Aunque Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) sea, sobre todo,
un narrador, Vida salvaje es su tercera entrega de poesía, después de Cicerone (2014) y Aire de familia (2016).
Se alzó con el Premio Valéncia de la Institució Alfons
El Magnánim por decisión unánime de un jurado competente formado por los poetas
Xelo Candel, José María Micó, José Saborit y Jesús Munárriz, editor de una de
las colecciones más longevas (se fundó en 1975) y prestigiosas de España: la
madrileña Hiperión.
En la reseña de Cicerone aludí al “personaje poético que narra sus felices o no
tanto peripecias ciudadanas. Y digo ‘narra’ porque hay mucha narrativa en esta
poesía, algo que este lector aprecia, sobre todo, y más allá de las historias
que se cuentan […], en los largos párrafos o estrofas (…) que menudean en sus
poemas. La escasez de puntos y la numerosa ristra de versos que ‘dicen’ la mayoría de los poemas. […] Por otro lado,
sorprende al lector el dominio métrico (abundan los endecasílabos y los
heptasílabos) que proporciona a los poemas un ritmo y una musicalidad dignas de
elogio”.
En la de Aire de
familia anoté que estábamos “ante un libro transparente, escrito con la verdad
por delante”. También que “sorprende que una historia tan gastada,
digamos, pueda dar para tanto en manos de un escritor con sensibilidad y con
talento. Para que nada quede en sensiblería, repetición ni mera ocurrencia. Ese
es el hallazgo de Juan Ramón Santos y el acierto de este libro tan sencillo
como asombroso”.
En ambas recensiones subrayaba sus rasgos de ironía y de
humor, algo extensible al resto de su narrativa donde la sutil inteligencia que
esos tonos exigen no le pasa desapercibida al lector atento. ¿No es acaso irónico el título Vida
salvaje?
Si vuelvo sobre su
poesía anterior es para resaltar que a éste también se le puede aplicar bastante
de lo ya señalado con anterioridad. Y eso no por culpa de la repetición, sino
por el mero hecho de que la voz de Santos es única y su mundo, propio, por más
que, paradójicamente, los lectores podamos acceder a ellos sin cortapisas y,
más allá, hacer nuestros esa voz y ese mundo.
Vida salvaje consta de tres partes. La primera, “Día de
campo”, se abre con oportunas citas de Charles Simic y Maribel A. Llamero.
Hace muy poco que la
poesía rural ha salido del ostracismo y del desprecio. Supongo que a
partir de la denuncia de la “España vacía” y de la aparición en escena de obras
literarias (narrativas o poéticas), musicales, cinematográficas (Alcarràs,
pongo por caso) o televisivas ubicadas en esos espacios vaciados. Como he
repetido más de una vez, desde los Novísimos acá, por el simple hecho de
mencionar las cosas del campo, te calificaban, como poco, de agropecuario. Era
sinónimo de antiguo y rancio. ¿Acaso lo son los poemas de Claudio Rodríguez? Como
si la poesía –la literatura en general– no fuese ante todo una cuestión de lenguaje.
Por lo demás, conviene distinguir entre poesía de la naturaleza y poesía rural.
La primera se desarrolla ante el paisaje, que inspira las reflexiones del
poeta; la segunda, ha de estar escrita por alguien que haya crecido o vivido
largas temporadas en un pueblo y, por tanto, en un medio agrícola y ganadero, y
ya se sabe que lo que menos le interesa a un agricultor o al que cría ganado es,
precisamente, el paisaje. Para ellos, el campo es otra cosa. Una fracción de ese
mundo desaparecido o en trance de sucumbir es el que rescata en estos poemas
Juan Ramón Santos. Memoria de veranos interminables entre los que se encuentra
el último de su infancia (testigo de “la imparable vejez de mis abuelos”). Horas
pasadas en una finca familiar de regadío cercana a Plasencia: “estas vegas de Casapalacios”.
En su novela La
muerte de Pinflói, el narrador se refiere al campo como “ese bien sumamente
preciado de mi infancia”, ahora “tierra baldía, mero paisaje, lugar de recreo
para urbanitas nacionales y europeos que necesiten, de cuando en cuando,
desconectar de la ciudad, de su vida desbocada, y disfrutar por unos días de
una relación fugaz, artificial y plástica con la naturaleza”. No es el caso del
personaje poemático que, en clave autobiográfica, se expresa en los poemas de Vida
salvaje. Son demasiadas las vivencias de Santos en ese lugar como para comparar
su discurso con el del dominguero visitante de paso.
A pesar de que
confiese que su “memoria es muy frágil”, recupera en forma de poema no pocas
situaciones vividas, convencido, tal vez, de que para según qué sentimientos y
emociones no hay género mejor que la poesía, donde la intimidad aflora con
naturalidad, al menos en su caso. No a otra razón obedecía, según creo, que
recurriera a ella en sus dos libros anteriores de versos. También para fijar lo
que la huidiza memoria acabará olvidando.
No siempre, es verdad,
habla en primera persona. Quiero decir que pone en su boca palabras y hechos
que le sucedieron a otros; sus parientes, por ejemplo. Así cuando alude a las
duras labores del campo (las del tabaco y el maíz) en “Después de la cosecha”,
a “los puntos cardinales del castigo”. O a los eternos problemas de las lindes,
aviso para ignorantes convencidos de que lo campestre es idílico.
En “Forastero” leemos:
“Yo siempre fui un extraño en la dehesa”, “turista entre labriegos”.
