Decía aquí atrás que era impagable la tarea realizada por Francisco J. Uriz (Zaragoza, 1932), su pasión por divulgar entre nosotros la poesía del norte de Europa.
Poeta, dramaturgo y, sobre todo,
traductor, su trabajo ha sido siquiera en parte reconocido con la concesión, en
dos ocasiones, del Premio Nacional de Traducción: en 1996 por Poesía
nórdica (Ediciones de la Torre, 1995) y en 2012 por el conjunto de su
obra.
También la Academia Sueca otorgó a Uriz
en 1975 el Premio de Traducción y en 2008 el Premio por la Difusión de la
Literatura Sueca en el Extranjero. Por su parte, el Gobierno de España le
concedió en 2008 la Encomienda de la Orden del Mérito Civil.
Cabe recordar, en fin, que fue el fundador
de la Casa del Traductor de Tarazona.
Su última entrega, Hiperbóreas. Antología de poetisas nórdicas (Erial, Zaragoza, 2020). En el prólogo
leemos: “Una antología de poesía escrita por mujeres. ¡Qué absurdo!
Es algo así como una antología de poetas rubios o de ojos azules o
de militantes del LGTB. ¡Ojalá esta fuese la última vez! Pero me
temo que habrá que seguir haciéndolo para conseguir la visibilidad
que les corresponde y expresen su visión de la vida y el mundo”.
Libros del Innombrable, editorial
zaragozana como él, con un tesón comparable al de Uriz, viene publicando
últimamente algunas de sus versiones. Por ejemplo, tres obras de Kjell
Espmark: El espacio interior (2015), La libertad del ocaso (2019) y ¡Préstame tu voz! (2020).
Espmark nació en Strömsund en 1930, al
norte de Suecia. Es poeta, novelista (suya es la serie de siete novelas Tiempo
de olvido), ensayista e investigador literario. Fue catedrático de
Literatura Comparada en la Universidad de Estocolmo. Desde 1956 ha publicado
dieciséis libros de poemas. Miembro de la citada Academia Sueca, fue
presidente del Comité Nobel de 1988 a 2005 y autor del libro El Premio
Nobel de Literatura. Cien años con la misión, que está en el catálogo de
Nórdica (traducido por Marina Torres). En castellano también, hay una
amplia muestra de su poesía en Voces sin tumba (Fundación
Jorge Guillén, 2005) y la novela Béla Bartók contra el tercer
Reich, en traducciones del mismo Uriz.
Como el propio Espmark explica, ¡Préstame
tu voz! es el ”título
de una trilogía compuesta por los poemarios: Vía Láctea, El
espacio interior y Una nube de testigos”. En la primera
(que Uriz, por cierto, publicó como libro exento en la colección Los tres
sorores hace once años) y la tercera, precisa que “hablan cien figuras a
través de mi voz” y en la parte central, “comparece la propia voz prestada, en
parte en fragmentos autobiográficos, en parte, intercalada, en las voces
exteriores que han formado este yo”. Es una obra ambiciosa y lograda con
momentos de gran intensidad.
“Podríamos decir que un catálogo de esas
características comenzó a ser elaborado hace más de dos mil años por los
anónimos poetas griegos que prestaron su voz a muchos muertos en la llamada
antología griega o palatina” –comenta– y añade: “Yo mismo llevo
muchos años camino de este poemario”. Allí leemos: “la poesía es el
alimento del idioma, / da palabras a lo indecible”.
Con todo y, ya digo, a pesar de la
calidad del libro, prefiero centrarme en el anterior, La libertad del
ocaso, que, sin duda, me ha conmovido profundamente.
En una nota inicial, según costumbre,
Espmark escribe entre otras cosas: “La libertad del ocaso se
inserta en la viva discusión que parte del análisis que hizo Theodor Adorno del
tardío lenguaje tonal de Beethoven, su «Spätstil». La idea la ha divulgado
Edward Said en su ensayo On late style y después de él John
Updike entre otros. Milan Kundera ha acuñado la expresión «vesperal freedom»
para nombrar el específico sentimiento vital de que se trata.
La imagen que transmiten del idioma del
artista envejecido difiere considerablemente de la idea admitida en general de
un estilo sereno, otoñalmente luminoso. Subraya en cambio cómo el viejo
maestro, que domina totalmente su medio, rompe en un arrebato de cólera con su
obra anterior y con ello también con su público habitual.
El estilo tardío es un exilio que desde
un punto de vista implica una depuración de todo bagaje superfluo, desde otro
un rechazo de las exigencias del idioma comúnmente aceptado de reconciliación
de contrarios y contradicciones, así como de todas las exigencias de contexto y
coherencia”.
Confiesa, para terminar, que a sus 89
años, “«lo único necesario» (...) ha sido desde hace mucho tiempo una meta para
mí”. Se trataría de “precisar nuestras condiciones tardías como personas
creativas”.
En efecto, ese “estilo tardío” ha dado
obras excepcionales, a veces las mejores de algunos autores y eso que se suele
aseverar que la poesía era flor de juventud, uno de los muchos tópicos que la
aquejan. Para demostrar lo contrario, este puñado de excepcionales poemas
reunidos en un volumen cuya cubierta ilustra una sugerente acuarela, “Sjundby
gård”, de la finlandesa Helene Schjerfbeck. Veinte poemas asombrosos.
El primero del libro, “Estilo tardío”,
sitúa a la perfección la clave del conjunto. Allí leemos: “Pero la sencillez es
un modo engañoso. / Hay que alcanzarla dando un rodeo / que cruza por medio de
los arbustos de endrino”. Y: “Lo único necesario / es razonablemente
inexplicable”.
