En mayo
del pasado año, publicábamos aquí una reseña del libro De vuelos y de aves de Xavier Seoane. Fue un descubrimiento pues,
como confesaba allí, era mi primera lectura consciente del poeta gallego.
Después he disfrutado, y cuánto, de su antología Elogio de vivir y, ahora, de A póla branca (La rama blanca), obra de 2020 editada por Xerais.
Como se
ve por el título, está escrito en su lengua materna, el gallego, lo que aporta
un plus de dificultad a la lectura que no hace sino intensificarla.
El
delgado volumen consta de dos partes que, en realidad, se funden. La primera es
un auténtico ensayo sobre el haiku. Una preciosa aproximación a la famosa
estrofa japonesa que lo mismo le sirve al neófito que al iniciado. Escrita,
además, con una claridad digna del tema que trata. Ya subrayé en la mencionada
recensión sobre De vuelos y de aves que
la delicadeza marca el tono de la manera de decir de Seoane, algo que aquí se
aprecia aún mejor.
En la
segunda parte, la teoría torna práctica y podemos deleitarnos con un puñado de
haikus.
“Cuando
o lique canta (Algunhas reflexións sobre o haiku)” (lique es, en castellano, licor) se abre con citas de Juan Ramón
(“Hay un punto perfecto en que lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño son iguales”), Maurice Coyaud y Basho (“No sigas las huellas de los
antiguos. Busca lo que ellos buscaron”).
En el
principio, el cruce de influencias entre Occidente y Oriente y la importancia
para la poesía de acá, digamos, de la de allá, más en la época contemporánea.
¿No es acaso el mejor Pound el de Cathay?, por poner un solo ejemplo.
Desde
el comienzo también, uno intuye que al reflexionar sobre el haiku, Seoane está
perfilando al mismo tiempo su propia poética, de manera tan efectiva como
discreta. Lo que aporta, no me cabe duda, hondura y fervor a esas páginas.
“El
haiku es un logro poético de una originalidad, versatilidad y plenitud
difícilmente superable”. [Me tomo el atrevimiento de traducirle al español.] Lo
compara a otras formas breves occidentales como el epigrama, las coplas del
cancionero o la seguidilla. Formas sintéticas de carácter universal que usaron
poetas como Dickinson o Penna, el mencionado JRJ o Ungaretti.
Por
encima de modas, “el haiku atrapa”. Desde Basho, en el XVII, quien lo definió a
la perfección: “Haiku es lo que está sucediendo en este lugar, en este momento”.
Sí, nada más. Una “rara mezcla entre ontología y fenomenología”.
Destaca
su “humildad”, llena de “eficacia”. Su pobreza esencial, diría uno. La
pascaliana infinitud de lo pequeño. Y su relación con el zen, aunque lo trascienda.
Para
Blyth, “una simple nada inevitablemente significativa” donde importan tanto las
palabras como los silencios. Porque el haikista (o haijin) “apunta, aboceta, señala”. Por eso “la naturaleza del haiku
demanda un lector experto, vivo creador”.
Anota
Seoane que, además de la brevedad, el haiku tiende a la sencillez (en gallego, sinxeleza), la naturalidad (no en vano
tiene por centro la naturaleza) y la coloquialidade
o coloquialidad (que es una palabra no admitida por el diccionario de la RAE,
pero que no es lo mismo que coloquialismo). Lejos, en todo caso, del ornato, el
artificio, el efectismo, la sofisticación, la grandilocuencia y las palabras y
expresiones pomposas. Y cita al de Moguer: ¡No
la toques ya más, / Que así es la rosa!
Y sigue
con las características del haiku, como la “inmediatez”, la “ambigüedad” (es
“una de las formas poéticas de mayor densidad perceptiva” o “de la más amplia polisemia
posible”). Recalca, como sólo un poeta sabría decirlo, “el dinamismo de lo
inmóvil”, “la densa gravedad de lo ligero”. Precisa que tiene mucho de
acuarela, de fotografía. Y nada de insignificancia, a pesar de su “excesivo
reduccionismo”. De su minimalismo. Todo lo contrario, ya se apuntó. Ni nada de
“digresiones abstractas”, conceptismo ni énfasis retórico, al que tan
aficionados somos los occidentales, salvando a los epigramistas y a otros
escuetos.
Y sigue
con la “levedad” y el “estado de vigilia” al que ha de estar sometido el
haikista, empeñado no en “concentrar ideas o capturar esencias sintéticas y
abstractas, sino de amplificar lo mínimo e insignificante hasta formas de
revelación y de totalidad, en un intento
de trascender lo efímero, de iluminar lo insignificante, de aprehender lo
incomunicable”. Qué hermosa lección.
Lo
compara después con la música. No la de Bach o Beethoven: la callada de Satie o Bartók.
Aterriza
después en lo básico (y aún no dicho en esta reseña): que un haiku es un poema
breve de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas, lo que no obsta para que exista el
“haiku libre” y los que tienen rima y los que no, e incluso los que se compones
de uno o dos versos o no guardan las medidas de rigor. Pone múltiples ejemplos.
Algunos de pueblos primitivos (recuerden la memorable antología de Ernesto
Cardenal en Alianza) de África o de América que bien podrían pasar por haikus.
