Volviendo al asunto de la desidia institucional, ahora que los mandamases culturales se empeñan en dejarse ver en actos de escasa entidad, pero siguen sin acudir a los que acaso importan (el último, la presentación madrileña de la colección poética Luna de Poniente, que, por cierto, patrocina un ayuntamiento popular), recuerdo un gracioso sucedido que anticipaba esta peregrina costumbre, tan reñida, ay, con la dichosa excelencia que siempre tienen los políticos en la boca. Fue al poco de tomar el poder el señor Vara. Desde la jefatura del gabinete de la innombrable consejera de entonces, se me instó a acudir a Madrid para representar al presidente de la Junta en un evento, que dirían ellos. En la calle Leganitos, vetusta sede de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, tendría lugar la presunta presentación de un libro sobre el ceramista emeritense, otrora famoso, Rafael Ortega, algo así como el M. Sansón de aquella época. Allá me fui, corbatina en ristre. Llegué, saludé, me presenté... Nadie me conocía ni me esperaba. Por uno, sin problema, pero iba en nombre, no se olvide, del mismísimo presidente. Así de profesional era aquel jefecillo. El que me mandó, digo. Tras aguantar el chaparrón en aquel oscuro y húmedo piso donde, en rigor, todo era vetusto, volví a casa. Tan deprisa que perdí la ocasión de saludar al nonagenario padre de Castelo, presente en el acto. Luego supe que había asistido, más que nada, por verme. Al día siguiente, ingenuo de mí (así acabé), llamé al susodicho jerarquina y me quejé. De la falta de coordinación y, sobre todo, de que todo un presidente de la Junta de Extremadura hubiera aceptado personarse, a través de uno, en lo que sólo fueron unas deslavazadas palabras sobre el citado alfarero pronunciadas, con la correspondiente retórica, por un amigo suyo que habló en esa condición y que era tan póstumo como aquél. ¿Libro? ¿Qué libro? No contento con eso, en un irresponsable ataque de responsabilidad, me tomé el atrevimiento (sí, más que ingenuo, g...) de escribir un e-mail al encargao de la cosa cultural del eximio político para advertirle, a toro pasado, de la inconveniencia de lidiar en según qué plazas. Éste vino a responderme, y no de buenas maneras, que quién era yo para dar lecciones (¡cuánta razón!) y, más allá, para opinar sobre la agenda del presidente. Pues bien, ese camino de cabras, que empezó a sustituir, metafóricamente hablando, a las carreteras y aun autovías que llegamos a transitar en el pasado (¿te acuerdas, Paco?), ha ido a peor en estos últimos años. Ahora, por esa trocha, pasa a duras penas nuestro entrañable animal patrio. ¿No dijo un poeta, pariente de Esperanza Aguirre, que éste era un "intratable pueblo de cabreros"? Todo cuadra.