Basilio Sánchez
(Cáceres, 1958) comentaba en una entrevista: “Utilizando una imagen del poeta
peruano Eduardo Chirinos, percibo mis libros como planetas solitarios que giran
alrededor de su propio eje, pero sometidos todos a unas mismas leyes de
movimiento, a un orden cosmológico superior que no es otro que la idea que yo
tengo de la poesía. Concibo la creación poética como una especie de diario del
espíritu, como una forma de anotar y de poner en relación la vida de uno mismo
con el mundo que nos rodea tal y como el poeta consigue percibirlo a lo largo
de las diferentes etapas por las que va pasando”. A la pregunta de en qué tradición poética se inscribe, contesta: “Podría ser en la poesía del
fervor, como la llamaría el poeta polaco Adam Zagajewski, o en la poesía del entusiasmo, como querría Hölderlin”.
Conviene precisar que la poesía del
cacereño se dispone como un continuo, una manera de decir propia que se
transmite a través de un lenguaje versicular y rítmico, claro y austero (“Amo
la austeridad de los que escriben / como el que excava un pozo”), pero altamente
imaginativo, que parece el fruto de la más elevada inspiración (aquella que
linda con la mística), alegórico en todo caso, construido con palabras comunes
que remiten a conceptos metafóricos y simbólicos complejos y con el uso de
versos que podrían pasar por aforismos. Allí lo temporal y lo espacial (aunque
aquí quepan más los términos intempestivo e inespacial) se diluyen
para conseguir el protagonismo del misterio, una palabra clave para entender
esta poética del mito y el enigma.
Sus libros, armonizados con un
hombre de talante contemplativo, tienen un “carácter de libro de
meditaciones”, de “cuaderno de campo de un naturalista” que ha sido escrito con
lentitud (“Amo lo que se hace lentamente”) en soledad (“Siempre supe estar
solo”) y silencio (“El silencio es la elegancia absoluta”). A la tradición meditativa
se adscribe esta poesía del pensamiento sintiente. Lo que no obsta, como señala
su maestro Antonio Colinas, para que tienda “a lo surreal, al irracionalismo”.
Su tono es hímnico. Hay “una
celebración tenaz de lo que existe”. Porque, evocando a Claudio
Rodríguez, “El mundo se nos revela siempre en un estado / de perfecta
ebriedad”. A veces se tiñe de melancolía.
Se distingue por su alta carga humanística.
Ya lo dijo Miłosz, “la poesía pertenece sin
duda a la tradición del humanismo y queda indefensa ante la barbarie común”. Y por su impronta ética, en términos
lévinianos: “una forma de asumir (…) la existencia de los otros / como
si fuese tuya”. A favor de la humildad: “me dedico a lo poco”.
Adopta la franqueza del autorretrato.
Reflexiona sobre el propio quehacer
poético y atiende a la frágil figura del poeta. “La poesía no explica ni
argumenta. / La poesía sólo llama a las cosas”. Es “el oficio del espíritu”. “Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del
mundo”, dice. No es raro que sostenga: “Uno escribe un poema para sentirse
vivo”. Y “para que otro descubra que está vivo”.
Médico intensivista en plena pandemia, logra crear en su
último libro una atmósfera que no es ajena a esa penosa circunstancia de las
“negociaciones con la muerte”. Por ventura, “siempre hay alguien que cuida”.
Defiende la casa –un “arca”, un refugio– y el “fervor de
lo vivo” que alienta en su jardín donde dialoga al atardecer con plantas y
animales, franciscanamente.
“Pertenezco al linaje de los tímidos”, confiesa, y que “fuera
de la poesía es muy difícil, / para un simple poeta, hacerse comprender”.
NOTA: Este texto (ilustrado con un retrato del autor realizado por Maribel Muriel) introduce una amplia selección de poemas de Basilio Sánchez publicada en el número 804 de la revista El Ciervo. Es la tricentésima décima primera entrega de su Pliego de Poesía.