20.6.14

Lujuria verdadera

La exquisita colección La Cruz del Sur de Pre-Textos da a conocer un nuevo libro de poesía del valenciano Vicente Gallego (1963), Cuaderno de brotes.
Miembro de la denominada Generación de los Ochenta, poeta español de la democracia, dos veces Loewe, la obra de Gallego ha transitado por distintos territorios, aunque siempre desde la coherencia y el saber hacer.
Autor, entre otros, de La luz de otra maneraSanta derivaCantar de ciegoSi temierais morir Mundo dentro del claro, hace unos meses vio la luz su ensayo Vivir el cuerpo de la realidad, muy relacionado con Cuaderno de brotes. Se podría decir que los pensamientos de aquél logran en éste su versión poética, acaso la más genuina, sobre todo si tenemos en cuenta la verdadera condición de su autor, propensa a la poesía. Y, sin embargo, la forma elegida es la prosa. Una prosa cargada, en fondo y forma, de poesía, no hace falta insistir.
A modo de diario, el poeta va dando cuenta de un mundo nuevo, el del monte, en plena naturaleza. Allí, en aquel refugio, asombrado y solo (“tal a solas y nunca solitario, un pino irradia aquí, donde la vida”), rodeado de plantas, árboles y animales, del agua, la luz y la noche, Gallego aúna lo descriptivo, por medio de una gran riqueza de matices y un vocabulario rico y flexible capaz de adaptarse a lo que observa y el resto de sus sentidos detectan, y lo meditativo con una importante carga memorialística. Así, cuando evoca su infancia o menciona a su hijo, referente ineludible del libro.
Se aprecia un choque entre la situación que vive y siente ese hombre retirado en el bosque, en la cabaña de su amigo Félix, cerca de la caseta “donde me gano el pan gratamente”, y la vida que llevó antes, tan distinta.
Es alguien que tiene los ojos bien abiertos, que está pendiente de cuanto sucede y pasa.
En “La raposa”, el segundo texto del libro, le dice al astuto animal: “Mírame como tú sabes, desde el lago en calma de tu ignorancia, para que nunca crea ya saber nada más necesario, más útil y verdadero que tu ciencia humilde”. Este es el tono de la obra, con mucho de sabiduría oriental y otro tanto de franciscanismo, pues se aprecia una bondadosa fraternidad con los seres y las fuerzas que nos acompañan. Con frecuencia, al nombrarlos, les añade los posesivos mío o mía. Un tono, añado, donde no falta la compasión o la piedad.
Lo básico, lo elemental, lo humilde (“¡la flor, la flor, la humilde flor de la alcachofa!”), lo mínimo (“Nuestra riqueza es así de fácil, cuestión de verla”) es celebrado con alegría (“Ah, esa copa colmada, esta lujuria verdadera, la alegría”), porque es eso cuanto nos basta y sobra para ser felices. “Todo en mí canta y se estremece”, leemos en el emotivo poema dedicado a Matilde, su madre. Lo celebratorio, sí, es aquí ley y todo el libro un hermoso e inspirado cántico. A la naturaleza, por ejemplo, lo que viene a demostrar que las cosas del campo (“salgo a comer y beber campo”) no sólo son propias de vates agropecuarios y atrasados (como se demuestra en la tradición inglesa), sino urbanitas y modernos. Nada raro, por cierto, en poetas de su estirpe, como sus paisanos Antonio Moreno y Antonio Cabrera, los dos con antologías recientemente publicadas en la sevillana Renacimiento.
Y puesto que de naturaleza hablamos (“la belleza en su heredad”), nada más natural que leer: “Escribo escribiendo, respiro respirando”. Es decir, que la naturalidad es aquí norma, por encima del estilo, que existe (el de la humildad), y de lo literario, que no. Es la buscada sencillez del “habla de los pájaros”, una de las muchas metáforas que encontramos en estas páginas. “No se hace poesía con el pensamiento –escribe–, se hace con palabras sueltas, apenas con sonidos, escuchando los asomos musicales, dejándolos decirse y desdecirse, casi casi con nada.”
Puede que en algún momento torne metafísico, “hacia lo hondo” (tal su admirado JR), pero siempre desde la lucidez, la armonía y la desposesión, sin alharacas, fingimientos ni complicaciones.
En momentos como los de “Agosto en la cima”, me recuerda a César Simón, tal vez por esa geografía común que conduce, queriendo o sin querer, a semejantes paisajes del alma.
En un momento dado, Gallego no puede por menos y proclama: “Feliz el que enmudece ante sí mismo”. Y por fin, rendido a la evidencia: “La belleza, señora del lugar. Es la belleza, la belleza.”