Los
primeros versos de Victoria León (Sevilla, 1981) que uno leyó se publicaron en
esta revista. Fueron una feliz sorpresa. También aquí había dado a conocer
distintas traducciones (Tennyson, John McCrae,
un anónimo latino…) en colaboración con Luis Alberto de Cuenca, del
que editó una antología para Renacimiento.
Además de ejercer la crítica, es traductora; del inglés, sobre todo.
Para
entonces ya conocíamos su primer libro, de aforismos: Insomnios (La Isla
de Siltolá, 2017). Me gustaron -dije en otra parte- “por
su carga de razón, de sensatez. Por su elegancia intelectual. Por su lucidez y
su elocuencia. Por su clasicidad”. Esto podría aplicarse a los poemas que
componen Secreta luz,
su ópera prima poética. No lo parece, cabe afirmar de inmediato. Se nota el
lento y largo aprendizaje: lecturas, traducciones, sentencias… En consecuencia,
nada más lejos del titubeo, la imitación o el despropósito. De fracasadas
experiencias previas como las que pudieron perpetrar en sus inicios sus
compañeros de generación, poetas nacidos entre 1971 y 1985, como los reunidos
por José
Andújar Almansa en su espléndido florilegio
Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Pre-Textos); tan alejados,
en general, de su manera de decir.
Si por algo se caracteriza esta obra
-retomo el hilo- es por su solidez. Formal e intelectual, si cabe el distingo.
De estirpe clásica (ya se apuntó), los endecasílabos fluyen con una naturalidad
de talante anglosajón, sin concesiones a la inútil retórica, con un grato
regusto a Siglo de Oro y, cómo no, a la poesía de otros contemporáneos,
nacionales y foráneos. El magisterio, en todo caso, es amplio, propio de
alguien que ha leído mucho, con un gusto fundado en el propio criterio. No creo
que quepa soslayar la tradición lírica sevillana, un micrcosmos poético digno
de elogio y de cuya maestría ha bebido, a buen seguro, la escritora. Tres conspicuos
vates sevillanos, por cierto, formaban parte del jurado que concedió a Secreta luz el premio
Hermanos Machado: Jacobo Cortines, Abelardo Linares y Javier Salvago.
Los poemas de VL hablan de la vida,
sí, y, por lo mismo, sin que pequen de culturalistas, de la literatura (Dante,
Propercio...). “La poesía exige incandescencia, / vivir o haber vivido entre
las llamas”, son los dos versos que lo abren. Como las llamas del amor, que
ahora son ceniza, pues que del desamor y de la pérdida hablan estos poemas
breves, de una concisión acerada y cierta sequedad metafísica, cercanos al
epigrama, donde imperan la soledad y el dolor, palabra que ya aparece en la
cita de Bécquer que encabeza el delgado volumen. La otra, de Stevenson, se
refiere al amor que uno ve venir y luego ve partir.
Poesía amorosa, cabe precisar, que
huye tanto de la efusividad como de la desesperación. Lejos de ese sentimentalismo
anodino tan a la moda. Y, por eso, del carácter frívolo de nuestra época.
Versos irónicos y serenos en su interna acritud que el lector recibe con menos
daño que tristeza (“Qué difícil dar nombre a la tristeza / con palabras ajenas;
qué milagro”). A lo Leopardi: “había luz en tu melancolía”. Dolor sublimado por
la poesía. Por su íntimo fervor.
Una trama narrativa secuencia las
escenas de donde brota su “secreta luz”. Esa que surge, paradójicamente, del
sufrimiento. Porque se canta lo que se pierde.
A pesar de ese común asunto que
subyace, la unidad viene marcada por el tono, por la voz de VL, del todo
conseguida y diferenciada, homenajes aparte. A Borges, por ejemplo, en
“Ficciones”.
Una voz femenina, de mujer. Sin afectación.
En absoluto sobreactuada, como les gusta a otras. Plena de belleza y de verdad.
O de “Amor, verdad, locura”.
Afloran aquí y allá, lógico en ella,
los aforismos. Versos que podrían serlo, quiero decir. Versos que bajo esa condición
trasladan la fuerza del adagio: “El silencio es el no de los cobardes”. “La
soledad no advierte de dónde nos aguarda”. Ya que menciono ambas palabras, “El
silencio” se titula uno de los poemas más logrados, donde se alude a “la
interminable soledad del miedo”.
Y
ahí, el amor. Contra ese miedo, porque “silencia nuestra rabia y nuestro odio”.
A través de la memoria, “amarga copa”. Aunque “no recuerdo el amor”, “Qué
distinto nos suena nuestro nombre / cuando una voz que amamos lo susurra”.
“Llenabas el vacío de mi vida / que ahora
ha vuelto a devorarlo todo”, escribe VL. Y: “Nadie oye ese ruido sordo y triste
/ que produce destruir una alegría”.
La lucidez aflora en “Retrospectiva
apócrifa”, que termina: “¿Soportas la tristeza con que aguarda / tantísima
belleza inútilmente?”
Sin alardes ni enojosos barroquismos
formales, el lenguaje se acerca al lector con la debida sutileza. La misma con
la que maneja el encabalgamiento, compone una enumeración caótica o deja caer algunos
versos con rima asonante.
Tras el descenso a los infiernos, la
luz, antes secreta, que alumbra el final de este camino. Cuando “La noche nos
cobija en su refugio” y “Nos permite soñar que nos amaron / y fuimos una sombra
iluminada / por una clara tarde que es eterna”.
Antes, en el poema “En la secreta luz”,
se nos devela que “En las ruinas del mundo que soñé, / te seguiré esperando,
hasta otra vida”.
Victoria León
Vandalia.
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2019.
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 142 de la revista Clarín.
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 142 de la revista Clarín.