Ana María Moix
Lumen, Barcelona, 2024. 208 páginas. 18,00 €
En A imagen y semejanza (1983) recogió Ana María Moix
(Barcelona, 1947-2014) toda su poesía publicada: los libros Baladas del
Dulce Jim (1969), Call me Stone (1969) y No time for flowers
(1971). En el 73 vio la luz No time for flowers y otras historias, que
incluía los dos últimos y Homenaje a Bécquer. Ahora, en
edición de Andreu Jaume, se reúnen de nuevo esas entregas y se añaden dos
libros nuevos: Palabras,
por ejemplo y Cancionero
para una dama.
Para ella, ser escritora era “una
actitud y una manera de estar aquí que exigían una capacidad de observación y
escucha constante” y, por tanto, algo distinto de hacer carrera literaria y
publicar libros a menudo. Su condición de mujer
estuvo siempre presente en su escritura, pero sin limitar su campo de acción. Recordemos
que fue la única poeta que incluyó Castellet en su famosa antología Nueve
novísimos poetas españoles (1970). Si el responsable de la selección fue en
realidad Gimferrer, la cosa tuvo su lógica pues el autor de Arde el mar fue
su mentor y maestro. Destaca Jaume que fue “una poeta con un fuerte acento
propio, llena de inventiva y vuelo lírico, vanguardista y a la vez clásica,
capaz de saltar del siempre difícil poema en prosa al verso suelto y de ahí a
la estrofa cerrada”. Que la suya es “una voz reconocible y genuina”.
Alude al poema en
prosa y, en efecto, tal vez no se haya ponderado debidamente su contribución a
esa particular forma poética que usó en A imagen
y semejanza.
Escritora precoz, declaró haber imitado en sus
comienzos, “descaradamente”, a Bécquer (una presencia fundamental) y Azorín,
quienes “hicieron de la prosa un instrumento poético”, como ella. Pero son múltiples
las influencias que se aprecian en sus primeros libros, de Pizarnik a simbolistas
como Nerval, pasando por el 27 y los numerosos autores (detrás, las recomendaciones
de Gimferrer) que cita en Palabras, por ejemplo.
En torno a su propia vida,
centrada en la adolescencia y primera juventud de una estudiante melancólica, al
amor , la belleza y la muerte (“última pirueta” de la vida), construye Moix su
poética. Como señalaba Vázquez Montalbán,
alimentada “de cine y canción”. En esta “poesía escrita sin versos” y en la que
acabamos de descubrir, escrita con ellos, el estribillo es habitual y el
atinado uso del encabalgamiento proporciona el singular ritmo que la
identifica. Un tono de balada que recuerda
a las de Brecht.
A la fragmentación, la narratividad, el dejo coloquial y
el juego de voces e identidades que caracterizan las primeras entregas, muy de
época (sesentera, la del pop), las que salvó, se suman, ya se dijo, dos inéditas.
Cancionero para
una dama, escrito
en sonetos, octavas y coplas, tiene una gracia relativa, con ser un ejercicio
clásico impecable, pero Palabras, por ejemplo (verso de Gil de Biedma), incomprensiblemente
“extraviado” desde ¡1966!, me parece una extensa obra lograda que participa más
de la poesía del 50, la de los partidarios de la felicidad barceloneses, que de
la de sus culturalistas contemporáneos novísimos. Una gratísima sorpresa, sin
duda.
Frescura y naturalidad dan forma a
esta historia autobiográfica: la de “una niña grande que se encuentra sola” (“Uno
es él mismo y su soledad”) y explica “lo que veía”; una suerte de monólogo donde
vida, estudios (“de aula en aula, / de bar en bar”) y lecturas se confunden y
donde escribir poesía (algo inexplicable, que hace “sin entenderla”, sobre lo
que reflexiona) no deja de ser “un ir hacia” que salva la existencia. “Vive,
vive, vive”, dice. “Al fin y al cabo solo queríamos libertad”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.