Desafiando
a Pascal
Por Enrique García Fuentes
Avatares que no vienen al caso, pero que son muy similares a los que el poeta
placentino Álvaro Valverde refiere en esta última entrega suya, me llevaron a mí también,
hace un tiempo, a Sofia, la tan depauperada como subyugante capital de la distante
Bulgaria. Digo esto al principio por que se entienda mi inmediata conexión sentimental
con buena parte del contenido de este Sobre el azar del mapa, que, por simples
casualidades de la vida, se superpone a (y en cierta medida completa)
la reciente aparición de su autor en estas mismas páginas con motivo de su participación
en ese encomiable Extremamour del que dimos cuenta hace
escasas semanas. Y es que este último y emocionante poemario consta de dos partes a las que
une el hecho de referir experiencias muy intimas, meditadas y primorosamente escandida
–la norma, en fin, que ha hecho de Álvaro Valverde uno de los nombres imprescindibles
de la actual poesía en castellano–, sugeridas a partir de dos viajes físicos realizados
por el autor a los lugares que revive en los poemas contenidos en el libro.
Así, por un lado, la primera y más extensa, titulada “Cuaderno de Sofía",
recreará (según confiesa en el poema que lo cierra: He escrito de memoria / Ni
un verso tan siquiera / se concibió en Sofia) su estancia en la capital búlgara
y lugares de alrededor con motivo de un viaje familiar. La segunda parte, mas breve, se llama “Cuaderno suizo” y refiere
de un modo ya exento del vínculo que condujo la primera, una
estancia del poeta en dos ciudades helvéticas, Grandson y la más
cosmopolita Ginebra. De nuevo opta Valverde por ubicar un poemario fuera del territorio
al que habitualmente se vincula, ya lo hizo en su libro anterior, “Más allá, Tánger”,
aunque de la misma forma que aquí, deglutiera la experiencia a posteriori, con lo
que se pone de relieve –tal como nos aclara una de las cuidadosamente elegidas citas
que le sirven de pórtico– que el verdadero resultado del periplo es la interiorización
posterior del mismo y su reposada y meditada asimilación hasta convertirse en poema.
Por eso, y como insistirá en decir a través del recorrido del libro, esto que el
lector tiene entre las manos es la obra de un viajero, / que rehúye a conciencia
/ el papel de turista; solo así puede entonces transmitírsenos la hondura de
esa vivencia tan remansada, tan particular claro, pero,
a la vez, tan cercana, puesto que los sutiles y rápidos trazos con que es capaz
de inculcarnos la realidad de lo que nos describe o siente (particularmente exentos
de ornamentos excesivos) en seguida se integran en nuestra propia experiencia particular.
Valverde nos considera receptores idóneos de sus reflexiones, pues cuenta con que
compartimos un recipiente común donde albergarlas primero y alquitararlas después.
Por eso los cincuenta poemas que componen la parte búlgara –un único poema, en realidad– tampoco precisan necesariamente del conocimiento fáctico del lector. Con sus breves delineaciones asimilamos la desolada tristeza que la ciudad transpira,
a lo que ayuda el entorno invernal en que se sitúan las remembranzas.
Se trata de un lugar tan, en principio, alejado de la rutas turísticas tradicionales
que termina, sin embargo, y gracias a estos versos, latiendo en nuestro interior
y mutando en belleza la sordidez de su anatomía en muchos: casos. Mi breve experiencia
allí (que reviví inmediatamente con estos versos: ¿Qué decir de
la luz? /A uno se le antoja casi gris. /
Del color /-sucio e indefinido- /que proyecta la vida / a finales de invierno) me hizo asumir una ciudad donde aflora rápidamente el con- traste entre
la pobreza evidente de la mayoría de sus habitantes y la ostentosa riqueza de otros
pocos un territorio donde las huellas de su pasado
más reciente (la magnitud proporcional/ a su insignificancia) sobresalen
en la sobriedad digna de sus calles ajadas y silenciosas. Eso
sí, no pierde el poeta ocasión –también marca de la casa– de dar cuenta, siquiera
sobria, de lugares (Vitosha, Rilska, Perlovska, Knyazheska, la mezquita Banya Bashi, la catedral Alexander Nevski), personajes
(poetas, claro, los Slavelkov o Zhivka Baltadzhieva) o tradiciones (Chestita Baba
Marta) que quizás conoce por primera vez y sin pedanterías innecesarias
comparte con nosotros. (Sin embargo, la conmovedora
iglesia medieval de Boyana la ha preterido casi en aras del recreo de una anécdota
–si intensa– centrada en un personaje enterrado cerca de allí). Por
su parte, el “Cuaderno suizo” consta, a su vez de dos piezas un conjunto
de nueve poemas (para el que firma, lo más granado del libro) sugeridos tras una
breve estancia en Grandson y once más censados en Ginebra. De los primeros
destaco la calma que respiran, la intimidad que recrean; apenas evocan un par de visiones desde el cuarto del hotel a breves paseos nocturnos en medio de
un frío que se nos antoja casi confortable, lejos del aterimiento búlgaro. Impresiones
nimias y muy cercanas: la luz del amanecer, el frio de
la noche, unas tímidas ventanas encendidas (¿Qué puede estar pasando tiempo adentro
/ en las habitaciones de esta casa? / ¿Qué secretos esconden estos
cuartos/ donde vive el misterio de la noche?). Muy distintos son los ubicados en Ginebra:
donde la voz lírica pasa lista (y luce músculo de su pasión lectora) a escritores
anteriores vinculados de alguna manera u otra con la ciudad. Tras cotejar el Ródano
con su cercano Jerte, sus versos evocan a Costafreda, Valente, Aquilino Duque, Gimferrer,
Ramos Sucre (vía Eugenio Montejo), María Zambrano o Borges, allí enterrado.
Por todo ello me parece que Valverde contradice lo justo a Pascal, cuando
el matemático decía aquello de que la infelicidad del hombre se basa solo
en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación El estiaje poético
de sus itinerarios nos torna cómplices íntegros pues gracias
a sus versos vivimos en y de sus experiencias, ahora tan cercanas: tan cariñosamente
parecidas a las que cualquiera de nosotros podría abrigar.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento TRAZOS del diario HOY.