Quién le iba a decir a uno hace dos años que el entonces
presidente del jurado del I Premio Nacional de Poesía “Meléndez Valdés” iba a
ser el ganador de la segunda edición del certamen y que quien lo consiguió
entonces, Jordi Doce, por su libro No estábamos allí, sería el
presidente del tribunal que ha premiado ahora El cuarto del siroco. Yo les
puedo asegurar que no. Mi imaginación no da para tanto. Con todo, por
rocambolesca que parezca la situación, azar mediante, que nadie se llame a
engaño: este es un premio limpio, de rigurosa factura, y por eso me complace tanto
recibirlo, más si tenemos en cuenta, y conviene señalarlo cuanto antes, la
calidad de los libros finalistas, dos de ellos de autores extremeños, un hecho
digno de ser destacado. Ya escribí en un artículo publicado hace unos meses en
el diario Hoy que 2018 había sido un auténtico annus mirabilis para la
poesía del Oeste. Y para demostrarlo, ahí están, pongo por caso, los últimos
libros de Pureza Canelo, Ada Salas, Isla Correyero, Irene Sánchez Carrón, José
María Cumbreño o Basilio Sánchez, quien, por cierto, estaba a mi lado (en la
preciosa plaza de Trujillo) la noche que me llamaron desde aquí para
comunicarme la buena noticia.
Dije entonces, y ya se ve que lo mantengo, que convenía “destacar
la pulcritud del procedimiento de elección del ganador y, antes, de los
finalistas, siquiera sea para demostrar que en España, a pesar de los pesares,
se pueden hacer las cosas de otra manera”. Bien, esto es, “sin corruptelas”.
Aquel caluroso 26 de mayo defendí la concepción del premio y, con
ella, a su principal ideólogo, José María Lama. “Por lo que
tiene de reivindicación de uno de los extremeños más ilustres (e ilustrado) y
para diferenciarse de la avalancha de galardones poéticos locales o
provinciales que plagan el panorama”, añadí. Algunos, preciso ahora, grandes y
chicos, deshonestos. Y porque distingue a libros ya publicados, algo poco usual
en este país galardonístico en el que lo normal es presentarse y no que otros
te presenten.
Por eso defendí y defiendo este premio de ámbito nacional y
patrocinio público (Ayuntamiento, Junta y Diputación) que surge en un pequeño
pueblo extremeño, pero culto y con historia, tierra natal del poeta, profesor y
jurista Juan Meléndez Valdés, un intelectual que sigue representando a la mejor
España; muerto, éste sí, sin imposturas, en el exilio.
Más allá del impecable método de selección y de la inapelable
decisión de un jurado íntegro, querría destacar la importancia que tiene para
mí el “voto popular”, el que emiten los lectores de Ribera y hace efectivo, en
las deliberaciones, la alcaldesa. Que mi libro haya contado con él es algo que
me agrada doblemente. Ya explicó hace tiempo Francisco Brines que la poesía no
tenía público, sino lectores. Son ellos quienes personifican o encarnan a todos
los que se han acercado al “siroco” (como en confianza lo denomino) y, tras
leerlo, han considerado que era un libro digno. A más no aspira uno. Lo que
venga después, por ejemplo este reconocimiento, será (ha sido) por añadidura.
En estos tiempos de penuria, que diría Hölderlin, es muy
gratificante que se defienda el fervor de la verdadera poesía (en rigor otra no
existe) frente a esa inanidad liricoide y comercial que, según algunos, también
lo es. Por eso, resistir es una obligación, para evitar que la parapoesía,
tan de moda, siga apropiándose de un territorio que no le corresponde.
Del libro
poco puedo decir. En la nota inicial se explica que tomé el título de El caso Moro, de Leonardo Sciascia, donde éste cuenta que en las
casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se
guarecían mientras soplaba ese temible, impetuoso viento del sudeste que
atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos
del norte de África. Tan parecido a nuestro levante.
Esa
estancia, añadí, era “un refugio que uno interpreta también como metáfora de la
poesía. Y de la vida, que es lo mismo”. Y terminaba:
“Desde la adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de
escribir versos la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas
rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como
quien, «en medio de la desolación» —diría Ricardo Piglia—, construye «pequeños resquicios
para evitar la tormenta»; como alguien que «edifica, absurdamente, murallas».
Ojalá estos poemas, en fin, sirvan también a sus presuntos lectores siquiera
como precario cobijo ante la adversidad”.
En la nota
final, por otra parte, aclaré que los poemas que lo componen fueron escritos en
lo que va de siglo, al mismo tiempo que otros libros míos, como Plasencias y Más allá, Tánger. “Poema a poema, cabe precisar. Tal vez sea éste
mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es,
en general, cronológica”.
Termino.
Gracias a los miembros del jurado por elegir, de entre otros, este libro. A mis
editores de Tusquets, Antoni Marí y Juan Cerezo. A Salvador Retana, por dibujar
en la cubierta el primer poema del libro. Al pueblo de Ribera del Fresno, representado
por sus lectores en el voto popular de la alcaldesa, por mantener este premio
singular; a pesar de su juventud, ya prestigioso.
Se
lo brindo a sus dedicatarios: mi mujer, Yolanda, y mis hijos, Leticia y
Alberto.
Porque,
como suelo decir a mis alumnos, el movimiento se demuestra andando, concluiré
esta intervención leyendo en voz alta tres poemas.
Muchas gracias.
Nota: En efecto, este es el breve discurso que leí anoche en Ribera del Fresno con motivo de la entrega del II Premio Nacional 'Menéndez Valdés'.
En la fotografía, de izquierda a derecha, Fran Amaya (director de la Editora Regional y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura), Piedad Rodriguez Castrejón (alcaldesa de Ribera), Jordi Doce (poeta y presidente del Jurado), Miriam García Cabezas (Secretaria General de Cultura) y Lorenzo Molina Medina (Diputado de Turismo y Tauromaquia de la Diputación de Badajoz y alcalde de Segura de Léon).