Para este lector cada nuevo libro del poeta salmantino Juan Antonio González Iglesias (1964) no deja de ser un acontecimiento. Poético, claro, y, en consecuencia, íntimo. El último, Confiado, ganó el Premio "Ciudad de Melilla", lo publica Visor y está escrito con una beca del francés Departament du Nord para lo cual el autor residió una temporada en la Villa Marguerite Yourcenar, situada en el corazón de Flandes francés, en el Mont-Noir. Confiado está compuesto por cincuenta poemas que celebran cincuenta años de vida.
Teniendo en cuenta su distinguida condición de crítico (cuánto echa uno de menos sus reseñas), González Iglesias pone al frente de su libro un "Prólogo" admirable que nos facilita algunas claves de esta obra excelente. Allí leemos: "Aristóteles define el miedo como un sufrimiento anticipado, por un mal que nos aguarda en el futuro. Lo contrario -la percepción del futuro como un bien- tiene que tener un nombre. Creo que es la confianza". Y añade: "La poesía puede orientar el lenguaje hacia el futuro. No hacia le pasado, como suele hacer la narrativa". Por eso, "En esta época desconfiada -tan cínica en el sentido peor- he tenido la tonificante sensación de nadar contracorriente". "Educado en la literatura humanística", confía en el Logos. "Cuando el lenguaje era alegoría", dice en un verso. Porque la poesía es una ética, una física y una metafísica, recuerda. Luego precisa: "es posible que la poesía sea el último idioma cualitativo. En el reino de las prisas, puede que sea el último lenguaje auténticamente lento".
Porque el movimiento, con independencia de la velocidad, se demuestra andando, tras citar a Guillén (un terceto que reconoce como "lema moral": "... rechacé, / mundo, lo que te sobraba, / pero te guardé mi fe"), Salinas, Tranströmer y Pombo, "Homo matinalis" nos introduce de lleno en una manera de ver y de decir sin parangón en el panorama lírico hispano, por más que algunas confluencias o ecos (mencionaré los más cercanos) acierte uno a escuchar: de María Victoria Atencia, de Martínez Mesanza (al que dedica, por cierto, un poema precioso)...
"Homo matinalis" es largo y perfecto y en él se ponen en pie las ideas que hace un momento glosábamos. El poeta bucea. "El mar contiene la resurrección", escribe, o: "Toco el planeta Tierra bajo el agua". Y: "Fluctúo, me sumerjo, protegido / por la serenidad, que no es abstracta". "La rutina contiene -ahora lo entiendo- / la eternidad". "Animal en contacto, soy poeta".
Pronto encontramos uno de los rasgos fundamentales de esta poética, indispensable para ir confiado: el amor. En "Afortunado", por ejemplo. En "Dios quiere que esta noche haya amor para todos", leemos: "Dios conoce uno a uno a todos los que aman". Y termina con un verso de Barrer Browning: "recuerda / lo que ya para siempre te abraza no es la muerte / sino el amor". En "Vivre d'amour et d'eau fraîche", escribe: "Lo mismo es el amor que el agua fresca. / Vivir del aire, sí, vivir del aire. / Vivir de nada, ser feliz con nada, / con casi nada, porque lo demás / vendrá, si viene, por añadidura". Un arte de vida. Como el que se desprende de "Recibimos muestras inesperadas de amor".
Amor inseparable del erotismo, que aquí es, sin tapujos, homosexual. Por suerte el amor no sabe de géneros. Para muestra, el divertido "Estamos en gayumbos delante del espejo".
La crítica reitera, es lógico, esa doble condición de la poesía de González Iglesias, que por una parte es clásica y por otra, moderna (o postmoderna, no lo sé). Cómo no acordarse de J. V. Foix: "M'exalta el nou i m'enamora el vell!". No es sólo que se descuelgue con un soneto ("Parra verde y roja", la que sirve de ilustración en la cubierta) y se adapte a las concepciones filosóficas y artísticas legadas por griegos y romanos al tiempo que habla de smartphones y usa palabras como piba, birra o gayumbo. La cosa es algo más compleja y se comprende muy bien dejándose llevar por la lectura de unos poemas que brillan por su claridad y deslumbran, en el mejor sentido, por su perfección formal, digna del miglior fabbro. Paradigmáticos son, en este sentido, poemas tan logrados como "En Eliot he leído" (con abruptos encabalgamientos que a uno le recuerdan los de su amigo Javier Rodríguez Marcos) o "Oda a un objeto sencillo" (donde celebra la existencia del ánfora de barro y de la artesanía).
"Benditos los ignotos" debería ser un himno generacional, aunque me temo que es todo lo contrario. "Benditos los ignotos, / los que no tienen página / en internet, perfil / que los retrate en facebook / ni artículo que hable / de ellos en wikipedia. / Los que no tienen blog". "Los que tienen / todavía / intimidad." Y ya que hablamos de himnos, bueno será hacer alusión a otro: "Libérame del reino de la cantidad", que vuelve a incidir en esa categoría moral que marcan a fuego estos versos y que deberían llevar al lector a territorios de dignidad que contrastan con la mezquindad de nuestro tiempo. El extraordinario poema termina: "Déjame ser el último cualitativo. / Concédeme vivir como Montaigne / o como Jaccottet a la luz del invierno". A su lado, el humilde "Castilla" sorprende: "Cada cosa / en su sitio". Pero no me gustaría cerrar aquí el capítulo ético, porque son varios los poemas que giran alrededor de esa defensa de lo humano en su dimensión más honda y plena. Como "Quienes se oponen obstinadamente" (los idealistas), "Honor system", "A la buena de Dios" o "Confiado" ("Pongo mi corazón en el futuro. / Y espero, nada más"). En "Lo que importa" escribe: "Soy un hombre en creciente desacuerdo / con su época". Y de nuevo aparece el amor, lo más noble, como en "Siesta en Cannaregio".
Los libros y la lectura no son ajenos a esta poesía culta que no presume de serlo. De ahí "Elogio de la biblioteca pública", la salmantina de la Casa de las Conchas, que a uno le ha parecido, por su estructura y el vocabulario empleado, un homenaje, no sé si deliberado, a Aníbal Núñez.
A la sencillez (un vaso de agua fría, morder una manzana) están dedicados poemas memorables como "Escucho el agua clara" y "Los pájaros". No es extraño que dedique un poema al poeta latino Marcial (y a su traductor Pedro Conde Parrado), retirado en su vejez a Bílbilis (Calatayud), que en su epigrama "Suspirando por las riberas fecundas del Jalón", escribió: “Me gusta aquella tierra en la que una pequeña hacienda me hace feliz y unos pocos recursos me hacen nadar en la opulencia".
Podría uno seguir, poema a poema (ninguno sobra, todos son sustanciales), pero sería excesivo.
Podría uno seguir, poema a poema (ninguno sobra, todos son sustanciales), pero sería excesivo.
En la contracubierta se nos advierte que este libro afirmativo es, entre otras muchas cosas (como "una apología de la lentitud y lo sencillo"), un autorretrato. Como en "Uno de mis amigos vive en un loft del Soho", que dice:
Uno de mis amigos vive en un loft del Soho,
y yo junto a la orilla del Tormes, a unos cientos
de metros de la calle donde nací, llevando
la vida en apariencia rutinaria de un hombre
que ha confiado toda su aventura al lenguaje.