18.9.10

Piedras al agua

Cuando Antonio Cabrera (Medina Sidonia, 1958) publicó en 2000 su primer libro de poemas, sus compañeros de promoción poética ya tenían varios ejemplares en las librerías y algunos, incluso, ya habían sacado una primera edición de sus poesías completas. De ahí que su nombre falte en los recuentos y antologías fundacionales del grupo de los Ochenta (las serias y las publicitarias) y, ya aquí al lado, en otras  más recientes como Poetas de la democracia, de Prieto de Paula. Esta tardanza no ha impedido que críticos y lectores (y, por eso, poetas) le consideren uno de los nombres mayores de nuestra poesía reciente. Su incorporación a la colección Nuevos Textos Sagrados de Tusquets  (donde abundan los compañeros de viaje  generacional) es elocuente. Todo esto viene a demostrar que lo único que importa, a la corta y a la larga, son los libros que se escriben, pues es ahí donde está la poesía y no en otra parte. Tampoco la cantidad es significativa: Piedras al agua es el cuarto de los suyos y reúne el puñado de poemas justos, ni más ni menos. Tampoco es Cabrera un poeta que juegue al despiste: su nueva obra es fruto de un mundo y una voz que sus lectores ya conocíamos. Puede que el primero se ensanche y la segunda se ahonde, pero eso es normal entre seres que viajan y piensan, que pasean y sienten. Que viven y sufren y gozan. La presencia de la naturaleza (auténtica marca de la casa), el feroz paso del tiempo (a través de las estaciones), los sencillos afectos familiares y domésticos (las dos Adelinas, Daniel, su madre...) y, sobre todo, las reflexiones de un hombre que enseña y practica la filosofía dan forma a este libro preciso y luminoso. A mí, por poner un ejemplo, me ha llegado al alma Cementerio de Peliceira, uno de los poemas más despojados y estremecedores del volumen. Recomendar Piedras al agua no es necesario. Lo imprescindible es leerlo.