Sergio Enríquez Nistal / El Mundo |
Nemo. Así de corto y de directo es el título de la nueva novela de Gonzalo Hidalgo Bayal (1950)
que vuelve a publicar Tusquets, esta vez en el formato mayor la colección
Andanzas.
En
principio, supongo, el rótulo desconcierta. Uno pensó en el capitán de Verne y
lo imaginé muy alejado del mundo narrativo de Bayal, tan de tierra adentro. Tan
poco exótico. Demasiado estable. El cuadro de Elisabeth Gimferrer que ilustra la
cubierta aporta alguna pista. Lo rural, a pesar de que el autor sea un hombre
urbano de costumbres que poco o nada tienen que ver con las relacionadas con el
campo y la naturaleza. Alguien, eso sí, que vivió su infancia en un pueblo:
Higuera de Albalat (dos veces alude a una hoja de higuera; no de parra,
insiste). Y a la geografía áspera que aportó el espíritu a una de sus novelas más
celebradas regresamos los lectores de ésta, que se acerca a aquélla, como
"Corzo", uno de los relatos de Conversación. Más allá, tal vez por el tono, podamos emparentarla
con Paradoja del interventor. Digo esto al tiempo que pienso que el empeño es vano
porque todas las narraciones, cortas o largas, de Bayal remiten a un estilo
inconfundible, el suyo, que aquí se manifiesta con toda su grandeza por más que
a algunos les cueste, y uno lo entiende, reconocerlo. Este es un escritor para
lectores, no para el público. La suya, una narrativa al margen de las modas, lo
que garantiza su perdurabilidad.
Antes
que la trama, tan sutil como otras veces, lo que aquí prima es el poder
absoluto del lenguaje por más que, paradójicamente, sirva para urdir una
compleja (no digo complicada) reflexión sobre sus límites y sus excesos, sobre
la palabra y el silencio. "La realidad no sólo es terca, también es
prosaica y gramatical", leemos. Eso le da un aire ensayístico (donde
abundan, entre líneas, los aforismos: "El miedo es una humillación
secreta", "La transparencia es el mayor misterio") y le permite
a Bayal volver a desplegar sus facultades filológicas, si bien más matizadas o
atemperadas, con menos juegos de palabras ("entonces entonteces",
"ni tácito ni taciturno", "estatus de estatua",
"callardo", "callardía"). Para este fin, ha creado un personaje
singular, como todos los suyos, el mencionado Nemo. Nemo neminis ("nadie y de nadie").
Nadie, al modo homérico. Nimú. Un forastero que llega a un lugar remoto del
oeste, de, digamos, la Extremadura profunda, para descansar o convalecer (quién
sabe de qué dolencias del cuerpo o del alma) y que trae consigo una firme
decisión: la de no hablar. En esa especie de escondrijo, apartados del mundo,
viven el escribano, que narra esta historia; el viejo, autor de elocuentes
máximas senectas; el buhonero, que siempre está de paso; el bodeguero, en cuyo
local -la bodega- se desarrolla buena parte del relato; el papagallo; los
gemelos; el ama de la casona donde se aloja; el petirrojo; el ermitaño; el
guardián de la fortaleza... Estos y otros que, como el carpintero o el cazador,
un buen día dejaron también de hablar (como hizo durante una larga temporada el
bodeguero) y luego desaparecieron, un sino que padecen con frecuencia los
lugareños de esa aldea innominada de una "región anacorética", un
"rincón de alimañas y murgaños", "ocre y oscuro, de verdor
agostado y piedras melancólicas", donde encontramos el llano, el anillo,
la laguna, el bosque, la mencionada fortaleza, la cruz del agua, la funesta
tebra... Esos vecinos sin nombre, salvo Fiat ("nos aterran los nombres"),
no dejan de elucubrar sobre las circunstancias que llevaron a Nemo, un paseante
(una suerte de flâneur rural), "un
contemplador", "un hombre a la intemperie" (en la
"intemperie del silencio") que "huye de sí mismo", a este
estado de soledad y de silencio ("Está aquí sin estar"), pues que una
y otra cosa son inseparables, como anota el escribano. La suya, dice, es
"una enfermedad moral". El hombre no es tal si se (le) priva del uso
de la palabra. "Su voz -dice el narrador acerca de Nemo- es el silencio".
En torno a esa "odisea inmóvil" va creciendo la novela. Como es
habitual en la obra bayaliana, hay en ella una reflexión moral. Empezando por
la que se deduce del no uso de la palabra o del abuso de las palabras en esta
época de ruidos en al que todos hablan y nadie escucha: la
"neminidad" y la "locuacidad": la verborrea. Términos como
pasión (y acción, los dos polos de la vida según el viejo: los que actúan y los
que sufren), vergüenza (incluida la "inversa"), tedio ("No es el
silencio, en suma, sino el tedio lo que define la neminidad"), paciencia
("aliada del silencio"), melancolía, bondad, belleza, realidad o
esperanza dan pie a jugosas cavilaciones morales que, otra marca de la casa. se
conjugan a la perfección con lo bíblico, por decirlo de algún modo; una
obsesión -o un trasfondo- que aquí, siquiera sea por aquello de la voz que
clama en el desierto o por la evocación de Babel, son sólo dos ejemplos,
resulta pertinente e ineludible. Al fin y al cabo, se dice en un determinado
momento, "hablar es blasfemar". Por eso el silencio de Nemo es
"puro y primordial". Como todo silencio, "una aventura
submarina".
Intercalados
con el hilo de las reflexiones, aparecen aquí y allá unos cuantos relatos
dentro del relato (como el de la fábula del anillo) y no pocos poemas muy
breves que condensan estados de ánimo. Todo ello, aunque el libro discurra en
una suerte de intemporalidad cronológica y en medio de una atmósfera de
leyenda, en un marco temporal tan concreto como el espacial: un año. De
noviembre a noviembre. Entre los santos y los difuntos, ya que todos estamos
condenados al "asombro de la muerte". Porque "La muerte es
siempre la misma, pero los muertos son distintos".
Para
Nemo, "ser nadie es su destino". "Nemo es el misterio".
Diría que también, o sobre todo, Nemo es un resistente. Un inesperado final,
que no desvelaré -en el capítulo 131-, cierra de manera magistral esta historia
de historias que comienza con una cita de Sófocles, de Edipo rey:
"que en lo que entiendo mal callarme suelo".
Nota: Esta reseña ha sido publicada en la Revista Cultural TURIA, número 119.