3.7.05

Regreso al cementerio alemán

Yuste, qué duda cabe, como casi todo, ya no es lo que era. Ni el amasijo de ruinas que fue cuando lo conoció mi padre de niño (un relato romántico del que nace mi primera noticia consciente del sitio), ni siquiera ese lugar apartado y tranquilo donde, muchos años después y previa reconstrucción del monasterio, unos pocos nos dejábamos caer con relativa frecuencia. Hoy, en la explanada de entrada es raro el día -sobre todo en fin de semana y vacaciones- que no nos encontramos con varios autobuses y un elevado número de coches aparcados. De ahí lo complicado que resulta visitar el palacio del emperador (cuando surge un compromiso) y, más allá, lo enojoso de soportar el jaleo propio del gentío en un paraje elegido para la soledad y el silencio. Por los monjes que allí viven, sí, pero también por los esporádicos visitantes que nos acercamos hasta ese rincón en su busca.
Es verdad que la presencia de la Fundación Academia Europea de Yuste (que ha dado más sentido aún a ese singular enclave) y de los monjes jerónimos (que sufren como nadie los desatinos de los turistas) impiden razonablemente la total desbandada. Del mismo modo, su reciente vinculación a la red de Monasterios y Conventos Reales de Patrimonio Nacional le preservará en el futuro de esas indeseables contrariedades a que venimos haciendo referencia. En todo caso, con el respeto debido, se pueden compaginar la oración, la contemplación y el trabajo intelectual con el descanso y el esparcimiento, que para unas y otras cosas existe Yuste.
Y a un paso de él, y con los mismos problemas de masificación y bullicio, el Cementerio Alemán (Deutscher Soldatenfriedhof), un «lugar de la duración» (por usar las palabras de Peter Handke), un espacio único donde el tiempo parece detenerse. Tampoco ahí, insisto, las cosas son igual que hace años, cuando uno, inspirado por la extraña paz del recinto, le dedicó un poema. Unos versos que brotaron en aquellas silenciosas soledades o, mejor, en aquel desierto (al modo místico) donde sonaba la música callada de la naturaleza que, como la de la poesía, nunca es el silencio, sino todo lo contrario.
Como su vecino Yuste, algo tiene ese sitio cuando tantos poetas le han dedicado un poema. No será, me apresuro a decir, por su simbología bélica (y su consiguiente sustrato ideológico), ni porque los enterrados fueran soldados alemanes de las dos Guerras Mundiales perpetradas en el pasado siglo. Con estar eso ahí, omnipresente incluso. No hay más que ir leyendo las inscripciones de las tumbas para reparar en la crueldad de la guerra. Al comprobar las edades de los que murieron en combate. Demasiado pronto para morir, sin duda, y lo que es peor: demasiado pronto para saber porqué.
Es el lugar, su sense of place, como dicen los ingleses, lo que nos impulsa a escribir, a buen seguro, sobre él. Ese «no sé qué» que habita ese bancal con pequeños túmulos rodeados de olivos, abierto al aire y al cielo en la paradisíaca comarca de La Vera.
A la ya larga lista de poemas consagrados al Cementerio Alemán (que un día habrá que reunir en una antología), escritos, que a mí me conste, por el sevillano Juan Lamillar, los catalanes Jordi Virallonga y Eduard Sanahuja y por nuestro paisano José Luis García Martín, se suman dos nuevas incorporaciones. La primera es obra del mallorquín José Carlos Llop y aparece en su libro La dádiva (Renacimiento). La segunda, más reciente aún, es de José María Micó y se recoge en La sangre de los fósiles, recién publicado por Tusquets.
No será el último. Por si acaso, con motivo de la visita a estas tierras del poeta cántabro Lorenzo Oliván (ejemplar traductor de Keats y de Emily Dickinson), uno se permitió sugerirle que se acercara hasta allí, con la secreta esperanza de que una persona sensible como él acabaría alumbrando también su poema del Cementerio.
Hace unos años, a raíz de que mi poema apareciera recogido en una antología y, vía Internet, por un artículo similar a éste, se puso en comunicación conmigo un profesor de español de un instituto del norte de Alemania. Sorprendidos, antes que nada, por la existencia de un cementerio de soldados alemanes en España, querían aprovechar una fiesta escolar para hablar de ese sitio y, de paso, leer (una vez traducidos) los poemas que le nombran.
Uno aprovechará la próxima estancia en Yuste (donde se celebra la semana que viene un curso sobre Gabriel y Galán) para acercarse hasta allí. Con gente o sin ella, espero volver a sentir la misma emoción de siempre. Porque «nos trae a este lugar una costumbre de ausencia y de sosiego» y «hacia el sur, bajo el muro, duermen viñas caídas y a la sombra sin sombra de los viejos olivos el silencio es solemne».
(HOY)