Este es el epílogo de la antología DIÁSPORA: POETAS EXTREMEÑOS EN EL «EXILIO» (1955-1993), editada por Víctor Peña Dacosta y publicada en Ediciones Liliputienses.
En su reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, el periodista José Julián Barriga Bravo afirmaba: “esta es la primera y principal lacra, el más importante baldón de nuestra historia. La emigración constante del talento es la causa y razón del retraso de Extremadura. Cuando actualmente lamentamos la pérdida que para el patrimonio biológico de Extremadura supone la emigración de los jóvenes, en cuya formación la sociedad no escatimó ni tiempo ni recursos, no ocurre nada diferente a lo que sucedió, desde los tiempos más remotos, con el éxodo de las élites intelectuales extremeñas. La emigración del talento es como si fuera una maldición que ha acompañado a esta tierra a lo largo de la historia”.
Antes había dicho que Extremadura vivió “a lo largo de su historia tres momentos de esplendor: los tiempos de Augusta Emérita, el siglo de Oro y de los Conquistadores, y el empuje intelectual del siglo XIX”. Cita, en fin, una consideración del profesor Ricardo Senabre, que constataba la constante “emigración de inteligencias que fructificaron fuera”: “Si Extremadura no acierta a imprimir un giro de ciento ochenta grados a sus comportamientos culturales pretéritos –hechos también de paro y de emigración– sucederá algo cuya probabilidad teórica suelen negar los historiadores: que la historia... volverá implacablemente, inexorablemente, a repetirse”.
Las “cavilaciones” del de Garrovillas, que también afectan a los pobres poetas (en tanto que sujetos culturales), “terminan en el momento de la creación de la Universidad de Extremadura, en 1973”, y concluye que “Extremadura continúa expulsando talento fuera de sus fronteras”. Puede que esto vuelva a ser ahora así, aunque con posterioridad al periodo histórico analizado las cosas sucedieron de otra manera. Hasta que, como expliqué en un reciente artículo del diario HOY, la cosa se volvió a “joder” (con perdón), por evocar a Zavalita en la celebrada novela de Vargas Llosa Conversación en La Catedral.
Tal vez fue un espejismo, pero lo cierto es que con el impulso de esa universidad dividida en campus provinciales, a principio de los ochenta, los de la aprobación del Estatuto de Autonomía y los albores de la democracia, un puñado de escritores y artistas decidieron quedarse a vivir en su tierra y durante unos años, pocos, lograron ese giro radical a que aludía el crítico y catedrático. Ya me he referido otras veces a ese momento (cuando nos pusimos, por fin, en la hora de España) y este no es el sitio para entrar de nuevo en detalles. El caso es que uno pertenece a esa generación no inclinada al éxodo, propensión que había abocado a esta región pobre y periférica al atraso cultural y a una secular incuria.
No hace falta nombrar a los que hicieron posible esa alternancia de ciclo porque están en la mente de la mayor parte de los presuntos lectores de esta antología y a algunos de ellos ya los menciona Víctor Peña Dacosta en su prólogo.
En el pequeño patio literario extremeño se ha mantenido durante demasiado tiempo la falacia de “los de dentro” y “los de fuera”. La manida metáfora de Miravete (ese puerto que hoy es túnel) como frontera entre escritores nacidos aquí pero que están fuera y los que permanecen en el terruño. El juego, al fin y al cabo, ha sido tan centrípeto como centrífugo. De ir y volver. Acaso porque, como ha dicho el escritor húngaro Lázsló Krasznahorkai (autor de El último lobo, relato de un viaje a Extremadura), “en occidente escapamos para regresar al mismo lugar en un sinsentido perpetuo”.
Con todo, digo trampa porque a la hora de la verdad lo único que importa son los libros y estos, por suerte, no saben de territorios, menos aún en un mundo líquido y globalizado. De los aspectos sociológicos han de ocuparse otros. Por lo demás, los de fuera y los de aquí, por seguir con el dichoso marbete, colaboraron casi a partes iguales en la normalización literaria y artística de Extremadura; Luis Landero y Santiago Castelo, madrileños de residencia, y Ángel Campos Pámpano o Basilio Sánchez, residentes en Badajoz y Cáceres, respectivamente, pueden servir de ejemplo para justificar lo que digo.