Distintos personajes –músicos,
pintores, narradores, poetas, arquitectos, etc.– se enfrentan a la realidad y
al arte en sus postrimerías. No todos son, en rigor, monólogos dramáticos, pues
no siempre están escritos en primera persona, pero a través de ellos Espmark
reflexiona, desde el conocimiento profundo de su vida y su obra, sobre sus
respectivas poéticas en el decisivo momento del final, el de la verdad, ese que
ya no admite ni componendas ni trampas. Se trata, en todo caso, de “prestar la
voz” para que otros se expresen por medio de ti. Por ejemplo, en “Ahora
Beethoven se ha vuelto loco”: “Llaman incomprensible a su estilo tardío”. “La
sordera son sólo los primeros pasos / de entrada en un silencio más severo― /
el que él ha tomado a su servicio. // Sí, él arroja al público al silencio”. Y
más adelante: “En las notas no se deja entrar nada prescindible”. De eso se
trata, de llegar a ese “cuarteto en do sostenido menor” al que el compositor
alemán se estuvo dirigiendo a lo largo de su vida.
“Antecedentes al decreto del emperador”
es un delicioso cuento chino que protagoniza Wu Tao-tsu, que en su afán de
perfección y despojamiento (labores que van al unísono) se vio obligado a
completar su cuadro “desde dentro”, lo que obligó al emperador a prohibir a los
artistas “empadronarse en su propia obra”.
En otro poema Linneo, otro sueco, al que
se le escapa el tiempo (“hay prisa”), confiesa que “Escribir una flora más
severa / fue la misión de mi vejez”.
Terrible es la historia de Xu Wei, que “Pintó
el bambú con tal expresividad / que el viento lo mecía en el papel” y mató a su
mujer con un hacha: “El resto / es su estilo tardío. Lo que da miedo es / que
él blandió el hacha con el mismo arte / que en sus pinturas más notables”.
En “Mallarmé llama a la destrucción su
Beatrice”, un verso que es una poética: “Se trata de eliminar”. “Y luego de borrarse
uno mismo”. Dos principios básicos del estilo tardío. “De lo que aquí se trata
es de la última hora / deletreada en fragmentos y soledad”, leemos en “El
hombre que camina”.
Preciosos me han resultado poemas como “Yo
no quiero vuestro maldito futuro” (al que pone voz Edith
Södergran, pionera de la poesía en sueco en Finlandia), que empieza: “Tarde
encontré el país que no existe / donde el idioma que se habla es
transparente / y carece de palabras usadas”. Y termina: “Soy una poeta que no
existe”. O el impresionante “Tarde o temprano en Alejandría”, en el que habla
Cavafis: “Mi misión era el idioma tardío / donde decepción y placer / caben en
la misma sílaba”. Pone en boca del poeta alejandrino versos como: “El mundo
sólo existe con posterioridad”, “Yo condeno el concepto tiempo”. O el
maravilloso, eso me parece, “El cielo presiona sobre Övralid”, en el que
encontramos a un decrépito Carl
Gustaf Verner von Heidenstam, Nobel de Literatura de 1916, en su casa del lago Vättern, donde
murió: “La existencia se encoge a mi alrededor”. “¿Quién es en mí el que
recuerda?”.
Bártok (una de sus obsesiones, ya vimos
que le dedicó una novela aparece en otro poema. Está en su penoso exilio
estadounidense. “La leucemia se llevó la vitalidad misma”. “En la partitura cansancio,
nada más”. “Pero el camino tiene que pasar por lo difícil”, señala. “El estilo
tardío recuerda todo lo duro”.
Sí, “Tengo que captar lo único
necesario. / De prisa”, se dice la pintora Helene Schjerfbeck ante su “último
autorretrato / en captut mortuum”.
En otro, Anna Ajmatova sigue esperando (“En
los terribles años de Yezhov hice fila durante diecisiete meses delante de las
cárceles de Leningrado”, relató la poeta rusa): “¿Puede describir esto? / Sí
puedo”. Y compuso Réquiem, uno de los grandes poemas del siglo XX.
“Viajar en un texto cada vez más denso”
es otro poema capital donde la protagonista es la alemana Nelly Sachs ya en
Estocolmo, donde fallece. “La creación es un exilio constante”, dice. Y: “Al
mismo tiempo el idioma tiene que condensarse / hasta que el susurrante carbón
que viaja por el aire / quede comprimido hasta convertirse en diamante”.
El siguiente es para el galeote Ezra
Pound que busca “en vano las palabras para el arrepentimiento”.
El que dedica a Beckett (“En realidad él
enseñó a hablar al silencio”) es otra joya. “¿Qué significa por cierto la
palabra «esperar» / cuando el tiempo está a punto de acabarse”. Concluye: “Y
él recupera su silencio. / Su retórica es devastadora”.
“El idioma tardío se llama: tacha”,
leemos en “También estas palabras pueden tacharse”, donde el autor vuelve sobre
esta acerada poética del idioma tardío.
La figura de “La libertad del ocaso”,
poema que cierra el libro y le da título, es Gunnar Ekelöf (al que, por
cierto, Uriz tradujo para la colección Voces sin tiempo de
la Fundación Ortega Muñoz). “El hogar definitivo es el desarraigo”. “El
escritor tardío es un isla / sin siquiera una barca subida a tierra”. Sus
últimas estrofas son: “La vida social se ha convertido en algo secundario―/ un
escritor no tiene biografía. / ¿De qué le sirve a un nonagenario / por ejemplo
un nombre como Kundera. // Una última constatación es la indiferencia / ante el
juicio de otros, una euforia que ha comprendido / que la vida venidera puede
preceder a la muerte”.
Nota: Esta reseña se ha publicado en El Cuaderno.