20.8.12

Papelinos

Lo conozco porque durante años se ocupó de arreglar las persianas de casa. Un hombre menudo y educado que, al hablar (con un acento que no es de aquí), me recordaba a uno de esos frailes legos que atendían la portería de los conventos. Sentencioso y parlanchín, con un pasado truculento lleno de desagradables circunstancias familiares (o eso al menos relataba), sus peroratas, entre explicaciones acerca de los procedimientos y técnicas tendentes a reparar lamas y cintas, casi siempre terminaban rondando asuntos de la moral y la religión. 
En mis paseos veraniegos y matutinos a la orilla del río, me lo encuentro con frecuencia. Hace ademanes de correr (sobre todo con los brazos), pero va andando. Deja en los bancos y en las papeleras del camino (que han destrozado con saña los vándalos locales) pequeños papelinos impresos, a modo de tarjeta, con el lema "Dios te salva" y con breves textos que, lo confieso, nunca he llegado a leer. Doy por descontado que son citas de la Biblia.
Esta mañana el suelo del sendero estaba lleno de trocitos de papel, sí, de los que reparte ese buen hombre. Alguien había hecho trizas no pocos. En un momento dado, me topé con él. Se dirigía a un deportista (en el camino hay vulgares paseantes, pero también veloces ciclistas, elegantes jinetes, esforzados corredores...) para recriminarle su acción: al parecer, había dado con el responsable del destrozo. Lo que vino después fueron graves reproches que empezaron con la suavidad previsible, para quienes le hemos tratado, pero que fue a mayores al poco, con advocaciones a Dios y a Satanás (a voz en grito), a estos tiempos aciagos y hasta al mismísimo fin del mundo, no sin antes advertirle que con sus actos había torcido los designios del Señor y que su vida sería, a partir de ahora, un auténtico valle de lágrimas.
Ni siquiera miré atrás. Más adelante, había nuevas entregas en los sitios acostumbrados que convivían con las evidencias blanquecinas del pequeño desastre.