Gracias a mi hermano Fernando, he podido leer Hora Prima, del napolitano Erri de Luca (1950), que ha publicado en España Sígueme, una pequeña editorial vinculada a la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que dirige con pulso firme Eduardo Ayuso.
Traducido por Luis Rubio Morán (aquí la traducción lo es casi todo) y editado con primor (en tapa dura), el breve volumen da cuenta de las lecturas matinales de la Escritura sagrada ("esos miles de páginas de miles de años, son la versión de un sueño que repetimos sin conseguir entenderlo") llevada a cabo por De Luca y, más allá, algunos comentarios a la misma, así como meditaciones sobre lo que en ella se cuenta. Para hacerlo como es debido -aquí sí cabría un "como Dios manda"-, el escritor italiano, que entonces era obrero (uno de los pocos "felices", añade, precisamente por esa lectura temprana que robaba al sueño), aprendió hebreo, de ahí que no falten análisis filológicos que no pocas veces se acercan al modo de leer de los judíos (De Luca menciona varias veces el Talmud y a los talmudistas) y a la interpretación que estos hacen de los textos sagrados. "En la Escritura Sagrada ningún árbol, ningún objeto, ninguna palabra, ni siquiera una partícula cualquiera se pueden pasar por alto, sin preguntarse por qué están ahí, precisamente como un lugar de encuentro escrito entre criatura y Creador". Además, De Luca precisa que "como napolitano, soy un compendio de sangres". Una de ellas, la hebrea.
Me han interesado especialmente los diálogos (hay tres en la obra, entre A y Z, que "representan a un hombre y una mujer") sobre Sansón ("Solazo" en traducción del hebreo) y Dalila y sobre el "osado" David y Goliat (una pequeña novela que narra el enfrentamiento entre ambos en el Valle de la Encina); la referencia al gusto por el agua de Jesús; las líneas sobre los cedros del Líbano; la historia de Manasés, rey de Judá (en hebreo "aquel que hace olvidar"), los comentarios acerca de la palabra hesed: ternura, gracia, piedad, misericordia...
Me han interesado especialmente los diálogos (hay tres en la obra, entre A y Z, que "representan a un hombre y una mujer") sobre Sansón ("Solazo" en traducción del hebreo) y Dalila y sobre el "osado" David y Goliat (una pequeña novela que narra el enfrentamiento entre ambos en el Valle de la Encina); la referencia al gusto por el agua de Jesús; las líneas sobre los cedros del Líbano; la historia de Manasés, rey de Judá (en hebreo "aquel que hace olvidar"), los comentarios acerca de la palabra hesed: ternura, gracia, piedad, misericordia...
Como resalta el editor, De Luca escribe: «No
me considero ateo. El ateo se priva de Dios, de la enorme posibilidad
de admitirlo no tanto para sí mismo cuanto para los otros. Dios no es
una experiencia, no es demostrable, pero la vida de los que creen en él,
la comunidad de los creyentes, sí es una experiencia. No, no soy ateo.
Soy
uno que no cree. Todos los días me levanto bastante temprano y releo el
hebreo del Antiguo Testamento con obstinación y como algo íntimo. Así
aprendo. Siento que los trocitos que voy perdiendo en la rutina
cotidiana me son restituidos por una palabra que lentamente sale al
encuentro de mi inmovilidad y me conforta con su contenido.
En
esta tarea permanezco como no creyente; soy alguien que lee las letras
superficialmente e intenta traducirlas de algún modo, en estricta
obediencia a esa superficie revelada».
"Esa primera hora era mi tesoro", confiesa De Luca al principio de su libro. El "don" de su lectura es ahora, para sus lectores, también una preciada joya. Demasiado rara o exótica, tal vez, para esta época nihilista o descreída. Escrita por un "maestro" ("que no es el que siempre enseña, sino el que inesperadamente aprende") con "la inteligencia del corazón". Pura, humilde sabiduría.