5.9.05

El desprestigio de la palabra por Jaume Vallcorba





La semana pasada, en Santander, hablábamos de la deserción de los lectores y de la dificultad de encontrar nuevos, de cómo las tiradas de cada título bajan (en contraste con las ventas cada vez mayores de unos pocos best-sellers). ¿Qué hacemos mal? Una de las respuestas me parece automática: hemos relegado la palabra a un papel menor y hemos impuesto muy diversas formas de silencio. El descrédito de la palabra ha entrado sin hacer mucho ruido pero de manera continuada en los últimos años. De entrada, con una frase filfa: "Una imagen vale por mil palabras". Ninguna imagen tiene sentido si no hay una palabra detrás que se lo dé. Vale en una señal de carretera o un pictograma. No mucho más allá. No soy neurólogo, pero no debe de haber mucha diferencia entre la imagen tal como la pueden ver un burro y un humano. Pero no hemos tenido inconveniente en ir privilegiando, en la educación, la imagen sobre la palabra. Tampoco hemos sufrido demasiado cuando hemos visto que se sacaba la literatura de los programas escolares y se la colocaba en la cola de la lengua, como si fuera la sirvienta, primer paso para eliminar también la lectura que se deriva.
No estoy muy seguro de que la lectura escolar haga que los lectores cautivos se sientan tan fascinados que reincidan toda la vida, y que compren los libros que la industria les ofrece (en número quizá exagerado). Más bien pienso que los lectores siempre hemos sido pocos. Pero en la escuela, se nos decía que la lengua era tan importante para nuestra formación, que la lectura se convertía en instrumento imprescindible, y aquel que de mayor parecía predestinado a no leer ni el diario leía entonces una serie de textos patrimoniales. La lectura daba conocimientos complejos de lengua, tanto de morfología (recuerdo mi primer diccionario, vital) como de sintaxis, y se añadía un beneficio no menor: el amueblamiento del cerebro con referentes compartidos. Leer Historia Sagrada, por ejemplo, me ha permitido moverme por los museos identificando a los personajes que viven en ellos, y no confundir a Judit con Salomé. Pero hemos hecho perder a la palabra su prestigio. Y así observamos cómo en el entretenimiento cede el protagonismo a la acción y al movimiento frenético, y cómo personajes de indudable éxito social son incapaces de construir una frase. Siempre había habido personajes así, pero también siempre se había sabido que eran modelos de dudoso valor imitativo. No parece que pueda haber nada bueno para la palabra (y la lectura). Como hace años oí a una señora decirle a otra: "Ai, Pepeta, si ens enganyen amb la llet, ¿com vols que no exploti el gas?".

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