“Desde el primer
libro tengo claro que el público merece un respeto mayúsculo”. “Espero no
defraudar al público”. Son declaraciones de Elvira Sastre, cabeza de serie de
la denominada poesía juvenil o parapoesía,
por decirlo con Luis Alberto de Cuenca, presidente del jurado del premio
Espasa, patrocinador, curiosa paradoja, de ese subgénero. Así no habla un
poeta. No hasta ahora, quiero decir. Fue Francisco Brines quien se encargó
de acuñar una feliz sentencia firme acerca del asunto: “La poesía no tiene
público, sino lectores”. A quienes la subscribimos se nos califica ahora de “puristas”.
Y ahí, según creo, está la clave: en la lectura. En qué si no. En no
conformarse con quedar bien ante unos oídos agradecidos que se contentan con
poco o casi nada. Adolescentes, sobre todo. Sin formación literaria, aunque
haya excepciones. Prójimos que por la simpleza e inmediatez de los mensajes
divulgados, por el lenguaje prosaico en el que están escritos, por los lugares
comunes que corean, no exigen del poeta, un suponer, que haya explorado las
múltiples tradiciones que conforman eso que denominamos, no sin fervor, poesía.
Algo complejo, sin duda, como la vida misma, a la que toman casi siempre en
vano. De ahí que presuman incluso de ignorancia. O que en sus entrevistas,
donde mejor se retratan (y mira que abusan de la imagen), citen siempre a los
mismos, pocos, nombres desgastados y sin fuste.
Los de la inmensa
minoría tuvimos las primeras noticias de este movimiento de raíz internáutica
(como "nuevo canal de comunicación bestial" calificó la citada Sastre
a la red informática) a través de
suplementos como éste, de las listas de libros más vendidos. Ni nos sonaban los
autores ni dónde publicaban. Nos hacían gracia sus títulos patosos. Empezó a
preocuparnos su alcance cuando comenzaron a acaparar, entre iguales, los
festivales, los premios o las antologías. Y las páginas de cultura de los
periódicos. Hoy su efecto parece imparable. Llenan, dicen, teatros. Uno, desde
su ingenuidad, no descarta que en este fenómeno haya, además de marketing, negocio. Es la economía,
imbécil. Si es verdad que agotan ediciones, si sus seguidores se cuentan por
miles, si viven de eso...
Hay síntomas que a
uno le desconciertan. Por ejemplo, que en las conmemoraciones del 30 aniversario
del Loewe, un galardón llamado a proclamar la excelencia, se les dé acomodo. O
que defiendan su manera de hacer (lo que aquí se cuestiona, el respeto por las
personas es sagrado) poetas presuntamente formados e informados. No creo, en fin, que sea una casualidad que en el libro ganador de un sustancioso y antaño acreditado premio con nombre de ciudad sureña no aparezca, como solía, la composición del jurado. ¿Acaso por vergüenza?, me pregunto.
De moda hablan unos. De apocalipsis poética
otros. No será para tanto. Me da que la farsa –confundir la infinita cadena de
la poesía con estos desahogos liricoides– dura ya demasiado, aunque sospecho
que va a más. Sí, los hay que se han dado cuenta de que esto es rentable. Pobre
poesía.
Nota: Este artículo apareció ayer en la nueva sección "Dardos" de El Cultural. Se enfrentaba, digamos, a otro de Loreto Sesma. Ambos en torno -a favor y en contra- del fenómeno parapoético.