18.7.05

Memoria fluvial

UNO ya dijo que, dando por hecho que la felicidad suele asociarse con la infancia (por más que algunas sean muy desgraciadas y ninguna feliz del todo), es en sus interminables veranos donde aquélla alcanza sus mejores momentos. Curiosa paradoja, pero así es: a pesar de que esos meses estivales parecían no tener fin, en el recuerdo apenas duran unos instantes, que es lo que suelen durar las cosas que nos proporcionan esa entelequia llamada felicidad.

Y en los veranos, el agua. No hay estío sin baños. No al menos para muchos, entre los que me cuento. Para los de mi generación -en plena cuarentena-, los placentinos de la segunda mitad de los cincuenta y primera de los sesenta, el agua y los baños van indisociablemente unidos al río. Al Jerte, por más señas.

La semana pasada, sentado en un rollo de sus orillas, le decía a mi hijo: ¿te has dado cuenta de lo poca cosa que es este río? Y, sin embargo, cuánta su importancia para el Valle que atraviesa y para la ciudad donde nací y siempre he vivido.

Estábamos junto al ventorro de Benidor (sin eme final, como se llamó al principio). Allí íbamos a pasar los domingos de hace cuarenta años. Lo hacíamos en autobús. Entonces casi nadie tenía coche. Con todo, algunas veces fuimos en la furgoneta de Benedicto Izquierdo. Entre curvas y mareos, una sandía rodaba por el suelo durante todo el viaje. La misma que luego se metía el agua para que se enfriara. ¿Lo peor de aquellos días? ¿Las eternas digestiones de tres horas! Y, cómo no, la ida y la vuelta por aquella tortuosa carretera. ¿Lo mejor? Los juegos, la comida (ensaladilla rusa, tortilla de patata, filetes empanados) y la sensación de libertad que le proporcionaban a un niño aquellos parajes amenos.

En ocasiones especiales, pero una vez por lo menos todos los veranos, cambiábamos de dirección, aunque no de suplicio: de secundaria a secundaria, de curvas a más curvas. Era cuando subíamos a Cuartos, Jaranda o Pedro Chate, las míticas gargantas de La Vera. En mis recuerdos permanecen las aguas frías y transparentes donde nos zambullíamos o el intenso olor de las zarzas, los juncos y los helechos de sus riberas. Y, sobre todo, las canciones, aquéllas que se cantaban al regreso y nos ligaban más que nada a una tierra que, sin discusión, uno podría denominar la de sus antepasados. Músicas y letras populares enraizadas en un tiempo sin edad pero con memoria.

No obstante, ya dije, los baños de mi infancia están asociados esencialmente a nuestro humilde Jerte a su paso por Plasencia. A sus charcos: los que había en el Camino de las Huertas y en La Isla, pero en especial el de La Trucha. Ir hasta allí era un ritual asombroso. Para empezar, había que recorrer un largo camino desde casa. La ciudad no era la de ahora y se terminaba mucho antes. Luego, superadas las interminables callejas de las afueras, había que cruzar la pesquera, un paso evitable pero necesario para evitar un largo rodeo. Resbalarse era un peligro asumible para tamaña aventura. Era hermoso pisar sus piedras desgastadas y verdosas mientras el agua caía por encima. Más adelante, salvado ese emocionante escollo, recorrías un camino umbrío (todavía veo a la bestia dando vueltas en la noria) hasta llegar al charco propiamente dicho.

Cuando me bañaba el otro día con Alberto, éste se asombraba de comprobar cómo los peces le picaban en los pies. O se quejaba de lo molestas que resultan, para moverse por el río, los cantos rodados del fondo. Yo me sonreía y le contaba que, ahora ya no, pero que durante años uno tuvo los pies curtidos para soportar esos pequeños inconvenientes, por el mero hecho de tener que soportarlos, con gusto, a diario, verano tras verano.

Como aquellos del Kilómetro 4, pongo por caso, la mayor playa fluvial de la Plasencia de entonces, un sitio con embarcaderos de madera desde los que tirarse al agua de cabeza, donde sofocaron sus ardores la mayor parte de los placentinos de la época.

Los años pasaron y llegaron las piscinas (que están en el origen de estos recuerdos, como contaré otro día) y, con ellas, descubrimos otro mundo, puede que más aséptico (o no, vete a ver), pero a costa de perder de forma irremediable ese paraíso fluvial donde quedó sumergida nuestra infancia.

Uno, a pesar de eso, no ha dejado de frecuentar las aguas de los ríos Por eso, además de los baños en el estanque del molino (muy civilizado ya), no hay verano que no me pegue el consiguiente chapuzón en uno de esos charcos bellos y misteriosos que tanto abundan por estos reinos, ya sea en Pinofranqueado o en Benidorm (ahora con eme). Siquiera sea para no olvidarme del fluvial niño que fui.

(HOY)