la tradición europea.
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Un Estado no puede ni debe filosofar. No puede leer a Descartes, no puede comprender el doble filo de la visión de Kant. Sería ridículo, y al mismo tiempo aterrador, imaginar un Estado que viviera lo que los críticos alemanes llaman die Kant-Krise, experimentada con tanta profundidad por Heinrich Kleist, por ejemplo (según describe Günter Blamberger en su excelente libro sobre Kleist): un instante de revuelta nihilista, de duda profunda. Sin embargo, la situación opuesta también sería aterradora: un Estado que experimentara una revelación mística repentina, una epifanía que diera las respuestas a todas las grandes preguntas. Los Estados no piensan ni lloran. No rezan. No participan en seminarios filosóficos.»
Adam Zagajewski, "El fin de una sociedad abierta". El País.