La exquisita colección La Cruz del Sur de Pre-Textos da a conocer un nuevo libro de poesía
del valenciano Vicente Gallego (1963), Cuaderno
de brotes.
Miembro de la denominada Generación de los
Ochenta, poeta español de la democracia, dos veces Loewe, la obra de Gallego ha
transitado por distintos territorios, aunque siempre desde la coherencia y el
saber hacer.
Autor, entre otros, de La luz
de otra manera, Santa deriva, Cantar de ciego, Si temierais morir y Mundo dentro del claro, hace unos meses
vio la luz su ensayo Vivir el cuerpo
de la realidad, muy relacionado con Cuaderno de brotes.
Se podría decir que los pensamientos de aquél logran en éste su versión
poética, acaso la más genuina, sobre todo si tenemos en cuenta la verdadera
condición de su autor, propensa a la poesía. Y, sin embargo, la forma elegida
es la prosa. Una prosa cargada, en fondo y forma, de poesía, no hace falta
insistir.
A modo de diario, el poeta va
dando cuenta de un mundo nuevo, el del monte, en plena naturaleza. Allí, en
aquel refugio, asombrado y solo (“tal a solas y nunca solitario, un pino
irradia aquí, donde la vida”), rodeado de plantas, árboles y animales, del
agua, la luz y la noche, Gallego aúna lo descriptivo, por medio de una gran
riqueza de matices y un vocabulario rico y flexible capaz de adaptarse a lo que
observa y el resto de sus sentidos detectan, y lo meditativo con una importante
carga memorialística. Así, cuando evoca su infancia o menciona a su hijo, referente
ineludible del libro.
Se aprecia un choque entre la
situación que vive y siente ese hombre retirado en el bosque, en la cabaña de
su amigo Félix, cerca de la caseta “donde me gano el pan gratamente”, y la vida
que llevó antes, tan distinta.
Es alguien que tiene los ojos
bien abiertos, que está pendiente de cuanto sucede y pasa.
En “La raposa”, el segundo texto
del libro, le dice al astuto animal: “Mírame como tú sabes, desde el lago en
calma de tu ignorancia, para que nunca crea ya saber nada más necesario, más
útil y verdadero que tu ciencia humilde”. Este es el tono de la obra, con mucho
de sabiduría oriental y otro tanto de franciscanismo, pues se aprecia una bondadosa
fraternidad con los seres y las fuerzas que nos acompañan. Con frecuencia, al
nombrarlos, les añade los posesivos mío o mía. Un tono, añado, donde no falta
la compasión o la piedad.
Lo básico, lo elemental, lo
humilde (“¡la flor, la flor, la humilde flor de la alcachofa!”), lo mínimo (“Nuestra
riqueza es así de fácil, cuestión de verla”) es celebrado con alegría (“Ah, esa
copa colmada, esta lujuria verdadera, la alegría”), porque es eso cuanto nos basta
y sobra para ser felices. “Todo en mí canta y se estremece”, leemos en el
emotivo poema dedicado a Matilde, su madre. Lo celebratorio, sí, es aquí ley y
todo el libro un hermoso e inspirado cántico. A la naturaleza, por ejemplo, lo
que viene a demostrar que las cosas del campo (“salgo a comer y beber campo”)
no sólo son propias de vates agropecuarios y atrasados (como se demuestra en la
tradición inglesa), sino urbanitas y modernos. Nada raro, por cierto, en poetas
de su estirpe, como sus paisanos Antonio Moreno y Antonio Cabrera, los dos con
antologías recientemente publicadas en la sevillana Renacimiento.
Y puesto que de naturaleza
hablamos (“la belleza en su heredad”), nada más natural que leer: “Escribo
escribiendo, respiro respirando”. Es decir, que la naturalidad es aquí norma,
por encima del estilo, que existe (el de la humildad), y de lo literario, que
no. Es la buscada sencillez del “habla de los pájaros”, una de las muchas
metáforas que encontramos en estas páginas. “No se hace poesía con el
pensamiento –escribe–, se hace con palabras sueltas, apenas con sonidos,
escuchando los asomos musicales, dejándolos decirse y desdecirse, casi casi con
nada.”
Puede que en algún momento torne
metafísico, “hacia lo hondo” (tal su admirado JR), pero siempre desde la
lucidez, la armonía y la desposesión, sin alharacas, fingimientos ni
complicaciones.
En momentos como los de “Agosto
en la cima”, me recuerda a César Simón, tal vez por esa geografía común que
conduce, queriendo o sin querer, a semejantes paisajes del alma.
En un momento dado, Gallego no puede por menos y proclama: “Feliz el que enmudece ante sí mismo”. Y por fin, rendido a la evidencia: “La belleza, señora del lugar. Es la belleza, la belleza.”
En un momento dado, Gallego no puede por menos y proclama: “Feliz el que enmudece ante sí mismo”. Y por fin, rendido a la evidencia: “La belleza, señora del lugar. Es la belleza, la belleza.”