Y de otro gallego, Uxío Novoneyra, un virtuoso.
Dedica
un capítulo de la amena disertación al concepto de “aware”, esto es, “el
lamento de las cosas” o, dicho en galaico-portugués, la saudade, que mi amigo Ángel Campos Pámpano, que de eso sabía, nunca
se atrevió a traducir.
Jesús
Munárriz (que tanto ha hecho por el haiku en España, haikista él mismo) y
Teresa Herrero se atreven con una definición más elaborada. Y Motoori Norinaga
y Vicente Haya, para quien “mono no aware es la conmoción del ser humano por la
existencia”. Al final, Seoane recurre a Wilde, a “esa capacidad de asombro a
que siempre apela lo Poético”.
Yoku mireba, otro término japonés aplicado al haiku, se
puede traducir por “si te fijas bien” (“se miras ben”) y resalta la importancia
del sentido de la vista (mucho más que ver) en la poesía japonesa y en la lírica
universal. Para, entre otras cosas, unir el microcosmos al macrocosmos. Una
gota de rocío, un grillo o una mariposa gozan en esa tradición del mismo trato
“que el monte Fuji o la Vía Láctea”.
Tampoco
se le escapa a Seoane algo fundamental: que “el haiku, en general, no se lleva
bien con la presencia de un «yo» enfático”. Que el buen haikista desaparece de
la escena y trata de fluir como la fuente, sentir como el árbol o gozar de la
inmanencia de la piedra o la montaña. Lo dijo también Basho: “Identificarse con
los caminos del cielo, renunciando al propio yo”.
No
quiere, en fin, Seoane que identifiquemos el haiku con lo exquisito. Porque no
es lo mismo purismo que pureza. Así, los hay “apoéticos” o antipoéticos (por
seguir a Parra), de temas variados no siempre coincidentes con lo ortodoxo.
Ironías, bromas, escatología… Y alcoholes, pues no pocos haikistas fueron santos bebedores.
“El
haiku no desprecia ningún tema o realidad física o humana individual o social”.
Sólo “rechaza la pedantería”. Su mirada es la del niño. Su inocencia.
Alude
después a la popularidad del haiku (no hace falta más que darse un paseo por la
redes o apuntarse a un taller de escritura). Sólo en Japón se editan más de
sesenta revistas dedicadas al género (no hay japonés que no haya escrito al
menos uno, aunque Chiyo compuso 1.700 a lo largo de su vida, el primero a los
seis años).
Hace
bien en informar de que “siempre hubo mujeres que crearon haikus”. Y de aportar
algunos datos curiosos que no desvelo para que los disfrute el hipotético
lector.
Una
coda abrocha perfectamente este ensayo. Allí llega a comparar el haiku con el
soneto, otra “forma universal” de la
poesía.
Luego,
ya se dijo, viene la destreza del haikista que Seoane, sin dudarlo, es. Casi
cien podemos leer. Y sin apenas dificultad para quienes no conocemos como es
debido la lengua gallega.
Todo lo
reflexionado en la primera parte tiene su culminación en la segunda, donde se
nos revela, digamos, la verdad.
Del
gozo a la melancolía (esa saudade a
que hicimos antes alusión), de la pasión a la serenidad, Seoane se deja llevar con
la naturalidad que cabe al caso y ofrece al lector una variada muestra de
haikus. Tradicionales y modernos. Urbanos y de la naturaleza. Metafísicos y
conversacionales. Ortodoxos y lo contrario. Con pájaros y lunas, pintadas y
columpios, caracoles y grillos. Sin solemnidad y, cuando toca, con humor: A que andades, poetas? / Xa é primavera / no Corte Inglés.
He
elegido diez para que quien lee pueda apreciar su sensible belleza. Como acabo
de indicar, no es necesaria la traducción, incluso para quien, como uno, anda a
tientas por esa bonita lengua; tan apropiada, por cierto, para expresar en
pocas palabras lo que tantas veces sentimos indecible. Porque no oído / da matemática / canta o
infinito.
A póla branca
Xavier
Seoane
Xerais,
Vigo, 2020. 70 páginas, 12.50 €
DIEZ
HAIKUS DE XAVIER SEOANE
Tarde
no parque.
Os balancíns repousan.
A xente vaise.
A
libélula
descende, ascende,
desaparece
Acordes
de Mozart.
Mísera choiva.
Tacón
de agulla.
Camiña a moza.
Ave zancuda.
Sol nas
persianas.
Canción na radio.
Agosto proletario.
Un
vello.
Tenda de lencería.
Melancolía.
Os haijin vellos
vivían á intemperie.
Haikus eternos.
Pobo
horrendo.
Que só se salve
o cemiterio…
Aquel
pétalo
aínda cae
no meu silencio.
Escoito
o canto silencioso
da agua no pozo
Os balancíns repousan.
A xente vaise.
descende, ascende,
desaparece
de Mozart.
Mísera choiva.
Camiña a moza.
Ave zancuda.
Canción na radio.
Agosto proletario.
Tenda de lencería.
Melancolía.
vivían á intemperie.
Haikus eternos.
Que só se salve
o cemiterio…
aínda cae
no meu silencio.
o canto silencioso
da agua no pozo
Zelia Zambrano/La Voz de Galicia |