Antonio
Garrigues Walker
Huerga
& Fierro, Madrid, 2019. 116 páginas.
El jurista AGW (Madrid, 1934), rara avis de liberal español, había dado a la imprenta libros de Derecho y de política, uno de
dibujos y sabíamos que era dramaturgo (autor de sesenta obras de teatro); pero
es ahora, a los 85 años, cuando se da a conocer como poeta (algún poema suyo
leímos en Sibila) y publica su ópera prima lírica.
En la
breve introducción afirma que “Siempre he escrito poesía y siempre lo
haré”, que “forma parte de mi vida“. Por herencia de padre, amigo de los del 27.
Fue Pepín Bello quien en un viaje en coche a Venecia le contó todo acerca de “aquellos
genios entre los que destacaba siempre a Lorca. Y eso me hizo Lorquiano para siempre
jamás”.
Con la inocencia del recién llegado, tras aseverar que no
sabe “cómo clasificar o adjetivar mi poesía” y que “no me preocupa mucho el
tema”, aclara: “Estoy contento –a veces muy contento– con ella”. Por lo
mismo, concluye: “tengo una intensa sensación de vértigo, de peligro, de
inseguridad. Dudo si será un fracaso esplendoroso o un éxito grande, o aún
peor, ni una cosa ni otra. Es lo que tiene ser, a mi edad, un primerizo”.
He leído este libro no sin cautela, lo confieso. La
valoración es positiva. Dignidad no le falta. Se ve a las claras que la poesía
ha acompañado siempre a AGW y que, amén de practicarla, la ha leído. No es
poco. Basta con fijarse en la fecha que figura al final de cada poema. El más
antiguo es de 1974 (hay otro de esa década, ninguno de la siguiente, algunos de
los noventa y los más de lo que va de siglo) y el más reciente (varios) de este
mismo año.
Su tono es clásico. De clásicos, ya se dijo, contemporáneos,
aunque no falten matices castellanos áuricos. La marca de Lorca, pongo por
caso, es perceptible en el uso de ciertas imágenes (“Es la imaginación lo que
nos salva”) y en el leve irracionalismo que adoptan algunos versos. Su Lorca es
neoyorkino.
Los poemas son extensos y discursivos y el ritmo es
sugerente y muy cuidado: suenan muy bien, más quizá leídos (teatralmente) en
voz alta, a lo que se alude en uno de ellos.
Son poemas, pongamos, de la experiencia, en el más amplio y
poco tendencioso sentido. Los que puede escribir un hombre ya mayor que ha
vivido intensamente. Alguien que ha conocido y tratado a muchas personas (con don
de gentes y mucho mundo, se decía antes) y con grandes dosis de empatía y
resiliencia. Lo menos parecido, se me antoja, a un poeta al uso. De ahí que sus
poemas sean tan vitales. Tan claros y directos. Lúcidos. Y que su lenguaje se
adapte tan bien a lo que quiere expresar.
Consta de tres partes. En la primera, “Corazón acerebrado”,
el amor prima. Más que el amor (y esto es algo extensivo a toda la obra), las
mujeres, verdaderas protagonistas de un volumen que se titula como se titula.
Por eso la muerte es el asunto de la segunda parte, “Homenajes”, donde la mera
presencia del dedicado a Santiago Castelo (¡excelente!) justificaría por sí
solo la publicación de este libro.
En la tercera “El sabor de lo oscuro” (donde está el
emocionante “Diálogo de una madre sobre su hijo”), sorprende la carga política.
Se critica sin concesiones a la izquierda y a la derecha, se rememora una
matanza escolar en Osetia, se oye el silencio en Fukushima y el miedo de “la
gente” en todas partes, verdadero culpable de seguir tolerando los abusos de
“los que mandan”.
Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado 17 de enero de 2020 con el título "Garrigues Walker, un poeta lorquiano" (a partir de ahora las recensiones del suplemento llevarán título).