Este verano hemos transitado casi a diario por la N-110 (que comunica Soria con Plasencia), la que atraviesa el Valle del Jerte. Arriba y abajo, camino de la piscina del hotel-balneario, nuestro asequible oasis en medio del calor y la pandemia. Quienes conocen el territorio saben lo hermoso que resulta ese paseo. Uno no se cansa de mirar un paisaje retenido en los ojos desde hace tanto tiempo. Ya sea en movimiento (y eso que conducir limita) o quieto al pie de las montañas de mi vida. Si la visión es desde el agua, aún mejor.
También he recuperado los olores. Los que sólo pueden ofrecerte las estivales orillas de un río que, además, es el de tu infancia.
Pero no todo ha sido idílico. Aquí y allá, cerca de los chalés que menudean al lado de la carretera o en medio de los pocos espacios que aún quedan sin construir, numerosos vertederos como el de la fotografía (tomada de un artículo en el que Región Digital se hace eco de una denuncia de Natura 2000) que afean la vista y ofrecen a quienes nos visitan una pésima opinión de los que habitan en ese precioso Valle y, en fin, de todos nosotros, los extremeños del norte.
En mi ignorancia, doy por hecho que, ya que existen, podrían ser erradicados con un poco de voluntad. Política, claro. Supongo que esa acción dependería de la Mancomunidad de Municipios de la zona, Plasencia inclusive, pues no pocos de los vecinos de esos basureros residen en esta ciudad la mayor parte del año. Los ciudadanos (eso que pomposamente llamamos "sociedad civil") podrían también echar una mano. A nadie le gusta vivir al lado de la basura, o eso creo.
Porque la mayoría son pequeños, un camión y mano de obra cualificada harían milagros en una mañana. Al menos se perderían de vista los que están, como dije, a pie de carretera.
Lo demás se solucionaría con civismo (nuestra gran asignatura pendiente, el origen de casi todos nuestros males), contenedores suficientes para arrojar los restos, control de la Guardia Civil, etc.
Porque soy peatón y paseo cada día por los alrededores de esta ciudad, sé bien hasta qué punto somos incívicos y, por decirlo con claridad, guarros. No debería generalizar, pero si nos atenemos al grado de suciedad y de barbarie dominante... No es sólo el que tira el primer papel o deja en el pavimento los restos del botellón o garabatea el grafiti de rigor. Ni el que destroza un banco o una farola. Son los que, a continuación, siguen haciéndolo. Ese, lo he dicho alguna vez, es un ostensible fracaso de la educación placentina. Basta con comprobar cómo queda el patio escolar tras un recreo. Al menos en la vieja normalidad. De la educación en casa (o de su ausencia) prefiero no hablar. Sí, una pena. Y una vergüenza.