16.2.10

Carnavales gélidos

Aunque no haya podido viajar (otra vez gracias, Abel) a Cracovia para leer  mis poemas en el Cervantes de allí, el frío que uno ha pasado estos Carnavales ha sido decididamente polaco. Lo hemos padecido en la estepa zamorana (hemos estado alojados en casa de nuestros amigos Clara y Paco, en San Martín de Valderaduey) y en las ciudades y pueblos de esa provincia castellana que también hemos visitado. Empezando por la capital, Zamora, esa ciudad levítica que tantos buenos poetas ha dado y que uno, ay, sólo conocía de paso. El frío no impidió, si bien casi lo consigue, amargarnos el paseo por las calles y la muralla para ver sus magníficas iglesias románicas (el estilo arquitectónico que prefiero), las vistas inolvidables sobre el Duero (que bajaba terroso y alborotado) y el castillo (que logramos escalar hasta su más alta torre). Tampoco estuvo mal la ronda posterior por algunos bares del centro en busca de las delicias culinarias que allí perviven.
Como no lo estuvo el paseo dominical por Toro (un lugar solanesco), al caer de la tarde, con la boda típica de su carnaval pasando debajo del Arco del Reloj, después de habernos sorprendido con el sublime Pórtico de la Gloria de su Colegiata.
Antes, por la mañana, habíamos paseado por Urueña, la alta y amurallada Villa del Libro, y entrado y salido de sus librerías más por salvarnos del frío que por encontrar el título anhelado. Nunca ha comprendido uno mejor la virtud de refugio que poseen estos locales donde uno ha pasado emboscado muchas horas de su vida. De allí me traje, qué menos, la antología de Julio M. Mesanza que publicó Renacimiento, con selección y prólogo de otro amigo castellano, Enrique Andrés Ruiz, que por unas cosas y otras... Para un letraherido no puede haber mejor lugar que ése, al que habrá que volver con temperaturas menos siberianas.
En una tienda de Urueña, precisamente, vimos (y tocamos) las famosas mantas zamoranas. Con ganas me quedé de comprarme una y, como un pastor cualquiera de esos que ya no existen, habérmela echado sobre los hombros para entrar en calor, que falta me hacía. Menos mal que la comida casera le entonó a uno el cuerpo con las mismas, buenas mañas de antaño.
Es mucho lo bueno conocido estos días castellanos. Lecciones aprendidas de la amistad, del paisaje austero de esa tierra, de la humilde y sabrosa gastronomía, del excelente vino de Toro... y, cómo no, del frío, sobre todo del frío. Al volver, en Salamanca nevaba.