Hilario Barrero (Toledo, 1948) es profesor en el Borough of Manhattan Community College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), donde vive desde 1978. Como diarista ha publicado Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005), Días de Brooklyn (2007), Dirección Brooklyn (2009) y Brooklyn en blanco y negro (2011). A la lista se añade ahora Nueva York a diario (Impronta), un diario (el juego de palabras está claro) que corresponde a los años 2010 y 2011, muy reciente por tanto. Un libro denso, con un importante número de páginas (casi 300), impreso pulcramente por la editorial asturiana y que uno temió no terminar por culpa de la inesperada puesta en marcha del riego por aspersión del césped de la piscina de Torremenga, donde lo leía una calurosa tarde de junio.
No sabría decir quién tiene mayor protagonismo en la obra, si la ciudad norteamericana o el propio autor. Dejémoslo en un honroso empate. Hay mil Nueva York en Nueva York, como bien dice Barrero. Uno por cada vecino o visitante. De no pocos nos da buena cuenta en su día a día. Siempre desde Brooklyn, su barrio. Un barrio con aires de ciudad, aunque sea dentro de otra. Si, según Pla, "para vivir bien en un pueblo hay que saber pasear", para vivir bien en una gran ciudad no parece menos necesario. Eso es lo que hace el callejero HB y de esas divagaciones, con brújula o sin ella, dan buena cuenta no pocas páginas. A través de los parques y de las estaciones, ya sean las climatológicas o de metro. Vistas, paisajes, escenas que dibujan a la perfección, a pesar de sus reticencias borgeanas, su propio rostro. Y no sólo el suyo. También de los numerosos personajes que por allí pululan.
Desde el principio hay un trasunto clave en el diario: el envejecimiento y a su lado, sin solución de continuidad, la vida que se va o que termina junto a la persona que se ama, a la que HB lleva amando desde hace tanto tiempo. No es tanto vivir, que se hace (o eso le parece al lector) intensamente, cuanto al lado de quién y, llevándolo al extremo, porque la existencia es frágil y la enfermedad y la muerte inevitables, preguntándose sobre el espinoso asunto de quién sobrevivirá a quién y, si así fuera, lo difícil que sería (oh gran amor) seguir solo en el camino. Por eso es frecuente el cernudiano uso del tú. A veces, del nosotros.
Los sesenta no parecen una edad fácil. ¿Cuál lo es? Lo dice uno que anda en la pavorosa cincuentena. Desde aquella atalaya ya se vislumbra cercana la vejez y Barrero se niega a poner paños calientes: no, sesenta son sesenta y no cuarenta... por muy de los de antes que sean.
Por encima de estas consideraciones de carácter casi metafísico, pero que tienen la verdad de lo real, Barrero aprovecha su diario para mirar hacia el pasado. De hecho, hay una reconstrucción autobiográfica a partir de la memoria. Una vuelta a su infancia y la primera juventud, a Toledo, la ciudad natal, su provinciana "ciudad perdida", y a Barcelona, la primera donde trabajó antes de dar el salto transatlántico. Allí, sus padres. Su madre, sobre todo. Y hermanas y abuela...
A Toledo no le puede faltar el contrapunto de Gijón (San Lorenzo, la Escalerona...), una ciudad a la que regresa cada poco. Ni la escapada a Galicia, con obligada visita a Tuy.
Como no faltan las referencias musicales. Operísticas ante todo. Ni otros viajes: a Halifax, Montreal, Nueva Escocia, Italia (donde regresa muchos años después y donde, por fin, se reconcilia con Venecia).
Por el diario, muy movido, transitan los amigos, de ésta y de la otra orilla. Uno de los habituales, "Pepe, el amigo Muñoz" (Millanes), residente, como él, en Nueva York. O García Martín, en Oviedo, en Los Porches, hasta que lo cerraron. Ni faltan los perros, como Pepe.
Barrero no descuida su actividad profesional y hace alusiones a su trabajo, aunque goce de un año sabático, y a sus compañeros (hispanistas) y alumnos. Y habla de librerías (de viejo) y de bibliotecas (como esa de Tuy donde dio con el Adonais intonso de Pureza Canelo).
Cada tanto nos acerca a tal o cual poeta, a tal o cual poema. No en vano en 2011 publicó en La Isla de Siltolá su antología de poesía breve en inglés La Lengua de madera y en la cacereña abeZetario Libro de familia.
