Uno pasa casi cada día delante del toro de Osborne, uno de los grandes iconos de la España moderna, que está situado en la N-630, cerca de Casar de Cáceres, y ha visto, como tantos, la transformación a la que Javier Figueredo, según propia confesión, le ha sometido. De toro a vaca, ahí es nada. Con sus manchas blancas, claro, y sus ubres poderosas, acordes al tamaño del bicho. Ha explicado el artista que lo hizo con alevosía y nocturnidad y que le ayudaron tres anónimos amigos. Cuesta trabajo creer que nadie los viera: en esa carretera el tráfico no cesa y al enorme animal, que está a un paso de la cuneta, te lo encuentras de frente que es hacia donde dirigen la luz los faros de cualquier coche (virguerías de alta tecnología al margen).
No hay día en que no salga en alguna parte del mundo un artista (o varios) que, por las razones más diversas y peregrinas, se salta las normas y rompen, siquiera por un momento, con las convenciones para escándalo del público. Bueno, a decir verdad, los espectadores cada vez se inmutan menos, acostumbrados, ya decía, al menudeo de estas pequeñas acciones iconoclastas.
La semana pasada, si no recuerdo mal, se reconocía que en el Museo Británico había estado varios días expuesta una piedra en la que un supuesto hombre primitivo había dibujado a otro cavernícola tirando de un carrito de esos que uno empuja en Eroski o Carrefour. Eso ha ocurrido otras veces en la Tate Gallery de Londres o en el Metropolitan de Nueva York. Qué no podría pasar entonces en el Vostell de Malpartida de Cáceres o en el Museo Narbón, sito en la misma localidad.
Esto vale para el del carrito y para muchas cosas más: los que colgaron en el Guggenheim de Bilbao el cuadro Torbellino de amor o, al otro extremo, para la serie limitada de latas de Piero Manzoni que conservan en su interior los excrementos (con perdón) del artista italiano. Podríamos poner mil ejemplos más.
Lo peor de todo es que no siempre estas ocurrencias son realizadas con esa voluntad transgresora y un punto divertida, como en la que ha llevado a cabo nuestro paisano, sino que son fruto de la sesuda elaboración mental, primero, y manual, después, de quienes se denominan a sí mismos pintores, escultores o sencillamente artistas. Estas son las peligrosas.
Que el arte contemporáneo ha llegado más allá de lo que cualquiera hubiera podido imaginar es algo en lo que coincidimos casi todos. Que el camelo está a la vuelta de muchas supuestas obras de arte, una cruel evidencia. De ahí que sea cada vez más sencillo divertir al personal con cualquier ocurrencia o engatusarle con cualquier gansada. Prefiero no poner más ejemplos. Ni citar nombres.
Por lo mismo, también es cada vez más difícil lograr la debida atención de los potenciales observadores, escarmentados ante esa ridícula parafernalia artística. Vamos, que no hay manera de distinguir, sin poner mucho empeño de nuestra parte, el gato de la liebre. O la vaca del toro.
Ahora bien, lo que no acabo de comprender es la denuncia implícita (una constante explícita que suele darse en este tipo de obras) acerca de “la apatía cultural que, a juicio de Figueredo, invade a la sociedad y a las instituciones extremeñas”. Pocas regiones más activas en lo cultural dentro del panorama hispano (y aun europeo) que la nuestra, y ya no digamos en el terreno artístico. ¿Qué representan, si no, la red de museos de arte actual encabezada por el MEIAC, cada día mejor valorado fuera de las fronteras provinciales? ¿Qué Foro Sur? Y en lo que concierne, en concreto, a los que empiezan, ¿qué las becas de la Junta para nuevos creadores? ¿Para qué se han creado, en fin, los Espacios para la Creación Joven de la Consejería de Cultura en colaboración con los ayuntamientos? ¿Con qué pretexto se acaba de instituir una beca para que un artista trabaje durante unos meses, a tiempo parcial, en la Universidad de Extremadura? ¿Con qué finalidad se ha puesto en marcha el Festival de Artistas Desconocidos de Torrejón El Rubio? ¿Para qué existe, y termino, el potente Gabinete de Iniciativa Joven?
No menciono premios convocados por entidades públicas y privadas, amén de otro tipo de iniciativas que sin duda él conoce y que, como cualquiera que demuestre la debida solvencia, también puede disfrutar.
Bien está entonces que uno exprese lo que siente de la manera que le parezca más necesaria o más útil. Ya sea convirtiendo un toro en vaca o falsificando el mapa de Vinlandia. Eso sí, que no nos venga luego con milongas. Que los comienzos en el arte y la literatura no son sencillos debería ya saberlo Figueredo, por joven que sea. Que con su obra ha animado el cotarro, también. Sea.
Álvaro Valverde