3.12.16

Carta de Zafra: con Justa

Ha muerto en Zafra, a los 93 años, Justa Hernández, madre de los hermanos Lama, mis queridos amigos Josemari y Miguel Ángel. Lo siento, y ellos lo saben. Sabía de ella por sus hijos. Miguel Ángel no ha dejado de escribir sobre su madre en el blog. No en vano era su "fuente de aspiración". Hoy mismo ha publicado "Palabras para Justa". Leer esos textos era, para mí, una forma de tratarla.
Diría que fue una mujer dulce y sonriente. Tenaz, como todas las que nacieron en aquellos tiempos difíciles. En su casa, la del emocionante poema de José María, la del mirador situado enfrente de la plaza de toros que observé desde abajo antes de ayer, estuvo uno allá por los ochenta, en una de mis primeras visitas a esa preciosa ciudad del suroeste. O en la primera, no me acuerdo. Hasta allí bajé para asistir a su funeral y acompañar a su familia (tuvo cuatro hijos). Yolanda, le pesó, no pudo bajar conmigo. La tarde estaba oscura y lluviosa. La carretera, como menos le gusta a uno, con el firme deslizante. Desde el Puerto de los Castaños no dejó de llover. Cerca del cruce de Los Santos, apareció de improviso el sol. Duró poco. Me acompañaba, eso sí, la radio, el programa de Carlos Galilea en Radio 3, y allí, la música de Carminho, de su nuevo disco, en el que canta a Tom Jobim. Como siempre que escucho música brasileña, recordé a Ángel Campos (y a su madre, Paula), al que tanto le gustaba, como ya he contado alguna vez, oír un disco de Vinicius de Moraes y Maria Bethania que teníamos en casa. Melancolía no faltó. Tampoco a la vuelta, pues escuché una larga conversación con Coque Malla, que es un cantante que me gusta. Cómo canta y lo que canta, en especial algunas canciones de su último disco que amenizaron la citada entrevista, El último hombre en la tierra.
A las puertas de San Miguel, que parece cualquier cosa menos una iglesia de la monumental Zafra, nos reunimos algunos viejos amigos, que es lo que tienen de bueno estas ceremonias tristes. Estuve con José Luis Bernal e Isabel (habíamos coincidido tomando café en un bar cercano donde anunciaban raciones de lagarto), Basilio Sánchez y Maribel, Luciano Feria y Rosi (¡cuántos años!). Di un abrazo también a Antonio Salvador y dos besos a Carmen Fernández-Daza. Vi de lejos a Benito Estrella. Pude saludar a Carmen, pero no a Eva. Comprobé cómo han crecido los hijos de Miguel Ángel y Josemari: Julia, Pedro y Juan, que estuvo en todo momento pendiente de su padre, muy afectado, como es lógico. El cura, que entregó a Miguel Ángel tres libros de poemas de los que es autor (ya le dije a Basilio que me sonaba mucho su cara), ofició un funeral sobrio y breve, muy de agradecer en esas dolorosas circunstancias. Me extrañó, como a todos los que veníamos de fuera, que la cabezada, como lo llamamos por aquí, esa embarazosa fila de los pésames, se diera antes de la ceremonia y no al final. Apenas terminó, nos despedimos. Nos había dado tiempo a hablar de los hijos, de los ausentes, del tiempo y de algunas lecturas. También de jubilaciones y hasta de nietos. Sí, vi a los demás más mayores (a los hombres, las mujeres están estupendas y siguen siendo encantadoras) y ellos pensarían lo mismo al verme a mí. No, ya no somos los mismo que fuimos a Zafra hace más de treinta años a leer sus primeros versos. A ninguno le importaría repetir la experiencia, aunque haya habido algunas bajas. De la poesía y de la vida.