Gastón Baquero
Edición de Carlos Javier Morales
Visor, Madrid, 2016. 230 páginas.
Gastón Baquero (Banes, Cuba, 1914-Madrid, 1997) no ha dejado de ser un
poeta secreto. Exiliado en la España de Franco tras la caída de Batista, ni sus
ideas ni su poesía llegaron nunca a encajar con el gusto dominante,
aunque no le faltaran sólidos defensores: Brines, Castelo, José Olivio Jiménez…
De su etapa cubana cabe destacar su vinculación a la revista Orígenes, donde coincide con Lezama (que
consideró el acontecimiento más decisivo de su vida). “Son los años del
hombre ilustre y conservador (…) que continúa llevando su íntima homosexualidad
con la discreción que siempre la llevó”, según Luis Antonio de Villena, otro de
sus valedores, que le calificó como “alto, simpático y mulato”. Al llegar al Madrid
de los sesenta, los poetas sociales del momento no aceptaron, ya digo, ni su
talante conservador ni su poética y pasó a una situación de paulatino apartamiento
del que da fe una impresionante fotografía que le hizo Lejarcegi en 1994. Creía
que la escritura era “tarea íntima y oculta”. Para una “minoría”. A ella se
dirige esta antología que ha editado Carlos Javier Morales. Sorprenderá a más
de uno. Lo anticipa el antólogo, que define su obra como “una de las
expresiones más originales y lúcidas de la lírica contemporánea en lengua
castellana”. Su mundo es, sí, “fascinante”, y su voz, original y única. Sus
versos están reunidos en Poesía completa
(Verbum, 1998). Practicó la sabiduría de no-saber
(“Yo no sé”). La del niño, la del inocente. “Él solo es testigo de lo que se
ve”, dice Morales. Y Baquero: “Dar realidad a lo tenido hasta el momento por
inexistente, es la función mayéutica de la poesía”. Su moral de solitario queda
resumida en “todo lo hermoso ha de ser bueno”. Le interesaba el “estoicismo de
la belleza” e “inventar, fabular”.
La selección es un acierto. Ya
en Poemas (1942), su ópera prima, encontramos
una de esas extensas composiciones que le confirman como un poeta admirable y necesario,
injustamente preterido: “Palabras escritas en la arena por un inocente”, con
Shakespeare al fondo: “Yo no sé escribir y soy un inocente”, “en verdad soy
solamente un niño”, “Yo soy el más feliz de los infelices”, “la vida no es sino
una sombra errante”. O la que da título a su segundo libro, “Saúl sobre su
espada”: “Solo solemne muerto”. La historia, lo legendario, el exotismo, la
mezcla de lo épico y lo lírico, recuerdan a veces a Cavafis. A ratos, parece un
novísimo. Llegan después “Testamento del pez” (la ciudad y la muerte),
“Memorial de un testigo” (que da título a un libro fundamental, del 66): “Yo
estaba allí”. Donde la música. Para él, vital. Escribió canciones, pavanas,
madrigales, himnos… Sugirió incluso qué escuchar mientras se leían sus poemas. Personajes
de sus monólogos dramáticos, Mozart y Bach, Wilde y Whitman, Vallejo y Rilke
(“Silente compañero”), Nefertiti y Cleopatra. Y otros clásicos y bíblicos. En
Egipto, Roma o Viena. Fue de verdad viajero y cosmopolita.
En “Discurso de la rosa en
Villalba” da otra vuelta de tuerca a un tema eterno. En Magia e invenciones (84) está “Retrato”, el extraordinario “Marcel
Proust pasea en su barca por la bahía de Corinto”, el delicioso “Brandenburgo,
1526” (donde apreciamos su sesgo narrativo), “El galeón” (y su permanente
condición isleña y tropical), “En la noche, camino de Siberia” (donde el
anticastrista hace decir a Stalin: “¡Toma poesía!, ¡toma decadencia!, ¡toma
putrefacta Europa!”)… Los suyos eran unos “memoriosísimos ojos sedientos de
mundo”. Soñó lo que vivía. Tras algunos “poemas invisibles”, cierra la muestra
“El río”, donde queda patente su actitud de asombro ante el misterio.
Retrato
Ese pobre señor,
gordo y herido,
que lleva mariposas
en los hombros
oculta tras la risa
y el olvido
la pesadumbre de
todos los escombros.
Él dice que lo
tiene merecido
porque aceptó
vivir, que no hay asombro
en flotar como un
pez muerto y podrido
con la cruz del
vivir sobre los hombros.
Cenizas esparcidas
en la luna
quiere que sean las
suyas cuando eleve
su máscara de
hoy. No deja huellas.
Sólo quiere una
cosa, sólo una:
descubrir el
sendero que lo lleve
a hundirse para
siempre en las estrellas.