En Babelia, El País, se publicó ayer una breve pero sustanciosa reseña de El cuarto del siroco. La firmaba Antonio Ortega. Su título: "Del alma de las cosas". Obrigado.
Dice Álvaro Valverde (Plasencia, 1959), en este último y más extenso de su libros, que ese cuarto que le da título era, según Leonardo Sciascia, el lugar donde las familias sicilianas se protegían del furioso viento, un escenario que le sirve como metáfora de la poesía: un espacio que resguarda del tiempo y de la vida, un refugio “contra el eco / de lo que el mundo grita / y yo no oigo”, un territorio donde “desbrozar el caos” de la existencia. Así pues, y frente a la grandilocuencia, el valor ordinario y radiante de las cosas y los seres, la realidad material del pensamiento, la pasión por salvar una vida que cede al tiempo y se diluye en una amnesia sin futuro y que desafía el “triste pensamiento de la muerte”.
Una poesía gnómica y sapiencial, nacida de un interior medidamente humilde que, sin embargo, es fruto de una luminosa capacidad para dotar a lo contado de una clara dimensión metafísica creando una “atmósfera / que expresa en su quietud / lo que era inmediatez / y es lejanía”, una escritura que es “Como el agua, / que la mano atraviesa confiada / y nunca, sin embargo, toca fondo”. Es el recuento de una vida, el tejido de un universo luminoso entre las sombras, que danza entre lo invisible y lo presente, en los márgenes donde se mueve la historia, justo donde “Se suspende la vida / para dar paso a un tránsito / que ni es hora ni instante”. Lo que se articula es una forma mentis que, como un hechizo, define su originalidad y la temperatura de una voz indispensable, la cuidada cadencia de unas palabras que son “metáfora y verdad”.
De la forma en que regresamos a instantes y paisajes, nace la cualidad encantada de una poesía medular, el dinamismo de un espacio literario de extraordinaria fuerza expresiva. Es la tensión y el ser cambiante de la emoción que deja una escritura, siempre, “Contra el tiempo, a favor de la belleza”. Es la ética y la servidumbre de unas emociones que buscan la gracia y la felicidad posibles, acaso solo, en “el fondo innombrable del alma de las cosas”.