En la edición que Siruela publicó en 2011 de
la Obra poética completa de Antonio
Colinas (La Bañeza, 1946) se adelantaron poemas del libro que nos ocupa, bajo
el título “El laberinto invisible”. Canciones
para una música silente, ya en marcha cuando se publicó aquella poesía
reunida del poeta leonés, los
incluye, aunque esa sección haya crecido.
Uno diría que estamos ante un libro de
libros, por más que sea el primero en reconocer que, en conjunto, la obra resulta
unitaria y armónica, algo natural si tenemos en cuenta el oficio de Colinas, su
inconfundible voz, la de un humanista con una trayectoria larga y coherente
que, según confiesa en la nota final, no ha podido a resignarse a este último
“gesto de libertad creadora”, a la llamada ineludible de su voz interior.
De esa fidelidad a sí mismo dan cuenta los
epígrafes que abren el libro, de Plotino, Pound, Rumi, Basho… Oriente y
Occidente. Lo cercano y lo lejano. China, Grecia, Castilla. Y también desde el
principio, como marcas de la casa, la armonía, el viaje, la paz, el misterio,
el amor, la verdad, la belleza…
Lugares y personas pueblan la primera de las
seis partes de que consta Canciones.
No ha abandonado Colinas el culturalismo vivido -nada literario, decorativo o
epatante- de sus primeras obras (Sepulcro
en Tarquinia, sobre todo), aunque la referencia, el antes y el después, el
libro al que remite la mayor parte de lo leído en esta nueva entrega sea Noche más allá de la noche. La respiración,
digamos, es la misma, o muy parecida. Así como el tono de la meditación,
discursivo e inspirado (como escrito en trance, se diría), que tanto recuerda
al mejor Romanticismo alemán, sin que al entusiasmo le falte, como contrapeso,
la quietud.
Poesía del pensamiento, plena de
interrogantes. Hacia dentro.
Y pronto también, los símbolos. Entre todos,
el de la mujer. “Catorce retratos de mujeres” (Ramya, Filomena, Tallulah,
Safo…) incluye la citada primera parte.
“Semblanzas sonámbulas” reincide en personajes
y sitios: Platón, Aristóteles, Córdoba (donde pasó su adolescencia), Salamanca
(donde vive), Aleixandre en Las Navas, su amigo Tomás, su hermano José, Goethe…
“Siete poemas civiles” nos lleva a Unamuno (y
a su ciudad de adopción), a la Guerra Civil, a los Panero (entre las ruinas de
la casa familiar de Castrillo de las Piedras), o a Seferis, los ruiseñores y
los periódicos.
“Un verano en Arabí” supone un regreso a
Ibiza, la isla en la que vivió tantos años, “pequeño paraíso / de amistad
verdadera y de belleza”. Un viaje a la memoria, “la prueba / de que otra vida
existe (o existió)”. Y allí, en plena revelación (“Durante muchos años había
buscado un libro / distinto, sin saber / que era él quien me buscaba a mí”), higueras,
estanques, limoneros, acantilados, parras, olivos, pinos, noches, estrellas y,
por encima de todo, el mar y la luz: el Mediterráneo. Y la casa: “cubo de
piedra y cal”.
En el poema XIX (Sufíes), leemos: “Musitáis
las palabras / que ya no son palabras /sino sólo una música silente.”
“El soñador de espigas lejanas” es un extenso
poema único, nada nuevo en Colinas, escrito en Cartagena de Indias en cinco
días de enero de 2013 y de innegable aire irracionalista.
Llega después la sección que da título al
volumen situados en torno a un lugar, Sansueña, (que ubica extramuros de la
mítica Petavonium, ajena a la Sansueña cernudiana). Lo mediterráneo sin mar,
pero no menos en medio de la tierra, en sentido etimológico. En “los páramos
del silencio”. Lo natal, la infancia (“lo más sagrado”). Y el gusto de nuevo
por lo arqueológico y las ruinas. Y otra vez los símbolos: la piedra, la
fuente, las montañas, los valles… Lo telúrico, en suma.
Destacaría uno el poema “Las estaciones de la
vida”: “En el invierno de la vida”… “una verdad humilde, mas segura.” O
“Cumpleaños”, donde escribe: “La belleza: la más honda / aspiración, quizá, del
ser / humano.”
A pesar de vivir en una época de pesadumbre,
cada poco se encuentra uno con libros de poemas donde lo celebratorio es ley.
Así, éste. Con ser Colinas un ser ensimismado y melancólico, hay en él felicidad,
plenitud y hasta alegría. Será porque, como leemos, “he encontrado mi centro, / pues vivir he logrado / cuanto
soñé.”