17.9.24

Pero escribe

Jiménez Lozano (Langa, 1930-Alcazarén, 2020) cultivó todos los géneros, salvo el dramático, y ejerció el periodismo. Su obra fue premiada, aunque pocos lo recuerden, con el Cervantes y el Nacional de las Letras.
Como poeta, debutó muy tarde: a los 62 años. Nunca terminó de creerse merecedor de tal título, del que renegaba, aunque sus poemas ocupen un volumen que sobrepasa las mil páginas. Consideró la poesía como un don. Una forma de gratitud y un cumplimiento del deber de la alegría y la dicha de vivir.
Su intempestiva salida a escena evitó su adscripción generacional a la del 50 y en esto, como en todo, siempre vagó por libre. Más desde que se retiró al pueblo castellano donde murió, ni “aislado” ni “rendido”, sino “acantonado como un flemático y resabiado tory anarquista”, sostiene Fermín Herrero, quien califica su lírica de “por completo original”, lo que ratificaría esa irreductible condición. El poeta soriano ha puesto delante de su poesía reunida la certera introducción –un ensayo en toda regla– que necesitaba. Allí, por resumir, destaca su “poética férrea”, desprovista de “toda afectación o efusividad inspirada” y de artificio, austera y transparente en busca del desasimiento, pobre en tanto que frágil, de “honda levedad” oriental, sobria y de la naturalidad (“repudia la metáfora” y evita la métrica estricta). Inclinada al “misterio raigal del hombre”, su mirada es piadosa y compasiva, clemente y tierna (el uso de los diminutivos es sintomático). Poesía de “los adentros”. Provista de un “humus religioso”, tan místico como jansenista. Conformada a partir de la lectura de numerosos escritores de la literatura universal: Safo, Dante, Dickinson... Y filósofos, como Spinoza, Kierkegaard o Lévinas. Y artistas, ya sean pintores (como Brueghel) o directores de cine.
Cada poema, una “especie de apuntes del natural” –por eso menudean en sus diarios–. Del “relámpago”, no del “trueno”. “Un fulgor”.
Porque sólo “una lengua simple puede en realidad nombrar”, reduce el lenguaje a lo esencial: un puñado de palabras verdaderas capaces de designar lo real con verdad y belleza (para él, “una celebración de lo sagrado”), al modo clásico.
Herrero respeta, sin compartirla del todo (desde el tácito convencimiento de que JJL escribió un libro de poesía único, lo que suscribo), la división en dos etapas de su obra poética, establecida por Raúl E. Asencio. La primera agruparía sus tres primeras entregas, del siglo pasado: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve y El tiempo de Eurídice. La segunda, las que aparecieron en este: Pájaros, Elegías menores, Elogios y celebraciones, Anunciaciones, La estación que gusta al cuco, Los retales del tiempo y Esperas y esperanzas, que su autor no llegó a ver impreso. Cada uno, para él, “una antología”, pues derivaban de la selección de poemas escritos en un determinado periodo.
Con la señalada sencillez, caracterizada por la iluminación del impromptu, JJL, valiéndose de la ironía, el humor o el escepticismo, desde su posición de observador contemplativo, bajo el lema “sé modesto y realista; / eres un hombre, sólo esto”, despliega su arsenal de lector impenitente y escribe sus poemas en su “mechinal”, ante el jardín. No dice “palabras / que no sean de celebración y gloria”, ni pretende alargarse él más con ellas que con su canto el gallo y el cuco. Variaciones o series (se repiten los títulos) en torno a la Biblia y lo religioso; la mitología y los clásicos; los animales (concibe fábulas) y las plantas; el paso de los días y las estaciones como suma de instantes; los libros y sus lecciones y sus personajes; la memoria, la historia y su infancia; la muerte y el amor. Una literatura.

José Jiménez Lozano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 1.277 páginas. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.