Se alegra uno al comprobar que comentamos aquí la lectura de otro nuevo libro de un autor al que en su día leímos, alguien que vuelve a este rincón con todos los merecimientos. Por desgracia, no abarca uno todos los libros y los escritores que querría, pero esa es harina de otro costal. El caso es que estoy encantado con Destilaciones (Pre-Textos), de Juan Peña (Paradas, 1961). Lo mismo que lo estuve tras dar buena cuenta de La misma monotonía (La Isla de Siltolá), una antología poética que abarcaba poemas escritos entre 1989 y 2011. De la misma manera que después de disfrutar de Dura seda (siltoliano también), al que el azar cerró el paso a este cuaderno. Dije entonces que la poesía de Peña estaba a buen recaudo y lo mantengo. Quienes se acerquen a estos versos por primera vez se llevarán una sorpresa. Agradable, imagino. Los que ya hayan leído antes poemas de este autor volverán a encontrarse con su particular tono asordinado, digno de quien transita por la poesía (y por la existencia, claro) con la delicadeza que su fragilidad exige. Lo que sí está claro es que la sustancia obtenida de la destilación es poesía. No siempre ocurre. Por cuidadoso que sea el proceso. Ayuda que sea la vida lo que se destile, como hace al caso. Dos poemas del libro, uno de ellos el primero, llevan el título del libro, en singular y en plural, que comienza: "Eres destilación de polvo y óvulo, / de un ansia, de un amor". Lo milagroso, sí, es que de secreciones, defecaciones, putrefacciones y magmas se obtenga almizcle, ámbar o incluso, si de la tierra se trata, pan, como se evidencia en "Milagro cereal". Lo cierto es que ni el invierno es capaz de impedir la alegría: "Que no sólo en la muerte sea posible / vivir en esta paz y este silencio". Por eso a los cobardes, humillados, menesterosos o tristes les dice (nos dice): "dejaos de lamentos, / no envenenéis el aire".
Preciosos resultan los poemas romanos, uno de ellos dedicado al Papa Francisco. O a los mármoles de Villa Borghese: "Haber vencido al tiempo los prestigia". En "Las máscaras de Keats", Peña se decanta por el clasicismo. No sólo el de las formas, también por el moral: la verdad, la belleza. En "Ad vitam, ad mortem" leemos: "Todo fue y será presente, / y nada termina. Dura / para siempre lo que muere".
El tono melancólico no impide, ya se dijo, que la vitalidad aflore, e incluso predomine. "Hay algo grato en estar triste", es un verso de "Incendios", un poema que, sin embargo, termina: "qué poco la tristeza". La presencia del amor fundamenta esa apuesta decidida por la vida. Como en "Beso" o "Amor y geometría". La enfermedad aparece, para volver sobre lo mismo, en "Parálisis de Bell" o "Habitación 411", Más aún en "Convalecencia" y "Herida". De este lado, el de la esperanza, se ponen los poemas dedicados a la infancia y la primera juventud: "Ritos de paso" ("Eres al fin el que ya ha sido"), "Foto en el corral", "Niños", "El tiempo" ("este jardín sin nadie, tan lejano"), "Visita al que tengo 10 años"...
La familia está detrás de "Siesta en los jardines del valle" ("Quise quedarme aquí, / en la intacta quietud de esta mansedumbre"), "Las tareas del campo" o "Nochebuena".
"Lisboa" se titula una serie que agrupa seis preciosos poemas relacionados con esa ciudad del alma y de la poesía que sigue asumiendo, como la citada Roma, los solventes versos de cualquiera, a pesar de lo que dijo Miguel d'Ors.
El paso del tiempo es otro tema tan eterno como Roma o Lisboa y aquí no falta. En "Llegar a viejo", pongo por caso, o en "Balance".
Al oficio, digamos, de escribir dedica "Poema" (una suerte de poética), "Lector" y "La palabra". Este verso lo resume todo: "Y no ser el que escribe. Ser lo escrito".
Entre albas, atardeceres, jardines o estrellas, discurre sereno el río de esta poesía vital que alcanza en "Una vida" su paradigma, y que concluye en la "hermandad / con pájaros que sufren / y celebran su canto". Tal nosotros.
Preciosos resultan los poemas romanos, uno de ellos dedicado al Papa Francisco. O a los mármoles de Villa Borghese: "Haber vencido al tiempo los prestigia". En "Las máscaras de Keats", Peña se decanta por el clasicismo. No sólo el de las formas, también por el moral: la verdad, la belleza. En "Ad vitam, ad mortem" leemos: "Todo fue y será presente, / y nada termina. Dura / para siempre lo que muere".
El tono melancólico no impide, ya se dijo, que la vitalidad aflore, e incluso predomine. "Hay algo grato en estar triste", es un verso de "Incendios", un poema que, sin embargo, termina: "qué poco la tristeza". La presencia del amor fundamenta esa apuesta decidida por la vida. Como en "Beso" o "Amor y geometría". La enfermedad aparece, para volver sobre lo mismo, en "Parálisis de Bell" o "Habitación 411", Más aún en "Convalecencia" y "Herida". De este lado, el de la esperanza, se ponen los poemas dedicados a la infancia y la primera juventud: "Ritos de paso" ("Eres al fin el que ya ha sido"), "Foto en el corral", "Niños", "El tiempo" ("este jardín sin nadie, tan lejano"), "Visita al que tengo 10 años"...
La familia está detrás de "Siesta en los jardines del valle" ("Quise quedarme aquí, / en la intacta quietud de esta mansedumbre"), "Las tareas del campo" o "Nochebuena".
"Lisboa" se titula una serie que agrupa seis preciosos poemas relacionados con esa ciudad del alma y de la poesía que sigue asumiendo, como la citada Roma, los solventes versos de cualquiera, a pesar de lo que dijo Miguel d'Ors.
El paso del tiempo es otro tema tan eterno como Roma o Lisboa y aquí no falta. En "Llegar a viejo", pongo por caso, o en "Balance".
Al oficio, digamos, de escribir dedica "Poema" (una suerte de poética), "Lector" y "La palabra". Este verso lo resume todo: "Y no ser el que escribe. Ser lo escrito".
Entre albas, atardeceres, jardines o estrellas, discurre sereno el río de esta poesía vital que alcanza en "Una vida" su paradigma, y que concluye en la "hermandad / con pájaros que sufren / y celebran su canto". Tal nosotros.