Escribe Barrero que "los diarios son el Facebook de la literatura". Me da que estos tienen bastante más enjundia que lo que uno leía en esa red social (no a él, cuyos comentarios echo de menos). De ellos salgo tan reconfortado, por su contagiosa vitalidad, como abatido, por su sereno tono elegíaco. Contento en todo caso por lo que Nueva York a diario tiene de necesidad y, cómo no, de literatura. De él y del "otro".
No sabría decir quién tiene mayor protagonismo en la obra, si la ciudad norteamericana o el propio autor. Dejémoslo en un honroso empate. Hay mil Nueva York en Nueva York, como bien dice Barrero. Uno por cada vecino o visitante. De no pocos nos da buena cuenta en su día a día. Siempre desde Brooklyn, su barrio. Un barrio con aires de ciudad, aunque sea dentro de otra. Si, según Pla, "para vivir bien en un pueblo hay que saber pasear", para vivir bien en una gran ciudad no parece menos necesario. Eso es lo que hace el callejero HB y de esas divagaciones, con brújula o sin ella, dan buena cuenta no pocas páginas. A través de los parques y de las estaciones, ya sean las climatológicas o de metro. Vistas, paisajes, escenas que dibujan a la perfección, a pesar de sus reticencias borgeanas, su propio rostro. Y no sólo el suyo. También de los numerosos personajes que por allí pululan.
Desde el principio hay un trasunto clave en el diario: el envejecimiento y a su lado, sin solución de continuidad, la vida que se va o que termina junto a la persona que se ama, a la que HB lleva amando desde hace tanto tiempo. No es tanto vivir, que se hace (o eso le parece al lector) intensamente, cuanto al lado de quién y, llevándolo al extremo, porque la existencia es frágil y la enfermedad y la muerte inevitables, preguntándose sobre el espinoso asunto de quién sobrevivirá a quién y, si así fuera, lo difícil que sería (oh gran amor) seguir solo en el camino. Por eso es frecuente el cernudiano uso del tú. A veces, del nosotros.
Los sesenta no parecen una edad fácil. ¿Cuál lo es? Lo dice uno que anda en la pavorosa cincuentena. Desde aquella atalaya ya se vislumbra cercana la vejez y Barrero se niega a poner paños calientes: no, sesenta son sesenta y no cuarenta... por muy de los de antes que sean.
Por encima de estas consideraciones de carácter casi metafísico, pero que tienen la verdad de lo real, Barrero aprovecha su diario para mirar hacia el pasado. De hecho, hay una reconstrucción autobiográfica a partir de la memoria. Una vuelta a su infancia y la primera juventud, a Toledo, la ciudad natal, su provinciana "ciudad perdida", y a Barcelona, la primera donde trabajó antes de dar el salto transatlántico. Allí, sus padres. Su madre, sobre todo. Y hermanas y abuela...
A Toledo no le puede faltar el contrapunto de Gijón (San Lorenzo, la Escalerona...), una ciudad a la que regresa cada poco. Ni la escapada a Galicia, con obligada visita a Tuy.
Como no faltan las referencias musicales. Operísticas ante todo. Ni otros viajes: a Halifax, Montreal, Nueva Escocia, Italia (donde regresa muchos años después y donde, por fin, se reconcilia con Venecia).
Por el diario, muy movido, transitan los amigos, de ésta y de la otra orilla. Uno de los habituales, "Pepe, el amigo Muñoz" (Millanes), residente, como él, en Nueva York. O García Martín, en Oviedo, en Los Porches, hasta que lo cerraron. Ni faltan los perros, como Pepe.
Barrero no descuida su actividad profesional y hace alusiones a su trabajo, aunque goce de un año sabático, y a sus compañeros (hispanistas) y alumnos. Y habla de librerías (de viejo) y de bibliotecas (como esa de Tuy donde dio con el Adonais intonso de Pureza Canelo).
Cada tanto nos acerca a tal o cual poeta, a tal o cual poema. No en vano en 2011 publicó en La Isla de Siltolá su antología de poesía breve en inglés La Lengua de madera y en la cacereña abeZetario Libro de familia.
Escribe Barrero que "los diarios son el Facebook de la literatura". Me da que estos tienen bastante más enjundia que lo que uno leía en esa red social (no a él, cuyos comentarios echo de menos). De ellos salgo tan reconfortado, por su contagiosa vitalidad, como abatido, por su sereno tono elegíaco. Contento en todo caso por lo que Nueva York a diario tiene de necesidad y, cómo no, de literatura. De él y del "otro".