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Ha muerto en Madrid, en
silencio, José Miguel Santiago Castelo. Había nacido en Granja de Torrehermosa
(de donde era Hijo Predilecto) en 1948, el pueblo del que salió, como tantos,
camino de la emigración; una partida, para él un desgarro, que marcó su vida y,
claro está, su literatura. Como dije en su momento, tomó su primera gran
decisión de escritor el día en que prescindió de su flamante nombre compuesto
para firmar sus artículos y poemas con sus dos apellidos. Artículos y poemas,
en ese orden, porque Castelo -como a la postre le llamamos todos- era en
realidad la reunión, al menos, de dos personas distintas, el periodista y el
poeta, en un solo ser verdadero.
Incansable viajero y convencido
monárquico (una devoción que le venía de lejos, de cuando visitaba en Estoril a
Don Juan, a cuyo círculo de fieles pertenecía), trabajaba desde los 21 años en
el diario ABC donde ostentó durante más de una década (de 1998 hasta su
jubilación en 2010) el cargo de subdirector. En la actualidad era presidente
del Comité Asesor de Contenidos Editoriales de Vocento.
Era, asimismo, director de la
Real Academia de las Artes y las Letras de Extremadura (la única creada durante
el reinado del rey Juan Carlos) y correspondiente de la Española en Cuba.
También era presidente fundador de la Casa de la Unesco en Extremadura.
Publicó, entre otros, los libros:
Tierra en la carne (1976), Memorial de ausencias (1979, Premio
Fastenrath de la Real Academia Española), Monólogo
de Lisboa (1980), La sierra desvelada
(1982), Cuaderno del verano (1985),
Siurell (1988), Al aire de su vuelo (1993, preliminar de Víctor García de la
Concha), Cuerpo cierto (2001), Quilombo (2008, Premio Extremadura a la
Creación), La hermana muerta (2011),
Esta luz sin contorno (2013), además
de las antologías Como disponga el olvido,
con prólogo del profesor Juan Manuel Rozas, y La huella del aire (Poesía 1976-2001), con prólogo, selección y notas de
Manuel Simón Viola; así como de libros en prosa como Diario de a bordo (1994), Habaneras
(1997) y Hojas cubanas (1998).
Cuba fue para él una debilidad y cubanos eran algunos de sus mejores amigos,
como los poetas Gastón Baquero y Dulce María Loaynaz o la bailarina Alicia
Alonso.
Extremadura es otra palabra que
estará para siempre indisolublemente unida al nombre de Santiago Castelo, al
que se concedió en 2006, con toda justicia, la Medalla de Extremadura,
impuesta excepcionalmente en Cáceres por su buen amigo Juan Carlos Rodríguez
Ibarra. Supo enlazar de inmediato con los escritores (ante todo, poetas) de la
generación posterior a la suya y no cejó nunca en su empeño de apoyar sus
iniciativas y de sumarse a ellas, siendo, en consecuencia, uno de los más
directos responsables de la regeneración cultural de esta tierra. Sus viajes de
Madrid a Extremadura eran constantes y fue miembro de numerosos jurados
literarios y periodísticos en todos los rincones de esta región.
Poeta singular y de sesgo
clásico, alejado de capillas y generaciones, supo, no obstante, anticiparse a
los acontecimientos. Así, antes de que algunos conspicuos novísimos (los
de su edad) tomaran el nombre de Manuel Machado en vano, Castelo ya había
suscrito la boutade de Borges, cuando dijo aquello de “Ah, pero ¿Manuel
tenía un hermano?”. Antes de que sus compañeros de promoción abandonaran sus
vacuas peroratas culturalistas, Castelo ya había escrito poemas fieramente
humanos que no por eso desdeñaban el sesgo cultural. Antes de que los poetas
españoles finiseculares cantaran a coro: ¡Menos mal que nos queda Portugal!, él
ya había publicado su Monólogo de Lisboa. Antes de que algunos le
perdieran el miedo a las formas clásicas, Castelo había utilizado con maestría
las artes del soneto. Antes, en fin, de que algunos poetas de la siguiente
promoción a la suya descubrieran el mediterráneo de los poetas menores, Castelo
ya había asimilado toda la poesía con sordina del 900.
Fue, además, un enamorado de la
copla española y un gran aficionado a la danza.
En 1999 la redacción del diario le eligió “Extremeño de HOY”, el periódico
donde comenzó a los 17 años, una larga carrera periodística que le llevó a
conseguir por unanimidad el prestigioso premio Luca de Tena.
Su amigo Juan Manuel de Prada escribió: “El día que Santiago Castelo
se nos muera, habrá que encargar a un forense que lo abra en canal, desde la
gorja al planetario ombligo, para que halle la víscera donde anida su talante
superior; entonces descubriremos que Santiago Castelo padecía hipertrofia en el
corazón, y que sus aurículas y ventrículos se habían estado hinchando en vida,
hasta convertirse en salones subterráneos, para no estrangular el acceso a ese
tumulto de grandezas espirituales que navegan por su corriente sanguínea”.
Sirva de colofón a esta nota necrológica un verso suyo que resume a
la perfección su fe de vida: “Vivir, sólo vivir vale la pena”. Descansa en paz,
querido amigo.
NOTA: Esta necrológica se ha publicado en el diario HOY.