Los que permanecieron, con ayuda institucional, a qué negarlo (y en este punto conviene nombrar a Juan Carlos Rodríguez Ibarra y a Francisco Muñoz Ramírez, dos de los principales artífices de ese apoyo), agrupados en torno a la Asociación de Escritores Extremeños (una militancia sin carné), se ocuparon de fundar editoriales y revistas, de crear aulas y talleres literarios, amén de numerosos empeños más que forman parte de ese momento dulce al que me vengo refiriendo. Un hito, sí, del que podemos sentirnos orgullosos. Siquiera sea porque las promociones posteriores, como destaca Peña, se han beneficiado de esos humildes, sólidos logros. Él mismo, sin ir más lejos, pudo escuchar en su instituto a poetas y novelistas relevantes del ámbito nacional o asistir a las clases magistrales de Gonzalo Hidalgo Bayal en su taller de la Universidad Popular placentina. Como le pasó a Elena García de Pareces con Manuel Simón Viola en Don Benito. Otros, como Álex Chico, que también conoció la poesía contemporánea a través de las Aulas Literarias, pudieron publicar su primer libro en la Editora Regional de Extremadura, en cuyo catálogo se recogen numerosas óperas primas de autores aquí incluidos o mentados, extremeños de dentro y de fuera.
Cita Barriga Bravo al bibliófilo Antonio Rodríguez Moñino, su famosa pregunta: “¿Qué región o provincia española puede presentar durante el siglo XVI un haz de nombres entre los que figuren dramáticos como Torres Naharro, místicos como san Pedro de Alcántara, escriturarios de la talla de Arias Montano, médicos como Arceo, historiadores como Hernán Cortés, filósofos como Fr. Luis de Carvajal, filólogos como el Brocense, músicos como Juan Vásquez, teólogos como el padre Maldonado, matemáticos como el cardenal Silíceo, poetas como Francisco de Aldana el Divino, épicos como Luis Zapata, todos ellos nombres de primer orden en su especialidad y escogidos al azar entre tantísimos otros?” Otro tanto, salvando las debidas distancias, podría decirse del grupo de ilustrados que a principio del XIX protagonizaron los grandes acontecimientos de ese siglo convulso o de los animales melancólicos (Luis Sáez dixit) que a finales impulsaron la creación de la Revista de Extremadura. A pesar de eso, cuando llegaron los de la generación de la Democracia, como la denominó con acierto el crítico Ángel L. Prieto de Paula, seguíamos en el maldito erial. Sin apenas referencias; vivas, sobre todo. Por otro lado, entonces, después y casi siempre esos nombres correspondían a extremeños de nacimiento, sí (incluso dando por bueno el dudoso paisanaje de Aldana), pero, en suma, gente de paso, muchas veces desde su azaroso, circunstancial nacimiento. Caso del almendralejense Espronceda, el pacense Enrique Díez Canedo, el valentino José María Valverde o el emeritense Félix Grande, por acercarnos sólo a los últimos siglos. Caso contrario es el de Andrés Trapiello, leonés con casa en la trujillana Sierra de los Lagares, extremeño de adopción y de derecho, lo que justifica de sobra, más allá de cuanto ha escrito sobre esta apartada provincia desde Las Viñas, su último libros de poemas: Y, una obra que, según él, “es homenaje únicamente a ese solitario rincón del campo extremeño”.
Aun dando por hecho que todo poeta es un exiliado (y un judío, al decir de la rusa Marina Tsvietáieva) y que para sentirse en el exilio, según creo, ni siquiera es necesario salir de tu lugar de nacimiento, ha hecho bien Peña en evitar el término o, cuando menos, entrecomillarlo, además de precisar su sentido en la mencionada introducción; así, escribe: “Probablemente el calificativo ‘exiliados’ nos queda grande y sólo estamos ligeramente desplazados, descolocados o buscando ubicación”. De ahí que prefiera el de “expatriados”. O el más poético de “extraños”. En nuestros pueblos, habrían adoptado, por elocuente, el de “emigrante”, que es el que siempre se ha usado para estas situaciones. Luego, el antólogo recalca: “el exilio es un tema muy serio”. Sin duda. No se puede tomar ese concepto en vano, más después del desprestigio al que ha sido sometido recientemente por algunos políticos catalanes huidos de la justicia o ciertos vates con tendencia a la verbosidad.
