Con ese título tan sugerente y metaliterario se edita la segunda novela de Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), tras su magna Biblia apócrifa de Aracia, en el sello de la luna libros. "Habría que empezar celebrando que Juan Ramón Santos haya vuelto a las «palabras mayores»", como dijo Gonzalo Hidalgo Bayal al principio de su flamante presentación de la novela. Los azares editoriales (que han propiciado una ayuda precipitada de la Editora Regional, que no del Plan de Fomento de la Lectura, quien publica el libro "en colaboración") han hecho que aparezca muy poco después de su primera incursión lírica con Cicerone, que forma parte de la colección Luna de Poniente de la mencionada casa emeritense.
El propio autor ha relatado que se trata de una novela juvenil para adultos, de una aventura de piratas de secano. Pero el libro, con ser ambas cosas, es mucho más. Con La isla del tesoro al fondo, Santi Alcón o Jim (Jim Hawkins) o Estepario y Juan Plata o el Largo (John Silver) protagonizan una historia que son muchas historias donde lo fundamental acaso sea el paso decisivo que el primero da al convertirse, en el último verano de su infancia, en un verdadero lector. Su vida, desde entonces, será otra.
Son muchos los guiños literarios -los homenajes- y, sobre todo, la nómina de obras que tienen cabida en esta novela de iniciación. Libros capitales de autores imprescindibles que cambian la existencia de cualquiera. La metamorfosis, El extranjero, El lobo estepario, Moby Dick, El desierto de los tártaros, El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo, El Aleph, El Gatopardo... "Todo se puede escribir, muchacho", le dice el Largo (que lleva en el brazo un tatuaje con la palabra Yoknapatawpha) a Jim en San Cipriano, donde se halla la biblioteca soñada. "La literatura no tiene límites", añade a continuación.
A pesar de que está escrita con un estilo menos marcado que en otras ocasiones (Santos pertenece a la estirpe de los escritores benetianos, por decirlo de algún modo, que bien podría ser bayalianos, defensores del "estilo propio" a que hacía alusión en un memorable artículo Fernando Aramburu, otro que tal baila), adaptado tal vez a un público lector más amplio y de distintas edades, no faltan en El tesoro de la isla juegos, humoradas, ironías y mil y un recursos característicos de alguien que ama y conoce su lengua. Tampoco, aunque en menor grado, insisto, los largos párrafos, como en el capítulo 28, próximos en la intención y en el resultado a la famosa hipotaxis ferlosiana. No quería Santos, según propia confesión, que los lectores se asustaran al ver, cuando abrieran el libro, grandes manchas de tinta sin apenas puntos y aparte.
La novela tiene para los lectores placentinos un plus (o varios) pues transcurre en lugares conocidos de una ciudad, Pomares (que viene a ser ésta, cerca de Labriegos y de la desaparecida Aracia, a la que aplica la máxima rusa de que "al contrario que las familias, todas las ciudades de provincia se parecen en su desdicha"), presa de la degradación y el abandono, instalada en los terribles años ochenta del siglo pasado que fue cuando perdió el ferrocarril y el cuartel (lo que en la novela da lugar a una escena muy divertida a causa del duelo entre el alcalde provisional Sarmiento y el teniente coronel Marcial Guerra), por donde campeaban a sus anchas yonquis como el Eddie del relato y se paseaban y pasean (por la Isla, por ejemplo) personajes bien conocidos por los de aquí, como la bibliotecaria Marisa.
De entre los ficticios, digamos, destaca, a pesar de su aparente levedad, el del padre de Santi, dueño del bar Pacífico, la prima Beatriz (cómplice lectora) y Constante (ese tío que tenemos todos, raro hasta el punto de leer poesía), ambos "proscritos familiares" de Labriegos.
Algo digno de ser tenido muy en cuenta es el final (o acaso finales: hay más de una sorpresa), sutil, certero y acertado, bien resuelto, que sobreviene sin que el lector esté avisado, porque lo presuponga.
De entre los ficticios, digamos, destaca, a pesar de su aparente levedad, el del padre de Santi, dueño del bar Pacífico, la prima Beatriz (cómplice lectora) y Constante (ese tío que tenemos todos, raro hasta el punto de leer poesía), ambos "proscritos familiares" de Labriegos.
Algo digno de ser tenido muy en cuenta es el final (o acaso finales: hay más de una sorpresa), sutil, certero y acertado, bien resuelto, que sobreviene sin que el lector esté avisado, porque lo presuponga.
Uno, desde su deformación didáctica, intuye que esta novela podría ser una lectura apropiada para los alumnos de los institutos. Puede que de algunas obras mayores de las letras sólo conozcan lo que los apasionados lectores Santi y Plata transmiten de ellas, pero también cabe la posibilidad de que pasen de esas conseguidas pinceladas (que animan, sin duda, a leer) a los libros en sí con lo que habríamos ganado para la causa a algunos adolescentes. Por otro lado, no está nada mal traída la lista, un auténtico botín de libros, tan alejada de la que se suele manejar en nuestros IES, plagada de pésimas novelas dizque "juveniles". Al fin y al cabo estamos ante un libro que no deja de ser una apasionada y apasionante defensa de la lectura y de la literatura, como expresa en la página 210, en unas líneas escritas a propósito de la citada El desierto de los tártaros, donde descubre, entre otras cosas, que "los libros, además de una fantástica forma de entretenerse, eran una poderosa herramienta para acercarse al mundo y a la vida, para contemplarlos y tratar de comprenderlos".
En el epílogo, el narrador explica los motivos que le llevaron a escribir esas páginas. Dos ante todo: "para afianzar la huidiza memoria del verano que cambio el rumbo de mi vida" y "para que mi hija (...) pueda leer un día en ellas cómo vivíamos entonces, quienes fueron sus abuelos, qué fue de la infancia de su padre". Objetivos logrados gracias a una espléndida novela que le quita a uno de encima la constante sospecha contra las dichosas novelas "juveniles" y que le confirma en su condición de adulto con alma de lector, no sé si adolescente.
NOTA: Esta reseña se publicó ayer en mi sección Plasencias de planVe.
En el epílogo, el narrador explica los motivos que le llevaron a escribir esas páginas. Dos ante todo: "para afianzar la huidiza memoria del verano que cambio el rumbo de mi vida" y "para que mi hija (...) pueda leer un día en ellas cómo vivíamos entonces, quienes fueron sus abuelos, qué fue de la infancia de su padre". Objetivos logrados gracias a una espléndida novela que le quita a uno de encima la constante sospecha contra las dichosas novelas "juveniles" y que le confirma en su condición de adulto con alma de lector, no sé si adolescente.
NOTA: Esta reseña se publicó ayer en mi sección Plasencias de planVe.