Chocar con algo
Erika Martínez
Pre-Textos, Valencia, 2017. 88 páginas.
Erika Martínez (Jaén, 1979) es
autora de los libros de poesía Color
carne y El falso techo, y del aforístico Lenguaraz. De su tercera entrega leyó uno la primera parte, “Mujer agita los brazos”, en la
revista Años diez. Me sorprendió
entonces su voz y más ahora, tras leer este libro. No es uno más. Tampoco ella
una de tantas poetas de nuestro panorama lírico, aunque no olvide su condición
de mujer (léase “Pruebas circulares”).
Estamos ante un artefacto bien
armado compuesto por poemas escritos mayormente en prosa que nos interpelan
desde el asombro. Una perplejidad inseparable de la poesía, que es ante todo
misterio. Lo reflexivo, que suele partir de la mirada, se aúna a lo aforístico
(que linda con lo irónico) sin que por ello se pierda nunca esa intensidad que
lo poético exige. Con frecuencia aparece en los poemas la conciencia de la
propia poesía, esto es, la metapoesía. Así, cuando leemos “Escribir da tanto
miedo como hundir un tenedor en algo que te sostiene la mirada”. O: “Descuidaría
todo para cuidar de las palabras”.
“Desiertos” (no sólo por
Atacama), la segunda y chilena parte, ahonda en lo autobiográfico (sin
confesionalismo) y, marca de la casa (y de generación), con la sutil denuncia
de la líquida sociedad en la que naufragamos (“Ser trabajadora”, “Desarrollismo”).
En “la soga de pie”, a partir de lo familiar (otra constante), lo surrealista
de la trama se alía con lo realista del final: “miedo de clase”. En “Choque de
viseras”, un poema feliz, el amor: “empezaba otro nosotros”.
“Nulípara”, la tercera,
comienza con los poemas orientales de
“Casi amor”. Precioso es el metafórico “Mal de altura”, ejemplo de una viveza
imaginativa más inquietante que estridente, como “El aire de las incubadoras”.
El humor irrumpe en “El punto en el cuello”, muestra de cómo la poesía puede
surgir en cualquier parte. De una visita al ginecólogo, pongamos. En “Estación”
regresa al tema stevensiano por excelencia: “y ahora sospecho que se escribe /
después de un tiempo inmóvil, / quizás desde el vacío que sucede / a un
excesivo estar haciendo”. Y: “escribir concierne al tránsito”. “Mirar a través”
me ha parecido un poema perfecto.
Con “Diez intemperies bajo
techo” culmina esta obra lograda. Creí, leemos, “que la poesía era su propio
acontecimiento”. Y: “La poesía es una discapacidad omnipotente de la palabra:
quién sabe lo que es”. Está muy claro: esto.
Manuel García (Huéscar, Granada, 1966) es un hombre polifacético: filólogo (experto en la obra de Ganivet), encuadernador, bibliófilo, editor (de la sevillana Point de Lunettes), violagambista… Y poeta. Autor de Estelas, Sabor a sombras, Cronología del mal, La mirada de Ulises, Poemas para perros, Manual de cordura, De bares y de tumbas y La sexta cuerda, los dos últimos en Hiperión, donde aparece el libro que ahora reseñamos.
“Así es la vida –dice: el silencio y la espera entre dos golpes de trompeta, el instante que dura la piel desnuda entre dos camisas”.
En la primera parte, “De re literaria”, García despliega sus dotes de poeta crítico y traza al sesgo una poética. A partir de Cernuda, Prados, Machado, Vallejo o Blas de Otero. Contra lo establecido en el patio lírico. Porque “La más clara verdad es la poesía”. Y la “más alta barbarie”. Allí, tumbas y odios. Y fuego (“Etna”) y jazmín y suicidas. Y, cómo no, la belleza, tan efímera: “Consiste la belleza / en dejarla pasar, pero no herirla”. Y todo dicho con naturalidad y sentido del humor (aparejado a la ironía), con un lenguaje calculadamente prosaico incluso, donde el encabalgamiento juega una función esencial, aunque no se desdeñe el poema en prosa, cuando no la narrativa a secas. “Escribir es herir”, leemos.
En la segunda, “El enamorado y la muerte” (con ese título, recrea un relato), viajamos a un cementerio de Fuerteventura y a las viñas de Almendralejo. Porque cree en las ciudades como salvación, en los malos momentos recomienda: “coge un coche de tren”.
La tercera, “Poemas de Mascha Diakovsky” (que remite al cancionero de Ganivet, sus poemas franceses, que él mismo editó) incluye sonetos y un romance y logrados ejercicios de imitación, a modo de homenaje, de Miguel Hernández y Garcilaso, donde el profesor García da verdaderas “lecciones literarias”. La intertextualidad, cabe precisar, es habitual en los versos de este consumado lector. “El amor es un pájaro pequeño”, escribe.
Por fin, en “Diario de una desintoxicación”, la cuarta, reúne “Siete sinceros elogios del aguardiente”: “Tuyo soy, aguardiente, / y tú tan mío”, dice, o: “Aprendí el duro oficio de mirar / cara a cara la muerte, / la vida trago a trago”. Muy divertido es el poema “La manguara” (versión de man’s water al andaluz del Andévalo) y un perfecto colofón el blues “Cumpleaños”: “Hoy cumples los cincuenta”. Pero sigue la búsqueda.
Por fin, en “Diario de una desintoxicación”, la cuarta, reúne “Siete sinceros elogios del aguardiente”: “Tuyo soy, aguardiente, / y tú tan mío”, dice, o: “Aprendí el duro oficio de mirar / cara a cara la muerte, / la vida trago a trago”. Muy divertido es el poema “La manguara” (versión de man’s water al andaluz del Andévalo) y un perfecto colofón el blues “Cumpleaños”: “Hoy cumples los cincuenta”. Pero sigue la búsqueda.