25.7.16

Cabrera y Montiel

 Corteza de abedul
Tusquets, Barcelona, 2016. 128 páginas.

Antonio Cabrera (Medina Sidonia, 1958, pero establecido en la Comunidad Valenciana)  publicó su primer libro tarde, a los cuarenta y dos años, pero lo hizo por la puerta grande: premios Loewe y de la Crítica. A En la estación perpetua le han seguido: Tierra en el cielo, Con el aire y Piedras al agua.  
Si bien su nombre falta en los primeros recuentos generacionales, pronto pasó a formar parte de un grupo de poetas valencianos que se encuentran en el centro de la promoción de los 80 o de la Democracia, con Gallego y Marzal al frente; dignos continuadores de Gil-Albert, Brines (dios tutelar), Simón, Siles o Talens.
De formación filosófica, Cabrera ha transitado los caminos de lo meditativo (poesía metafísica, según algunos) y ha tenido en la Naturaleza su principal fuente de inspiración. Su raíz romántica es evidente. Este libro, donde regresa con su voz decantada, vuelve a confirmarlo. La cita de Gautier es elocuente: “Soy un hombre para quien el mundo exterior existe”. Otra de Cadenas fija el rumbo. Y el tono, esa voluntad de retracción y esencialidad propia de cualquier poeta ático.
Desde el principio, árboles y pájaros. Y campo. La misma precisión que usa para componer sus poemas le caracteriza en tanto que botánico y, sobre todo, ornitólogo. A partir de una palmera o un almez, una sabina o un abedul, de un águila migrante, un buitre o un ruiseñor, Cabrera lleva lo descriptivo a lo simbólico y traza, siempre desde la cercanía y la realidad, a través de un riguroso proceso contemplativo anclado en la observación y la mirada, un sutil discurso propio de alguien que piensa, sí, pero que sobre todo siente, un ser sensitivo, algo que me ha recordado a César Simón.
Poesía solar y mediterránea: “La luz no se captura. Mirarla nunca sacia”. Él, “un ser erguido en tierra solitaria”. Alguien que aprecia en las cosas los detalles, lo pequeño, lo sencillo, como el muro del bancal: “Nada reclama, nada necesita”. “Pensé en el puro suelo, /el nunca redimido”. Todo queda dicho sin alardes, con genuina naturalidad: “¿Cómo pasan al poema las cosas que suceden?”, se pregunta. “Nunca luce excesivo sino intenso”, podría decirse de su poética.
En “Autorretrato”, después del viaje, ya en su cuarto, escribe: “Soledad, ahora sí, / ya puedes ser el fondo informe y fiel / de mi retrato”. 


Jesús Montiel
Hiperión, Madrid, 2016. 62 páginas. 

Con Memoria del pájaro, Montiel (Granada, 1984), autor de Placer adámicoDíptico otoñal, Tritoma e Insectario, ganó el premio Hiperión. Lleva al frente una "Declaración de intenciones" donde leemos: "Al autor de este libro le gusta su vida. El problema es que su vida es un fracaso en todos los sentidos". Por "improductiva" y "fuera de la lógica del beneficio". Estos poemas, concluye, "no son otra cosa que los hijos de este tiempo entregado a las musarañas". Luego cita a Pacheco: "Total misterio a cada instante la vida". Después, llegan sus versos, una poesía cercana, autobiográfica (o eso parece), de poética clara donde las anécdotas cotidianas se convierten en categorías: "El poema es una espalda / que me asoma al milagro / burlando la pared de la costumbre". 
En "Petunias", por ejemplo, donde leemos: "El hombre que hay en medio es lo difícil". O en "Closed", acerca de las alambradas para seres humanos: "Recuerda cuando sólo era del pájaro". Lo social también aflora, como denuncia, en "Divinidades" ("otro Egipto más árido al término del voto") y en "Font Vella".
En "3 de julio", "Mínima victoria", "Antirromance", "A la próxima" y "00:00", el amor es el protagonista. La vida de pareja, que son padres.
Las metáforas que encontramos están humanizadas. Son asequibles y no buscan tanto lo llamativo cuanto lo simbólico. El lenguaje se adapta a los temas tratados, que suelen ser amables. Así en "Mesa", la de las familias de ahora, suma de soledades. 
"Noé" es un precioso poema donde Montiel hace recuento de las "las horas más felices de mi vida" en previsión de un próximo diluvio. 
"Elogio del pene" es un divertido poema erecto que concluye: "Me dice que estoy hecho para el otro".
En "Hogar" alude a los incómodos viajeros perpetuos ("hogar solo es un otro") y en "Aunque todo se mueva" también hace mención al viaje: (de niño) "Ansiaba la conquista de lo lejos" y "El más difícil viaje se hace quieto. Sentado en uno mismo".
En "Aldea" alaba el silencio del mundo; del otro: el rural. 
A la palabra dedica también algunos versos. "La piedra más humilde es la del puente", leemos. "Y es algo parecido a la palabra", dice más adelante. Y en "Vaso": "Que puedan los demás beberse mi palabra". Las usa porque "El mundo vuelve a ser cuando lo nombras".

Nota: Las reseñas de los libros de Cabrera y Montiel aparecieron publicadas el pasado viernes en El Cultural.