Son
muchas las lecturas que se han vertido sobre El cuarto del siroco y es que su autor, el placentino Álvaro
Valverde (1959), es uno de los poetas más admirados y respetados de nuestro
panorama lírico, no es para menos pues en su octavo poemario vuelve a dar una
lección de madurez creativa, que viene demostrando desde el IV Premio Fundació
Loewe por Una oculta razón (Visor,
1991). Desde entonces cada libro ha venido a erigirse como inmarcesible hito en
ese exigente camino que debe ser la Obra.
Número
303 de la espléndida colección “Nuevos Textos Sagrados”, que dirige Antoni
Marí, y con una sugerente ilustración de portada de Salvador Retana, que recoge
en unos trazos el espíritu que anima el conjunto, el libro se compone de
setenta y cinco poemas de ritmo imparisílabo, con predominio del heptasílabo y
el endecasílabo, sin división interna en partes, sino organizados como un
continuo de acuerdo con la pulsión de “quien resiste sereno a la intemperie”.
El volumen se abre con un texto del propio autor, La stanza dello scirocco, donde éste explica el significado del
título: “habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el
temible siroco”, y que le sirve para trazar una analogía con el “viento furioso
de la existencia”, así pues para Álvaro Valverde la poesía es refugio
necesario, “metáfora y verdad”, dirá en el poema que inaugura el libro, “A modo
de poética”.
Tras
las elocuentes citas de Kenneth Koch, Anne Carson y Emily Dickinson, Álvaro
Valverde nos ofrece un estilo contenido, depurado, sencillo, epítetos que
albergan una soterrada complejidad, donde podemos hallar desde ciertas
referencias culturalistas, a nuestra tradición lírica contemporánea, en “Homenaje
a María Zambrano” y “Juanramoniana”, al pasado grecolatino, en “Aquiles” y
“Pompeya, MMXIV”, o a “la sombra y la penumbra” de un interior del pintor danés
Vilhelm Hammershoi; hasta lugares donde la memoria, la evocación, el recuerdo,
se hace “presente eterno”, palabra viva, así sucede en los poemas que remiten a
la infancia o a espacios familiares, íntimos, como en “Baño”, “En el molino”,
“Fuente de los Alisos” “Ribera del Marco” o “Torre de la Higuera”, lugares que
resisten detenidos en el tiempo.
Cabe
destacar los tres poemas en prosa, “Una elegía”, “Mujeres” y “Noche”, y, sobre
todo, los poemas breves, donde en apenas unos versos Valverde se aquilata al
ritmo pausado de la naturaleza, con extrema delicadeza, como en “Mínima”:
El
breve son
del
pájaro
en
la rama:
la
escueta,
intensa
levedad
del
aforismo.
Hay
citas que incitan el poema, donde la razón se trueca en esperanza, es el caso
de Leopardi en “Árida vida”, Miguel Hernández en “Canción de aniversario”,
Antonio Colinas en “Meditación en Bohemia”, Sophia de Mello Breyner en “Jardim
do Paço”, o el Arcipreste de Hita en “Leyendo a Jiménez Lozano”.
Pero
si hay un pasaje verdaderamente emotivo, son los tres poemas en los que Álvaro
Valverde evoca al poeta Ángel Campos Pámpano (1957-2008), así el recuerdo del
amigo desaparecido impregna los versos de “Naturaleza pensativa”, “Un viaje a
Lisboa” y “Homenaje”, que constituyen, junto al poema que da título al libro,
el eje cardinal del poemario, páginas en las que el dolor y la melancolía, el
sol y la sombra de “las tardes sosegadas de junio”, al fin relativizan la
ausencia porque, como dijo Vladimír Holan, “al poeta no se le perdona ni la
muerte”.
En
definitiva, Álvaro Valverde nos entrega sus ideas, sus recuerdos, con la serena
belleza del verso medido, reposado, que indaga en el fluir del tiempo, en la
naturaleza, para extraer de ella pura filosofía tamizada por los ojos y la
mente del poeta, ser contemplativo y reflexivo que expresa con hondura la
realidad cotidiana pues para el bardo extremeño leer y escribir es vivir, no
darse por vencido.
Gregorio
Muelas Bermúdez
Reseña
publicada en el nº 6 de CRÁTERA. Revista de crítica y poesía contemporánea y en el blog La Biblioteca de Gregorovius.