Dicho esto, y porque de verano hablamos, confieso que cada vez sobrellevo peor la caló. Como Julián, que, cuando más le traté, solía escaparse durante la rigurosa canícula extremeña a alguna casa perdida que estuviera cerca del agua. Por la Sierra de Gata o por sus familiares Hurdes. Ahora todo se ha agudizado con el dichoso cambio climático.
Tampoco me entusiasman las vacaciones (con perdón), tan sobrevaloradas. Y para uno, ay, tan placentinas. De ahí que llegue a septiembre con una agobiante sensación de pérdida de tiempo (y eso que tuve tareas literarias entre julio y agosto) y de haber desaprovechado las múltiples ventajas, o eso dicen, de la falta de obligaciones laborales. Alguno dirá: porque es maestro y sus vacaciones son largas. Tal vez. Así las cosas, me digo, para qué vas a jubilarte. Por eso, siquiera en parte (hay otras razones), sigo en la brecha, un curso más. A pesar de que mis 60 recién cumplidos y los casi cuarenta de sufrido cotizante me habrían permitido abandonar las aulas y a los muchachinos.
A la lectura, por otra parte, tampoco le he sacado demasiado partido en estos meses. No digamos a la escritura, por ponernos pedantes. El calor, sí, que disuade al más pintado.
He leído en casa, a favor del aire acondicionado, y en la bendita piscina (casi privada, de tan tranquila y poco concurrida), pero con más desgana que aprovechamiento. Bueno, algo hemos sacado adelante, lecturas de las que me gustaría dar al menos breve noticia. En dos entregas: una dedicada a la poesía y otra a la prosa. No hace falta decir que los libros de los que voy a hablar son sólo algunos de los que he leído y apenas un puñado de los muchos que aún esperan su turno. O ya no, porque leer todo lo que me llega es imposible. No, Dios me libre, no trato de establecer ningún canon, por doméstico que fuera.
Ilustración: 'Retrato de hombre leyendo', circa 1922, de Barnett Freedman.