Sería prolijo explicar el complejo mecanismo del premio, pero podría resumirse en que quince críticos literarios (de todos los medios importantes) y los ocho miembros del jurado proponen tres títulos de entre los publicados el año anterior y, una vez realizado el consiguiente cálculo, se seleccionan los libros finalistas. Este año eran cinco: El abrecartas, de Vicente Molina Foix. Anagrama; La piedra en el corazón, de Luis Mateo Díez. Círculo de Lectores; Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago. Destino; Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu. Tusquets y Ninguna necesidad, de Julián Rodríguez. Mondadori. Sobran los comentarios.
Uno reivindica un concepto algo gastado (que el ensayista Javier Gomá recupera para la reflexión): el de ejemplo. Y de ejemplar puede y debe calificarse al premio en sí, a la ciudad que lo promueve, a quienes lo organizan, a los que eligen las obras y las premian y, cómo no, a esos libros de cuentos o las novelas que se llevan el gato al agua. En lo personal, el mero hecho de ser finalista (mi segunda novela lo fue el año pasado) ya es un todo un premio.
Dulce puede estar tranquila, dondequiera que esté. Ninguna manera mejor de recordarla.
Por lo demás, como suele pasar, Fernando Aramburu, que bajó a lo humano para escribir su libro, es tan buena persona como escritor. Pero esto ya lo sabía.