Aunque uno, si tenemos en cuenta que no me he movido en mi vida, como quien dice, de mi ciudad natal, no sea el más indicado para hablar de diásporas, soy consciente de que no todas las partidas obedecen al mismo motivo. Las de los escritores, unas se fundan en razones laborales de mera subsistencia, supongo que las más, y otras, con su toque frívolo, en busca de la fama literaria que algunos despistados siguen ubicando en la capital del reino. Eso por no hablar de los “exiliados” sobrevenidos, gente que estuvo y al cabo se fue. Es el caso de Felipe Núñez, acaso el más significativo, por raro, de los nombres aquí recogidos, autor de una obra breve y excepcional que simboliza el ingreso de nuestra poesía en la modernidad. Maestro indiscutible de muchos de nosotros. Cuando se marchó a Salamanca, lo hizo con la sensación de que se le expulsaba de su tierra, a la que entonces sentía, más que como madre amorosa, tal injusta madrastra. Dije antes, de pasada, que lo que importaba no era, a la postre, de dónde es un poeta y dónde vive (por mucho que defienda mi convicción de que eso influye en su manera de ser y de decir), sino los poemas que escribe. Esto, no se olvide, es una antología. De versos, para más señas. La excusa del paisanaje es secundaria, aunque pertinente. “¡Denme versos!”, exigía el realacadémico Víctor García de la Concha en una de las innumerables polémicas que han poblado el corral lírico hispano. Y de eso se trata. Es lo que justifica este florilegio donde se mezclan personas de diversas edades y desiguales estilos. Los poetas nominados pertenecen a distintas generaciones (no hablo de grupos cohesionados o de tendencias concretas) y gastan, en efecto, múltiples poéticas. Normal. Lo que distingue a un poeta de otro es su voz, y si no la hay o no es propia, malo.En la actualidad, conviven en nuestra pequeña literatura, y en activo (pues siguen publicando libros), poetas de la edad de los Novísimos (Pureza Canelo o José Antonio Zambrano), de los 80 (el citado Basilio Sánchez o Ada Salas), del 2000 (Antonio Sáez, Irene Sánchez Carrón o Javier Rodríguez Marcos) o millennials (caso de Álex Chico o Víctor Peña, que no por antólogo deja de ser uno de los poetas más representativos del momento). Lo ocurrido en 2018, sin ir más lejos, un auténtico annus mirabilis poético en el que confluyen una serie de títulos dignos de elogio, justifica una continuidad significativa.
Del mismo modo que la denominada “poesía de la experiencia” pasó por aquí sin pena ni gloria (ningún extremeño está entre los más conspicuos representantes de esa tendencia dominante a finales del pasado siglo), la parapoesía, esa suerte de poesía que en realidad no lo es, carece entre nosotros de practicantes reconocidos en las listas de los libros más vendidos (que es donde se juega esa liga), lo que no deja de ser una buena noticia.
Dejando a un lado el polémico término de “literatura extremeña” (si bien los curiosos pueden acudir de inmediato a los sabios trabajos de otro resistente, el profesor Miguel Ángel Lama, donde recibirán sobrada información al respecto), nunca han faltado en este angosto rincón voces y versos capaces de situar a la literatura escrita por extremeños en un lugar destacado y destacable del panorama poético hispanoamericano, algo todavía menos discutible desde que José María Cumbreño fundó Liliputienses con clara vocación ultramarina.
Termino. Puede que falten nombres y sobren otros, cada lector es un crítico en potencia, pero no cabe duda de que estamos ante un puñado de versos que se bastan y se sobran por sí mismos, sin necesidad siquiera el andamiaje intelectual que esta antología sustenta. Esa es mi conclusión, la de este epílogo a buen seguro prescindible escrito por alguien que celebra sin complejos el landeriano jeito de nuestra poesía. Tal vez por aquello que escribió María Zambrano (de ascendencia extremeña por parte de padre), en Delirio y destino, y que a uno le gusta recordar: “Y Extremadura, la romántica, la que dio a España los pocos románticos que hubieron casi, en su silencio más hondamente poético aún. De Extremadura no han surgido los mejores poetas de España ciertamente, pero ella es quizá entre todas las regiones, la poesía”.