Uno se precia de no tener en la biblioteca demasiados libros sin leer. Soy de los que compran para eso, no para acumular volúmenes en las estanterías. Siempre he ido a tiro hecho, fiándome de mi información y de mi instinto. Tampoco mi economía ha dado nunca para más. Con todo, algunas obras se me atraviesan. Eso debió pasar con El olivo y el acebuche, de Vincenzo Consolo. El epígrafe del último libro de Julián Rodríguez, tomado de ahí, me trajo a la memoria esa lectura pendiente. Hace unos días, buscando no sé qué (nuestra biblioteca no está muy ordenada), me topé con el libro y ya no lo he soltado. Lo publicó Muchnick en 1997. De nuevo mi querida Sicilia es el motivo. De género inclasificable (está en la colección de Pensamiento), el autor de La sonrisa del ignoto marinero se acerca, sobre todo, a la poesía. No hay manera mejor, quizá, para intentar comprender al misterio que encierra esa isla. Bueno, tampoco la novela, seamos justos, ha sido ajena a ese desvelamiento. Y ya que de novelas hablo, cuánto me han gustado los capítulos que dedica al huido Verga, el de Los Malavoglia. O el evocado encuentro entre el poeta bavaro von Platen (que escribiera sobre Yuste) y Leopardi en Nápoles. Detrás del espléndido paisaje siciliano -ciudades (Segesta, Siracusa, Catania, Trapani, Mazara...), ruinas, pueblos, campo, mar-, tan parecido al extremeño, uno entrevé también el que nos llegará, castigado por una desacertada y agresiva política industrial: refinería, industria química... Tiempo al tiempo.