En otras ocasiones torna
lírico, como en “Inventario”, un hermosísimo poema de inspiración horaciana; como
“La hiedra”: “que la vida, después de tanto afán, / en realidad es poco más que
eso: / una siesta, las hojas de una hiedra, / un remanso de verde y de
frescura, / el placer de sentir que respiramos”. Y en “Flores de septiembre”, de
sencillo aire tradicional y popular, amoroso.
De largos estíos de
infancia, de picaduras de avispas, del descubrimiento de la pintura, de las
tórridas siestas y la “voraz lectura” (“El tesoro de la isla”), del inocente maltrato
animal (“pobres bichos”, leemos en “Batracio”), de los “residuos de
esplendor agropecuario” (un verso que a uno se le antoja bayaliano), del tedio
eventual, de los abuelos y las abuelas, de la casa y de los padres, hermanos,
tíos y primos, se podría decir que va esta sección, un libro en sí mismo, que empieza
con “Albada” y termina, en orden cronológico, con la melancolía de “Halley”
(“la terrible pobreza de estar vivo / nuestra breve y precaria condición”) y la
inquietud de “Porque es de noche”, un logrado poema que cierra a la perfección
el círculo de esa irónica vida salvaje que Santos asocia a su libertad de
movimientos por un territorio indisolublemente unido a la dorada edad de la
infancia, verdadera patria del hombre para Rilke.
La segunda sección
reúne veintiocho haikus, siete por cada estación del año. Se titula “El
emboscado” y está inspirada, como nos advierte, en “Dedicatorias y
agradecimientos”, en fotografías de Nicanor Gil, a quien se los dedica.
No son haikus
ortodoxos, cabe precisar, y encubren una trama narrativa tan oscura y sigilosa
como el tema que abordan, con el maquis al fondo. No en vano casi todas las
imágenes de Gil están tomadas en el “Mirador de la memoria” del Valle del Jerte,
donde se rinde homenaje a los resistentes de la Guerra Civil que huyeron a las
montañas. “Somos un sueño / que sobrevive oculto / en la hojarasca”, reza uno
de los haikus.
El tercer apartado de Vida
salvaje, “Aprendizaje”, agrupa poemas relacionados con la muerte. Se trata
de “contar las pérdidas”, diría Zagajewski. Y no son pocas. “Hoy uno lleva
demasiadas pérdidas / a cuestas como para, aún, / creer en una muerte
reversible”, leemos en “Retrospectiva”. En “UCI” utiliza el apuntado recurso
del monólogo dramático. “El augur” no deja de ser un microrrelato. O un corto
cinematográfico. Cuento en verso en lugar de poema en prosa. “Otro adiós portugués”
une a dos amigos muertos en una ciudad fundamental: Lisboa. En “Artesanía” se
demora en ese terrible momento en el que un operario cierra definitivamente el
nicho.
Aquí y allá –entre
poemas, llamemos, genéricos–, presencias que vuelven. De familiares muertos.
Basta consultar la citada página de las dedicatorias. Eso sí, en ningún
momento, aunque estemos hablando del más penoso trance de nuestra existencia,
encontramos en estos poemas tragedia o patetismo. El dolor se reviste, gracias
a su saber hacer poético, de consuelo, de piedad, de conformidad o de perdón y
el lector, por tanto, no sufre directamente las consecuencias que ese paso
definitivo lleva aparejadas. De nuevo un suave tono de ironía y hasta de humor
se cuela entre esos versos graves para salvarlos de otra cosa que no sea
aceptación y, de nuevo, naturalidad. Más allá del miedo. A “destiempo” incluso.
En ocasiones, los
poemas se transforman en cartas que el poeta escribe a quienes, sin vivir,
siguen existiendo. Esa conversación, bien lo sabemos, puede ser interminable.
Permítaseme ponderar
la calidad técnica de la poesía juanramoniana. Ya hablé del ritmo, que
consigue con el auxilio de la métrica clásica, sin perder de vista el
encabalgamiento, un recurso tan importante para obtener la música que la poesía
sin rima demanda.
En busca de la
“difícil sencillez”, Santos utiliza un vocabulario tan esencial como común, de
“palabras gastadas tibiamente”, diría Gil de Biedma. Todo, incluida la
sintaxis, para logar, insisto, una poesía honesta donde importa tanto el cómo
como el qué.
“Aprendizaje” se
titulaba, ya dije, la última parte del conjunto y, en efecto, son varias, y con
esto termino, las “lecciones” que Santos (o el personaje que protagoniza sus
poemas, esto es y no es ficción) extrae. Así, y en orden de aparición, en el
citado “Inventario” menciona a un olivo: “ejemplo pertinaz” de “la más sabia
lección de resistencia”; en “Abierto por obras”: “que la vida hay que hacerla
poco a poco, / disfrutando cada una de sus fases”; en “Spleen”, que “la
vida, a veces, / no es más que un peso muerto, insoportable”; en “La higuera”
son varias las enseñanzas que señala: la de los picores que acarrea en quien
trepa hacia el higo, “que no todas las sombras dan frescura”, “que lo blanco no
es siempre inmaculado” o que, “con el tiempo, / los árboles del bien y del mal
no existen, / que algunas veces el placer nos hiere, / mas que, aun así, jamás
has de perder / las ganas de subir hacia lo alto”; en “Introducción a los
ascensores”, por fin, escribe: “Mi primera lección fue conocer / lo que duele
el teléfono a deshora”.
Todos los libros de
Hiperión incluyen en su colofón un lema en latín. En éste leemos: “Vitam
impendere vero”, palabras de la cuarta “Sátira” de Juvenal que podrían traducirse
como “consagrar la vida a la búsqueda de la verdad”. Están muy bien traídas. De
tener alguna, esa sería la más alta misión de la poesía.
Juan Ramón Santos
Hiperión, Madrid, 2022. 80 páginas. 12 €